10 noviembre,2017 7:03 am

La evidencia de lo no dicho

Adán Ramírez Serret

El lugar en donde se nace, la tierra de origen; siempre se observa, se asimila de forma distorsionada. Pues, o se le tiene por un lugar encantado por el hechizo de la infancia, envuelto por un halo de paraíso, de burbuja no tocada por el paso del tiempo o por la crueldad humana. O se le tiene por todo lo contrario, por un infierno que nos recuerda cada día lo terrible y miserable que es la vida, la humanidad y sin duda nosotros mismos.

Para los escritores es fundamental describir su entorno y están ligados de manera literaria a sus ríos, selvas y ciudades. Relacionamos a Mark Twain con el Misisipi, a Horacio Quiroga con la jungla de Misiones y a Carlos Fuentes con la Ciudad de México.

Pienso ahora en la literatura colombiana y en dos escritores que hicieron de un lugar, parte fundamental de su literatura. En Eustacio de Rivera con La vorágine, en donde a partir de la vida en la selva salvaje y violenta dibuja a sus personajes definidos de manera radical por este entorno. Pienso también en Gabriel García Márquez que en Cien años de soledad con Macondo, que es por cierto una de las creaciones literarias más geniales del siglo XX, en esta novela y con este pueblo, García Márquez describe la vida y el amor, tocados, apropiados por realidades soñadas.

Este año salió una novela del escritor Juan Cárdenas (Parayán, Colombia, 1978), El diablo de las provincias, que cambia de manera radical la forma en definir y observar el lugar de origen, pues a partir de la ambigüedad, descubre el silencio de la mentira. Escribe sobre el regreso de un biólogo fracasado, que fue a otro país a crecer, a estudiar, a triunfar; y termina en un pueblo en donde sus conocimientos y papeles sirven muy poco, casi para nada; no le sirven ni para tener un trabajo decente.

El diablo de las provincias no es la primera novela de Juan Cárdenas, ha escrito antes el libro de relatos Carreras delictivas y las novelas Zumbido, Los estratos y Ornamento. Cárdenas dice que le gusta escribir desde cierta ambigüedad, por lo tanto, en ninguno de sus libros hay nombres propios. Así, En el diablo de las provincias, no sabemos el nombre de ninguno de los personajes sino tan sólo que uno es biólogo, o madre, o vendedora de fruta o díler…, y la ciudad, carece de nombre sino una brutal descripción, ciudad enana.

La novela es una apasionante búsqueda de una historia; si antes Rivera o Márquez estaban seguros de los que eran, en Cárdenas hay una constante indagación por saber quiénes no son. En la novela el biólogo se da cuenta, ya por el final de las páginas, que es un detective y que debe descifrar la historia.

Brotan en la novela diferentes cuentos, el de la madre que extraña al idealizado hijo muerto del que apenas sabía nada, pues jamás se quiso enterar que era homosexual. El biólogo se enfrenta también a su casa de la infancia cedida a un hombre miserable y que se ha apropiado de sus recuerdos.

La única vía de escape que tiene el biólogo es mediante un díler que le vende mariguana y quien a su vez tiene una historia en la cual, cuando está bajo la regadera, descubre que sus problemas no son más que palabras.

Una historia más, sucede en la escuela en donde el biólogo es profesor de unas señoritas embarazadas de manera misteriosa. Y sucede que mientras está dando clase a una de ellas se le rompe la fuente y el biólogo debe ser partero de un niño cubierto de pelo y costras.

Finalmente, el biólogo se enfrenta a una vendedora de fruta que le recuerda que los jesuitas vieron la crucifixión de Cristo en la pasiflora y que el fruto de esta flor es la encarnación de la tentación, mucho más que la manzana.

Juan Cárdenas obliga en esta novela a los personajes a buscarse en su ciudad de origen, enana, y a confesarse lo evidente que no se dice, que están perdidos.

 

Juan Cárdenas, El diablo de las provincias, Cáceres, Periférica, 2017. 181 páginas.