17 enero,2018 8:28 am

En muchas ciudades de México asistir al teatro es un acto desafiante y de valor: Hugo Arrevillaga, director

Ciudad de México, 17 de enero de 2018. Con el reestreno de Cosas raras, el director teatral Hugo Arrevillaga explora la complejidad de la vida humana desde una puesta en escena dirigida al público infantil. Los actores Adrián Velázquez y Olivia Lagunas interpretan a dos hermanos que se enfrentan no sólo al deterioro mental de su madre, sino a la ausencia de un padre de quien, dicen, se dedica a “cosas raras”.

La existencia es inclemente, pero también poética. Y Arrevillaga ha hecho de la exploración de esta ambivalencia su sello. Ganadora del Premio Bellas Artes de Obra para Niños 2016, Cosas raras, de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (LEGOM) se presenta hasta el 25 de marzo en el Centro Cultural del Bosque, en Ciudad de México.

–Según la crítica, más que ser para niños, Cosas raras es una obra para la infancia. ¿En qué radica la distinción?

–Tanto en la infancia como en la edad adulta, la imagen de los padres es un enorme misterio, aunque pensemos que los conocemos bien. De eso va la obra: no sabemos qué clase de personas son nuestros padres y tenemos millones de preguntas que hacerles, aunque a veces ya no estén vivos. 

Una de las virtudes del texto de LEGOM es que no tiene una perspectiva fácil, naif o torpe. No por ser dirigidas a público infantil, los temas deben ser sencillos. La pérdida, la demencia, son catalizadores para revalorar la vida desde la infancia.

–¿Por qué su interés en esta pieza?

–Tengo una hija y, cada vez más, trato de ver el mundo y mi propio trabajo desde su perspectiva. Esta obra plantea cuestionamientos sobre la pérdida de la gente que amamos, lo que, por otro lado, es un tema recurrente en mi trabajo. Me interesa hablar de esas cosas, antes de que el momento de perder a alguien nos alcance, porque nunca estaremos preparados para eso. Los padres optan por no hablar de ello con sus hijos; lo que hace el teatro es quizá darnos cierto sentido de compasión y lucidez para enfrentar la realidad.

Muerte, celulares y elecciones

 –La pérdida es un tema recurrente en su trabajo. También la ha abordado desde acontecimientos como la desaparición de los 43 normalistas y la muerte de Julio César Mondragón (En la obra Las lágrimas de Edipo). ¿Cuál es la labor del teatro ante la violencia y la ausencia de justicia?

–El teatro es un acto social que, para su desarrollo, nos obliga a estar frente a frente con el otro. Esa es una de las cosas que ya no ocurren. En los últimos años he recorrido el país y me he dado cuenta de que hay muchas ciudades, como Culiacán, Jalapa o Monterrey, donde los espectadores se rehúsan a ir al teatro por cuestión de seguridad. En estos tiempos, asistir al teatro es un acto desafiante y de valor.

–¿Cuál es la responsabilidad que asumen el director y los actores ante el público que asiste al teatro a pesar de todo?

–El espectador nos concede un minuto de su atención. Si en ese tiempo no sucede nada interesante o importante, va a revisar su teléfono. Nosotros como artistas tenemos que obligarnos a hacer obras que sean certeras desde el primer golpe. Con un discurso afín a esta época. Algo que nos revele preguntas, mas no verdades, sobre los tiempos oscuros y complejos que vivimos. En un año electoral como este, el teatro debe ser el punto de reunión y reflexión donde tenemos que ser convocados. Nosotros, como gente de teatro, estamos obligados a que lo que se diga ahí realmente concuerde con la realidad. Se libran batallas dentro y fuera de los seres humanos y el teatro existe para mantenerlos lúcidos. Es una herramienta para abrir nuestras heridas, exponerlas y examinarlas. Eso es lo que distingue una buena obra de una mala.

Buen y mal teatro

 –¿Cómo se distingue el mal teatro?

–Frente a una obra de teatro, la gente sabe si le están tomando el pelo. El acto de creación debe ser genuino. Es decir: que realmente no trate de sorprender a nadie, ni hacer que todos aplaudan o que digan qué buenos artistas somos, sino que nuestra intención como creadores sea extraer nuestro propio veneno para hacer de él un antídoto. Si no somos capaces de eso, no tenemos nada que decir realmente.

–El dramaturgo, el director o el actor ¿se rige con un código de ética? ¿Cuál?

–Sí. Va a sonar muy cursi, lo advierto, pero la ética consiste en seguir a tu intuición. Si algo recomiendo a directoras y directores, actores y actrices en ciernes, es que sean auténticos con ellos mismos. No con el espectador hipotético, que ahí va a estar si nosotros somos fieles a lo que buscamos. Pero hay que estar informados. La gente de teatro sólo habla de teatro al punto en que a veces aburren. ¿Por qué no mejor hablar de la vida? Es la vida la que nos va a decir de qué hablar, desde el teatro. Así que, antes que nada, tenemos que informarnos, abrir los ojos, estar abiertos con todos los sentidos para comprender el entorno y a partir de eso hablar de lo que ocurre en este país. Para mí, el código de ética es saber cómo vivir tu propia vida, cómo vivir la vida de los demás y cómo ser parte de la vida de los demás. Es decir: implicarse de verdad.

Urgencia de contar

 –Es común que, en las obras que usted monta, el público acabe llorando. ¿Cómo trascender la mera exposición de heridas abiertas hacia algo más, como la acción política, social o individual?

–Las obras lúcidas no se ahogan en el melodrama y la sensibilidad. No apelan a la emoción burda. Tienen un trasfondo poético. Yo confío en la capacidad que una palabra certera genera en nosotros. Por eso trabajo con los actores para fortalecer el sentido de las palabras y su fonética. Cuando hablas con alguien de un suceso que duele en lo profundo, las palabras que te habitaban se convierten en esa especie de veneno, que se vuelve tu propio antídoto. La narración del dolor regresa a ti a través del que te escucha, como una respuesta. Esto es un acto muy sencillo de comunicación. Así generamos y fortalecemos la comunidad.

 –¿Cómo llegó a esta conclusión?
 

–Crecí y viví muchos años en Veracruz, en El Farallón, que es un campamento para los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, donde trabajaba mi papá. Era un lugar muy silencioso, teníamos lagunas, mar, vegetación. Eso me hizo valorar el silencio y los sonidos del mundo. La gente tenía siempre una historia que contar. Terminé por valorar esas historias. Luego me encontré con obras de Elena Garro, Sylvia Plath y Federico García Lorca. No me podía creer la potencia de sus palabras, las sensaciones que me generaban. Después, ya no leía o escribía palabras, las veía en el cuerpo de alguien, en escena. Por eso tengo una urgente necesidad de contarle algo a alguien, todo el tiempo, siempre. 

 

Texto: Tatiana Maillard/ Foto: Cuartoscuro.
 

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