9 noviembre,2017 7:00 am

Acapulco y sus alcaldes (III)

Anituy Rebolledo Ayerdi

 

Siglo XX

Con la autoridad que le da ser el único cronista del puerto que hurga en libros viejos y legajos casi deshechos, el maestro Alejandro Martínez Carbajal afirma en su Historia de Acapulco que, al despuntar el siglo XX, el puerto fue gobernado por dos alcaldes. Uno, don Antonio Pintos Sierra, un avecindado procedente de Tepecoacuilco, Guerrero, dueño de una honradez acrisolada con la que se gana voluntad y cariño de los porteños. Tanto que lo repetirán en el cargo hasta en seis ocasiones distintas. Con la ayuda de don Porfirio, por supuesto. Dos, don Samuel Muñúzuri, hijo de don José Muñuzuri quien, originario de Guatemala, se había despeñado aquí como administrador de la Aduana Marítima y también como alcalde.

La comuna de 1902, encabezada por don Cecilio Cárdenas, lleva como síndico a don Aristeo Lobato y a los regidores Miguel F. Flores, Juan H. Luz, Manuel Galeana y Cleto Trujillo. Cabildo censurado con severidad por no haber dado trazas de crear un cuerpo de hombres apagafuegos. Ello después de que un voraz incendio haya reducido a cenizas el elegante Casino de Acapulco, localizado en los altos de la Casa Hudson y Billings, en Ignacio de la Llave.

Centro de esparcimiento fundado por el Lic. José F. Gómez, desempeñándose como Juez de Distrito. Lo había conseguido mediante la emisión de acciones por parte de funcionarios federales, comerciantes hispanos y porteños con currículum (“¡y vaya que lo tienen bien redondo y profundo!”, se burlaba Chana, la jedionda, una popular vendedora de pescado). El amplio salón ofrecía mesas para juegos, incluso de billar, además de pista de baile. Convertido en sala de música se ofrecían recitales de piano a cargo de damas de la localidad, cuyas ejecuciones eran más o menos audibles. Fue hasta entonces sede de los más pomadosos saraos de aquella acalorada comunidad.

¿Futbol?

Al asumir la alcaldía en enero de 1903 don Miguel F. Torres es abordado por el director del periódico Iris del Sur, licenciado Manuel Condés de la Torre, en pos de una primera entrevista que el nuevo funcionario acepta con gusto: “¡Claro que sí, amigo periodista, pero sólo que tendrá que buscarme otro día porque orita, usted sabe…!”. Salida con la que se gana las simpatías de su equipo de trabajo.

Llama la atención de los lectores de Iris del Sur una nota que da cuenta del primer torneo de ¡futbol! celebrado en México. “¿Futbol?, ¿qué será esa chingadera”?, se preguntan los pueblerinos ediles del nuevo Cabildo. La información se refiere a la celebración de un primer torneo de ¿futbol?, ganado por un equipo llamado Orizaba. Triunfo conseguido luego de derrotar a oncenas de tan difícil pronunciación como Cricket club y British club. ¡Que con su pan de lo coman!, coincidirán el primer síndico don Manuel Solano y los regidores Crispín M. Rivera, Cleto Trujillo, Francisco Martínez García y Carlos Crimaux. Además de don Juan H. Luz, estrenándose como juez del Registro Civil.

Un año más tarde, en 1904, reaparece como alcalde don Cecilio Cárdenas –cero y van tres– acompañado esta vez por los regidores Pedro F. Bello, Esteban Huerta, Cleto Trujillo, Prisciliano Pintos y Clemente Adame. Se ha de decir que a ninguno de ellos preocupa lo que suceda en España. ¡Y cómo si no leen periódicos del día y cuando lo hacen son de 15 días atrás, mínimo. Lo que sucede por aquellos días en España es inaudito. La corona amenaza a Barcelona con actos hostiles, incluso con una intervención armada, si no pone fin a una huelga de obreros metalúrgicos que ya duras dos meses. Agravada peligrosamente con la paralización general de actividades, convocada por las fuerzas anarquistas. Pleito viejo, pues.

El Palacio Municipal

Alejandro Gómez Maganda, quien de chamaco sirvió a Juan R. Escudero como ayudante, escribano y voceador describe el flamante Palacio Municipal de aquellos ayeres, arruinado, finalmente, por los temblores. Lo hace en su libro Acapulco en mi vida y en mi tiempo:

“El Palacio Municipal ocupa toda una manzana que en tiempos, ¡ay, muy lejanos!, fue un lugar de recogimiento y devoción (convento de los misioneros franciscanos llegados al puerto en el siglo XVII). Es de adobe como todas las construcciones españolas de la época y de morenas tejas. De largo barandal con gruesos pilares de trecho en trecho; tiene a más de la descontinuada escalera principal, que remata en el reloj público, tiene otra que bordea la casa de los Pérez. En una de sus terrazas, puede usted admirar la estatua del Benemérito de las Américas, Benito Juárez, cuyo apellido completa el nombre oficial de Acapulco”. Tiempo atrás, la Casa Municipal, como se llamaba a la sede de los poderes municipales, localizada quizás donde hoy se levanta el edifico Pintos, le quedará chica a Acapulco. Por ello el Ayuntamiento toma la decisión de venderla y con el producto construir un Palacio Municipal acorde con la modernidad exigida por el siglo XX. El terreno escogido es el ocupado desde 1603 por el convento de San Francisco, levantado por la congregación del hábito azul y cuya capilla está dedicada a la virgen asturiana de La Guía. Mucho más tarde, en 1813, el generalísimo Morelos convierte el inmueble abandonado en hospital y baluarte de sus tropas.

La Casa Municipal se adjudica finalmente a la empresa española B. Fernández y Cía., con una oferta de 2 mil 250 pesos. Construido que fue el edificio descrito arriba por Gómez Maganda, el palacio le queda chiquito al alcalde Amado Olivar. Decide por ello ampliarlo y lo hace mediante la adquisición de terrenos circundantes. Paga por ellos mil 800 pesos en relucientes y sonantes monedas de plata prestados, para variar, por los españoles. Las reciben los vendedores don Guillermo Balboa, doña Elisa Sutter de Link y doña Josefa viuda de Posada. Espacios ocupados mucho más tarde por la Cruz Roja, Bomberos y el cine 20 de Noviembre, en la calle Independencia.

Probidad, ante todo

Acapulco será gobernado durante los primeros años del siglo XX por hombres de honradez acrisolada, singularizados por sus virtudes cívicas y por tanto respetados por todos, queridos, incluso. A la mera mitad de la primera década fue alcalde don Aristeo Lobato, un hombre simpático y muy popular acompañado por un cabildo de lujo: don Antonio Pintos Sierra (alcalde en seis ocasiones) en calidad de síndico, y regidores don Nicolás Uruñuela (alcalde que cierra el porfiriato), don Samuel Muñúzuri (primer alcalde maderista) don Simón Funes, don Pedro F. Bello y don Ramón Córdova.

El señor Córdova, por cierto, operaba una empresa dedicada aquí a la pesca y comercialización del tiburón. Filetes, hígados y aletas llevados por él mismo a los mercados y laboratorios farmacéuticos de la Ciudad de México. Y fauces para los mordelones, por supuesto. Nadie creerá hoy que el centro de operaciones de don Ramón estuvo siempre en ¡Caleta! La misma “playa coqueta de manso oleaje”, cantada más tarde por nuestro José Agustín.

Don Tomás Véjar y Angeles logra la alcaldía en 1906. Se trata de un técnico llegado de Mazatlán, Sinaloa, en cuya aceptación social ha tenido mucho que ver su hija La Tuchi, grácil figura, belleza deslumbrante. Lleva don Tomás como ediles a don Nicolás R. Uruñuela, a Pedro F. Bello, de oficio agricultor, Simón Funes, Alfonso Uruñuela, Esteban Huerta y Miguel Torres.

Para el año siguiente, quien sea el supremo “hacedor” de alcaldes, sin imaginación, por cierto, repite en el cargo a don Cecilio Cárdenas y la justificación es para todos la de siempre: “hombres serios y nada mañosos”. Es síndico don Ramón Córdova y ediles Ignacio R. Fernández (nótese el apellido dominante), Pedro F. Bello, José Inés Bazán, Luciano Valeriano y Cleto Trujillo (hombre pequeño, delgado y siempre vestido todo de negro: traje formal, corbata, pañuelo, sombrero y botines. ¡“Menos la conciencia!”, aclaraba al punto).

Para 1908 se consuma el quinto retorno de don Antonio Pintos Sierra al Palacio Municipal. Lleva esta vez como síndico a don Pedro F. Bello y como ediles a Ramón Córdova, Francisco Lacunza, Domingo González, Santiago Solano (hojalatero) y Domingo Martínez (músico). Será entonces cuando el ex alcalde Tomás Véjar presente al Cabildo el proyecto de un kiosco para sustituir al apolillado de madera. Sabedor de que el Ayuntamiento padece “juaneación crónica”, el señor Véjar ofrece construirlo con recursos propios a cambio del usufructo de su planta baja por espacio de doce años. Todo se le acepta y la entrega se produce cinco meses más tarde.

El kiosco

El nuevo kiosco del jardín Álvarez albergará los giros de cantina, refresquería, venta de cocos, curiosidades y dulces. La planta alta será escenario de las serenatas musicales, los jueves y los domingos, lo mismo que de las audiciones que acostumbrarán ofrecer las bandas visitantes. Particularmente de los buques de guerra estadunidenses, surtos invariablemente en la bahía. Kiosco que permanecerá en pie hasta 1934. Lo será en calidad de faro vigilante de severas matronas sobre “las niñas de sus ojos” dando “la vuelta”. Aquellas mismas habrán establecido el método de tales paseos en torno al jardín: ellas siempre en sentido contrario al de ellos, ¡nunca apareados!

Mil novecientos nueve será el último año que gobierne el puerto don Antonio Pintos Sierra y nada más la mitad. La otra la cubrirá el coronel Amado Olivar con el mismo cabildo: Ignacio Fernández, Juan H. Luz, Francisco Martínez García y como síndico don Pedro F. Bello. Vendrá luego don Nicolás Uruñuela, de cuya actuación ya se dio cuenta aquí mismo y quien hará inteligente mutis cuando se escuchen en Acapulco los primero disparos de la revolución

El juego de las sillas

A partir de 1911 la presidencia municipal de Acapulco será disputada con la misma vehemencia que el entonces popular juego de las sillas. Muchos correrán en torno a la única instalada en palacio para, a una orden perentoria, disputar su ocupación. Solamente uno lo conseguirá en cada vuelta pero nadie desistirá aunque en ello le fuera la vida.

Así, durante los cinco años siguientes, esto es, hasta 1915, fueron sucesivos alcaldes Cecilio Cárdenas (¡otra vez y todo por honrado!), Francisco Martínez García, Juan H. Luz Nambo, Luis B. Mendoza y Gilberto J. Martínez. Síndicos y ediles: Francisco G. Galeana, Manuel Guillén, Simón Funes, Juan H. Luz, Cleto Trujillo, José Muñuzuri, Tomás Véjar, Rafael Torres, Delfino Funes, Domingo González, Federico H. Luz, Gumersindo Lobato, Luis B. Mendoza, Efrén Villalvazo, Juan Ávalos, Margarito Rojas y Rafael Leyva.

Siendo presidente municipal don Samuel Muñuzuri, nombrado por el gobernador Francisco Figueroa Mata, el primero y único maderista, se instala aquí la primera planta de luz eléctrica. La conmoción provocada por las primeras lámparas de luz amarillenta en la plaza principal, vistas blanquísimas por la población, será de época. Se repetirá con el dueño, el hispano Enrique Colina, el caso del señor Véjar, el del kiosco. A los varones se les “alborota la pituitaria en presencia de Laurita Colina” (un diagnóstico de doña Petra Rumbo, rezandera y no doctora), “más hermosa, se decía, que artista de cine gringo”.

Noche de San Bartolomé

Acapulco es víctima en 1914 de una cruel y dramática noche de pillaje, violaciones y asesinatos por parte de distintos grupos revolucionarios, en realidad bandoleros de la peor ralea. Católicos de entonces hallarán coincidencias entre este suceso nefando con la histórica Noche de San Bartolomé, incluso por sus motivaciones. El saqueo se inicia en las casas españolas Espronceda, Alzuyeta, Botica de la Salud, Uruñuela e hijos, etc. La señora Espronceda será martirizada para obtener una información relativa a joyas y monedas de oro que no poseía, quedando muy lastimada. El contador de la Aduana Marítima, Emilio Coria, será ametrallado con su pequeña hija en brazos por negarse a abrir la caja fuerte. Mujeres en la calle, vendiendo cenas o buscando a sus hijos, serán arrastradas y violadas por aquella turba enloquecida.

El 10 de noviembre llega el cañonero Vicente Guerrero, procedente de Salina Cruz. Viene a bordo don Jesús Carranza, enviado por su hermano Venustiano, con el propósito de unificar a los grupos armados del sur en torno al constitucionalismo.