11 octubre,2017 7:15 am

Parchando al país

Saúl Escobar Toledo

México ha sido, sobre todo en los últimos años, un país de damnificados permanentes y de catástrofes constantes. Hemos sufrido crisis económicas, gobiernos irresponsables, corrupción generalizada y una violencia devastadora. Todos estos males han dejado víctimas y afectaciones a nuestro patrimonio, a nuestra convivencia diaria y a nuestro derecho a la felicidad y a la esperanza. No sólo han lastimado a las personas, también han dejado huella en las instituciones del país. La desconfianza y el repudio a los actores políticos se ha generalizado y con ello la duda sobre la vigencia del Estado de derecho y el creciente malestar social.

Así estaban las cosas y ahora hay que agregar los desastres que han dejado los huracanes y los terremotos que nos han asolado en los últimos meses. La destrucción que han causado no ha sido ajena a la situación que ya vivía el país. La pobreza en Oaxaca, Chiapas, Morelos y Puebla amplificó víctimas y daños. Lo mismo pude decirse de la corrupción y la irresponsabilidad que propició la destrucción de casas y edificios en la Ciudad de México. No todas estas consecuencias son responsabilidad de los gobiernos actuales pero una larga historia de décadas de abandono y falta de previsión, sumada a los pequeños y grandes negocios privados con recursos públicos, hizo más grande las catástrofes.

Ahora se ha iniciado oficialmente la reconstrucción, pero otra vez la respuesta gubernamental parece insuficiente, y sobre todo carente de una visión de futuro. Según se desprende de las declaraciones oficiales, el plan se basará en dos ideas fundamentales: gastar lo menos posible y que cada uno haga lo que pueda y como pueda.

De manera muy improvisada, por decir lo menos, el presidente anunció que se requerirían alrededor de 38 mil millones de pesos para reconstruir viviendas, edificios, escuelas e inmuebles del patrimonio cultural. Y aunque se aclaró que era una cifra provisional, se fijaba ya un parámetro de lo que se proponen gastar para estas tareas.

No es posible, al menos para el que esto escribe, hacer un cómputo alternativo, pero diversas opiniones de expertos han señalado que esa cifra es muy reducida. No fueron incluidos todos los estados del país donde hubo serios daños; falta el presupuesto para hospitales, clínicas y servicios de salud; y, sobre todo, las obras de infraestructura. Parecería que se ha puesto sobre la mesa una cifra conservadora para, como dijo el Secretario de Hacienda, no alterar el presupuesto de la federación y garantizar la estabilidad económica.

El problema no es sólo el monto sino también la forma. En Oaxaca y Chiapas el gobierno federal deicidio repartir dinero entre los damnificados mediante tarjetas bancarias. Según este esquema cada familia se encargará del autoconstrucción de sus hogares. Para Morelos, Puebla y otras entidades, el mecanismo no está claro. A nivel nacional, el Infonavit dispuso de diez medidas que incluyen, principalmente, usar los recursos acumulados por los propios trabajadores en esta institución y si es necesario disponer de un segundo crédito (no está claro tampoco a qué tasa). El Fovissste fue más tacaño y sólo anunció que permitirá que el dinero de sus aportantes se destine a la reparación de sus casas.

En el caso de la Ciudad de México el programa es más complicado. Está basado en una cantidad de recursos aportados por el gobierno federal y el gobierno de la ciudad que se colocará en un fondo que se invertirá en un bono cupón cero que lo multiplicará por cinco, según Hacienda. Este tipo de bonos son, a final de cuentas, deuda pública.  Sin que queden claras las razones, para una parte de las viviendas dañadas el gobierno de la Ciudad prometió que la reparación no tendrá costo para el afectado pues éste correrá a cargo totalmente de empresas de la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios (ADI). En cambio, para aquellas que sufrieron daños estructurales se otorgarán créditos a tasas preferenciales y sólo se pagarán los intereses.

Por su parte, la llamada IP (iniciativa privada) decidió marcar su raya con el gobierno y crear un fideicomiso privado llamado Fuerza México para administrar y operar las donaciones realizadas por organizaciones empresariales y particulares. Aunque la meta es ambiciosa, 1 500 millones de pesos, lo cierto es que para el 9 de octubre apenas habían reunido 107 millones de pesos y dos y medio millones de dólares (otros cincuenta millones de pesos aproximadamente). Lo anterior puede consultarse en http://fideicomisofuerzamexico.com. La banca privada por su parte sólo ha ofrecido créditos hipotecarios a tasas preferenciales que no se han establecido pero que pueden ser muy cercanas a las del mercado. La participación del sector privado, según sus principales representantes, parece no estar muy ajena a la filosofía del presidente de la Coparmex en Oaxaca, Raúl Ruiz para quien “el Estado no tiene ninguna obligación de reconstruir las viviendas dañadas o colapsadas por los sismos del 7, 19 y 23 de septiembre” (El Universal, 4 de octubre de 2017). Consecuentemente, los empresarios tampoco están obligados a colaborar con el gobierno, y con las donaciones entregadas para lo urgente, el asunto está ya resuelto.

Todas estas acciones van en sentido divergente a lo que públicamente había recomendado un amplio grupo de académicos y especialistas de diversas instituciones:  una reconstrucción amplia, solidaria y generosa. Un programa con participación social que se propusiera la rehabilitación efectiva de la infraestructura física y humana de las regiones y comunidades pero que sobre todo fuera más allá de la reposición de lo perdido. También se señaló la conveniencia de crear un fondo único para coordinar eficazmente todos los programas.

Lo que tenemos, en cambio es una pretendida reconstrucción que busca mantener sin cambios la política económica y descargar el peso del esfuerzo (físico, monetario, emocional e intelectual) sobre los afectados. Un proyecto que dispersa la administración de los fondos y aplica políticas diferenciadas que no tienen una lógica muy clara.  Al contrario de lo que pregona el gobierno, se pueden contar con mucho mayores recursos públicos si hubiera voluntad política. Por ejemplo, si la federación se propusiera suprimir gastos innecesarios como los de publicidad y otros renglones del gasto corriente bien identificados.  Además, podría pactar con los empresarios más poderosos una aportación realmente significativa, por ejemplo, mediante un impuesto especial al patrimonio, como sucedió en Colombia en 2010.

Los terremotos asolaron un país ya seriamente fracturado por la pobreza, la corrupción, la falta de previsión y la ausencia de solidaridad de los poderes del capital. En lugar de plantearse una reconstrucción bajo un renovado liderazgo del Estado y con el objetivo de cambiar, realmente, las condiciones que hicieron posible estos desastres y evitar que el próximo sismo u otra desgracia similar vuelva a causar víctimas, se decidió parchar al país.

Lo que esta política está provocando son más conflictos: entre gobiernos estatales y municipales con la federación; y sobre todo de los damnificados con los gobiernos en turno. Mientras, la llamada IP ha decidido cómodamente desentenderse del asunto y parece   más preocupada por atender sus propios negocios que por concertar un proyecto nacional para reconstruir al país.

Una estrategia parchista es la respuesta de un Estado sin liderazgo y sin visión de futuro. Un Estado que responde a un gobierno que le interesa salir del problema como sea, no reconstruir al país. Ojalá los actores políticos y los líderes empresariales se dieran cuenta de que es más importante ver hacia el mediano y largo plazo que solo atender las próximas elecciones o la estabilidad de los mercados. Quizás la presión ciudadana los haga cambiar porque las protestas seguirán manifestándose. Los damnificados de ayer y hoy, más lo que se vayan sumando cada día, no van a quedarse conformes tan fácilmente.

Twitter: #saulescoba