18 diciembre,2017 7:09 am

La apuesta por las armas

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan.

 

Una camarilla de políticos encumbrados logró imponer una ley marcial que le otorga a las fuerzas armadas más poder del que ya ejercen.

Esta línea dura es la que avalaron los senadores y diputados del PRI, del Verde Ecologista y una fracción del PAN. Un grupúsculo que ha sabido lucrar con el poder, estableciendo alianzas con los grandes empresarios y las elites militares. Son personajes truculentos que no tienen la calidad moral ni política para representar a la sociedad en su conjunto. Desconocen la realidad que cotidianamente enfrenta la población que es víctima de graves violaciones a los derechos humanos. Es una clase de burócratas que se reducen a levantar la mano para congraciarse con sus jefes políticos. No tienen más perspectiva que sus intereses mezquinos y su visión cortoplacista.

Sin dimensionar las implicaciones que tendrá una policía militarizada en un país sumido en la violencia, aprobaron una ley que le da legalidad a la actuación de los militares centrada en el uso de la fuerza y el accionar de sus armas.

Para las elites políticas y económicas, la única forma para salir del laberinto de la violencia es colocar a las fuerzas armadas dentro de un contexto, donde se han coludido las autoridades con el crimen organizado y donde prevalece una alta conflictividad social y política. Las fuerzas armadas son puestas por los políticos como los principales actores para tomar el control de la vida pública y someter a la población que, de acuerdo con su visión, es una amenaza para el orden público.

La aprobación de esta ley emerge de un gobierno encharcado en la violencia y la corrupción; incapaz de contener la descomposición de las instituciones públicas. Proviene de una clase política que en lugar de arrancar de tajo todo el entramado delincuencial que hay dentro de sus estructuras, prefiere poner al Ejército enfrente para contener el reclamo de una sociedad hastiada por tantas tropelías de los gobernantes. Es una ley que le da poderes supremos a las fuerzas armadas para afianzar un régimen autoritario en detrimento de la democratización de nuestras instituciones y la creación de corporaciones policiales que sean garantes de la seguridad ciudadana y protectoras de los derechos humanos.

Los defensores del Ejército ante los altos comisionados de la ONU, no son ahora funcionarios menores que acuden a las audiencias en representación del Estado mexicano, sino que se trata de los mismos titulares de las instituciones, como Luis Videgaray, secretario de Relaciones Exteriores y Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación y el representante de la Procuraduría General de la República, quienes de manera conjunta respondieron en tono de reclamo al Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al Hussein, que “su crítica a la ley de seguridad interior no considera los retos que México enfrenta en esta materia: el mercado más grande de drogas ilícitas, el persistente tráfico ilícito de armas de alto poder, el desvío hacia México del flujo de drogas ilícitas por parte del gobierno de Estados Unidos”.

Esta macrocriminalidad, que persiste en nuestro país a causa de la misma complicidad de las autoridades, es lo que mueve y justifica a los funcionarios la aprobación de una ley que ignora y tira por la borda todas las recomendaciones planteadas, tanto por la ONU como por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

La nueva Ley de Seguridad Interior (LSI), viene bien a un gobierno que no ha hecho justicia a los deudos por los crímenes del pasado; que ha encubierto a las fuerzas armadas como violadoras de derechos humanos. Va acorde con un gobierno que no investiga las graves violaciones de derechos humanos, como desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, desplazamientos forzosos y casos de tortura. No enjuicia ni encarcela a las autoridades que son responsables de estos crímenes. Con esta ley se mantiene intacto el pacto de impunidad, porque lo central es la seguridad de las instituciones y de los grupos de poder, la estabilidad de un régimen autoritario, en detrimento de la seguridad de las y los ciudadanos y el respeto irrestricto a los derechos humanos. El problema lo enfocan en la sociedad y no en el gobierno. En los y las ciudadanas y no en los políticos corruptos, ni en los militares y policías que violentan los derechos humanos.

Los que gobiernan depositan la confianza en la fuerza del Ejército para hacerle la guerra a quienes catalogan como sus enemigos, y no le apuestan al fortalecimiento de las instituciones democráticas, combatiendo la impunidad y depurando las corporaciones policiales. Los intereses económicos montados en la economía criminal corren el riesgo de desmoronarse si se exige transparencia a los gobernantes, si se les obliga a rendir cuentas, y si se acaban los fueros y los cotos de poder. Ellos saben que ante el deterioro de su imagen y el descrédito de su trabajo sólo pueden mantenerse dentro del círculo de los privilegiados, legalizando el uso de la fuerza militar.

El escenario que vislumbran las cúpulas partidistas es adverso a los intereses de los grandes corporativos, no hay garantías de que se mantengan intocados sus pactos y reformas, de que continúe este modelo económico depredador. Ante esta posible calamidad, la ley de seguridad interior aparece como una tabla de salvación que les brinde protección, que resguarde las inversiones de las multinacionales y que someta a una población empoderada e insumisa. Para ellos el resquebrajamiento de un régimen autoritario lo relacionan con el apocalipsis, como una catástrofe y un descarrilamiento que nos coloca al borde del abismo. Sólo las fuerzas armadas pueden ser el ejército salvador de este caos. El agotamiento del modelo neoliberal y su aplicación a ultranza en nuestro país, los está llevando a sopesar el daño que han causado, a mirar el callejón sin salida en que nos metieron y a repensar salidas emergentes antes de que se salga de control la crisis de gobernabilidad que ellos mismos protagonizaron.

Los resultados fehacientes de lo que significa la participación del Ejército en tareas de seguridad pública están a la vista en nuestro estado. Por varios lustros han sido generales los que se han encargado de la seguridad pública en Guerrero. El antecedente más funesto fue la actuación del general Mario Arturo Acosta Chaparro, que utilizó a las instituciones policiales para implantar el terror e implementar una estrategia de contrainsurgencia, con todo lo que conllevó una cauda de crímenes que nunca se han investigado y una vinculación de alto nivel con los capos del narcotráfico. Estos intereses delincuenciales se mantienen ocultos e intocados porque sigue siendo parte de un modo de gobernar.

Los generales que han ocupado cargos en seguridad pública nunca entregaron resultados positivos, ni rindieron cuentas sobre su trabajo. No supimos cuáles fueron sus méritos para desempeñar el cargo, ni se investigaron sus trayectorias dentro del instituto castrense.

La Secretaría de Seguridad Pública comandada por militares en Guerrero nos ha ubicado como el estado más violento e inseguro, donde se utiliza a los policías para reprimir manifestaciones, para usar la fuerza letal y ser un poder temerario.

El incremento de efectivos militares en las regiones más violentas no ha revertido el patrón de criminalidad, por el contrario, se multiplica el número de muertes violentas y aumenta la crueldad en estos crímenes.

Los cinco municipios reconocidos oficialmente como los más inseguros cuentan con un gran número de militares, sin embargo, en esos lugares se ha expandido la violencia, al grado que el transporte público, la educación pública, el comercio establecido y ambulante se han visto afectados severamente por el enseñoramiento de los grupos delincuenciales, que tanto en el puerto de Acapulco, como en Chilapa, la región serrana, la Tierra Caliente, zona Norte y Costa Grande, la delincuencia organizada demuestra estar mejor posicionada en determinadas regiones que las mismas fuerzas armadas, que han contado siempre con el apoyo incondicional de todas las autoridades civiles y cuentan con muchos recursos económicos, tecnología, equipamiento e infraestructura.

Lamentablemente toda esta apuesta por las armas no se ha traducido en mayor seguridad, más bien, se ha transformado en una pesadilla que cobra diariamente siete muertes violentas en el estado, con un número creciente de desaparecidos, desplazados y secuestrados.

El desbordamiento de la violencia en nuestro estado no podrá ser reencauzado por otro actor armado que por varias décadas ha demostrado ser violador de los derechos humanos y mucho menos ha actuado bajo el mando de la autoridad civil.

Las fuerzas armadas son parte del problema de la violencia e inseguridad que enfrentamos, porque da trato de enemiga a la población civil y la relación que llega a establecer con los ciudadanos es de confrontación y desconfianza. Sus actuaciones son para causar temor y reprimir a la población que protesta. No están preparados para prevenir conflictos, más bien, son una fuerza reactiva creada para repeler al enemigo y para usar las armas como si se tratara de un conflicto bélico.

Las autoridades del estado no se pueden plegar ni supeditar acríticamente a las posturas de las autoridades federales. Tienen una gran responsabilidad con el pueblo de Guerrero, y por lo mismo, tienen que escuchar las voces que emergen dentro del estado y de los organismos internacionales sobre los riesgos que representa esta Ley de Seguridad Interior.

Es una gran oportunidad para prestar atención a los organismos que plantean un nuevo paradigma de seguridad basado en el respeto a los derechos humanos. Está probado que en Guerrero la apuesta por las armas, a través de la militarización, es la apuesta por mayor violencia y más muertes. Un gobierno pierde legitimidad y autoridad si otorga permiso para matar con el respaldo de la ley marcial.