27 noviembre,2019 6:31 am

La desaparición forzada fue una política de Estado, pero seguimos en negación: Camilo Vicente Ovalle

Al tiempo que reconoce que el gobierno actual ofreció una disculpa pública a una sobreviviente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, Camilo Vicente Ovalle, autor de Tiempo suspendido. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980, remarca que “ahora no sólo es fácil desaparecer a las personas, sino que es fácil hacerlo impunemente”.
El Sur / Ciudad de México, 27 de noviembre de 2019. En Tiempo suspendido. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980 (Bonilla Artigas, 2019) el doctor en historia Camilo Vicente Ovalle presenta la génesis de la desaparición forzada en el país y aporta elementos para entender los mecanismos con que operan las desapariciones forzadas de la época actual. En entrevista con El Sur, explica cómo durante los años de la contrainsurgencia la desaparición forzada no fue obra de unos cuantos funcionarios o policías enloquecidos, sino fruto de una rigurosa política de Estado.
–Tiempo suspendido empieza con una declaración de 1977 en que el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, cuestionado sobre la masacre del 2 de octubre de 1968, dice que cometer desapariciones es fácil, pero que no es fácil hacerlo impunemente. Son palabras que se podrían aplicar a tiempos más actuales, aunque parece que hoy el “hacerlo impunemente” se haya vuelto fácil, casi rutinario.
–La historia va a corregir a Díaz Ordaz: ahora no sólo es fácil desaparecer a las personas, sino que es fácil hacerlo impunemente –responde Ovalle–. Esto sucede no sólo porque no se ha castigado a nadie por estos crímenes, sino también porque hemos sido incapaces de hacer una revisión crítica de nuestra historia como sociedad, como Estado, como clase política.
Es impresionante cómo seguimos en una política de negación. Sólo hace poco el gobierno actual ofreció una disculpa pública a una sobreviviente de desaparición forzada (Martha Alicia Camacho Loaiza, ex integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre), pero en realidad falta un reconocimiento del Estado mexicano respecto a lo ocurrido.
–En tu libro enfatizas que a partir de mediados de los 70 el Estado mexicano usó la desaparición forzada como una estrategia contrainsurgente.
–Tendemos a pensar la represión como una reacción violenta de los cuerpos del Estado, cuando en realidad se teje a partir de políticas. Cuando digo que la contrainsurgencia fue una estrategia, me refiero al hecho de que fue una política de Estado: se tuvo que administrar recursos, diseñar o modificar instituciones, preparar personal especializado.
Traté de demostrar en el libro dos cosas fundamentales. Primero, que la desaparición forzada no había sido un exceso individual: no fue obra de un conjunto de militares y policías enloquecidos, sino que estaban alineados a instrucciones de los altos mandos, y que fue sistemática porque fue guiada por procedimientos burocráticos definidos. Segundo, que para hacer eso se tiene que construir una política de Estado que al fin y al cabo es una política pública: organizar recursos y materiales en el tiempo y el espacio para intervenir en la sociedad.
En los 60 y 70, en torno a la desaparición había una política diseñada desde las dependencias federales en su más alto nivel y aplicada hasta las dependencias estatales y municipales. Participaron la policía y el Ejército, pero también los ministerios públicos, el Poder Judicial.
En el caso de Guerrero, por ejemplo, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes participó para abrir las rutas por donde iba a pasar el Ejército hacia las comunidades. La creación del Instituto Mexicano del Café también sirvió para soltar muchos recursos con la intención de quitarle la base social a la guerrilla. Aunque en las desapariciones forzadas de ahora participen agentes del Estado, no queda claro que sea una estrategia de Estado.
Guerrero: la población civil como objetivo militar
Camilo Vicente Ovalle enfoca su investigación en tres estados clave: Oaxaca, Sinaloa y Guerrero, donde la desaparición forzada se puso en práctica en manera particularmente intensa durante las décadas examinadas. Mientras los capítulos sobre Oaxaca y Sinaloa son enriquecidos con entrevistas a ex detenidos-desaparecidos, el apartado sobre Guerrero se basa casi exclusivamente en el material conservado en los archivos.
Sobre esta diferencia, el autor explica que en Guerrero tuvo que interrumpir el trabajo de campo. Era otoño de 2014: la noche de Iguala y la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa acababan de estremecer a la entidad, dando paso a otro tiempo, otros ánimos.
–¿Qué lugar ocupa Guerrero adentro de la articulación y construcción de la desaparición forzada como estrategia de Estado?
–Durante mucho tiempo se ha querido construir a Guerrero como el laboratorio de la contrainsurgencia pero es inexacto, en otras partes de México ya había habido desapariciones. Más bien, el caso de Guerrero es muy particular no sólo por el número de desapariciones que se dieron, sino porque es donde se operó un cambio importante en la contrainsurgencia: es aquí donde se deja de entender a la población como el contexto de la insurgencia y se pasa a concebirla como la fuente de la insurgencia.
Es en Guerrero que la población se transforma en un objetivo militar al que hay que atacar. Si entre fines de los 60 y principio de los 70 la estrategia fue disputar políticamente con las organizaciones guerrilleras el apoyo de las comunidades, después del 72 eso ya no pasa. La población se vuelve objetivo militar porque es la que alimenta y apoya a la guerrilla.
El primer caso emblemático de este cambio se da con El Quemado: ocupación militar de la población, control de accesos y salidas, traslado de los hombres a las cárceles de Chilpancingo y Acapulco. Eso lo vemos después en Sinaloa, en 1977 y 1978, con la Operación Cóndor: lo que hacen es atacar, cercar y desplazar comunidades completas.
Entonces, fíjate: el Ejército y las policías, que para esos años ya no combaten la guerrilla sino el narcotráfico, son el mismo Ejército y las mismas policías formadas en la contrainsurgencia, y sus tácticas son contrainsurgentes.
De la contrainsurgencia al narco
Estas tácticas no sólo se empiezan a utilizar en el combate contra el narco, también transitan hacia otros ámbitos, lo cual sucede de dos maneras: por un lado hay miembros del Ejército, de las policías municipales, de la Secretaría de Gobernación, que pasan al servicio del narcotráfico. Pero la otra vía, que está menos explorada, son los funcionarios que aplicaron la contrainsurgencia y que van a encabezar las policías estatales y municipales entre los 80 y 90.
Sería importante conocer a dónde se fueron todos estos funcionarios, militares y policías que participaron en la contrainsurgencia. Hay elementos que indican que en estos pasajes podemos encontrar, no digo una causa, sino una genealogía de por qué ahora las policías estatales y municipales son las que participan en las desapariciones.
Existe una memoria institucional que se debe investigar. A mitad de los años 80 la desaparición forzada deja de ser una política de Estado, pero se mantiene como práctica en estos niveles locales.
Guerrero y Sinaloa son piezas clave para entender la transición de la violencia contrainsurgente hacia la violencia que estamos viviendo ahora; lo que haya pasado en estos estados entre fines de los 80 y principio de los 90 nos va a explicar mucho.
Hostigamiento militar y política de hambre
–¿Cuál es el legado o la herencia que la contrainsurgencia deja en Guerrero?
–En Guerrero desarticulan las organizaciones sociales y guerrilleras, pero las comunidades conservan la memoria de la lucha. Durante la década de los 80, después de la caída de Lucio Cabañas, se continuó hostigando a las poblaciones militarmente y también en algo tan básico como la alimentación.
La política de hambre fue muy clara en Guerrero: no hubo inversión en el campo, en materias productivas, había que someter a la población de manera total.
La memoria contrainsurgente permanece en Guerrero de manera muy fuerte, además, porque nunca hubo un proceso de depuración institucional. Las policías locales son esas viejas policías de la contrainsurgencia. Y esta época no está muy lejos, a mediados de los 90 aún existía una política contrainsurgente: masacres como la de El Charco son una muestra de esto.
Por eso, en el caso de Guerrero, no hablaría de la contrainsurgencia en términos de legado, sino como una política continuada. Quizá no se trate de una política llevada a cabo siempre de manera global, pero sí muy marcada por los poderes locales.
La construcción de una verdad de Estado
–Regresando al contexto nacional, llama la atención, como señalas en Tiempo suspendido, la falta de estudios sobre el fenómeno de la desaparición forzada. ¿Por qué la academia llega tan tarde a investigar el tema?
–Por la propia estrategia del Estado. La contrainsurgencia no sólo fue el aniquilamiento de un sector de la izquierda, al mismo tiempo fue la construcción de una verdad de Estado. Esto implicó un nuevo ordenamiento político incluso de las fuerzas de oposición.
Al final de la década de los 70, justo en el periodo más álgido de las desapariciones, comienza una etapa de reforma política en donde el Estado –y este es un tema que la izquierda mexicana tiene que asumir de forma autocrítica, comenta Ovalle– escoge y valida cuál tipo de oposición puede existir. La reforma política, entonces, refuerza el discurso que presenta al insurgente ya ni siquiera como un criminal, sino como un loco. Porque el Estado dice: “están unos locos que no entienden nada, pero hay una izquierda moderna que sí quiere participar”.
Ahí está un espacio en que la academia tiene una cierta importancia… Esto no aparece en el libro, pero creo que lo voy a publicar pronto, ¡aunque es probable que me saquen de todos los espacios académicos! –una carcajada estremece por un momento la compostura del historiador–. Bueno, creo que el sector de la academia que podía haber denunciado estos hechos no lo hizo porque venía de esta izquierda que había sido beneficiada por aquella reforma política y que había estado confrontada con el sector radical de la izquierda, principalmente con la guerrilla.
Durante mucho tiempo esa izquierda, que ocupó todas las plazas académicas, acusó al movimiento guerrillero de ser el promotor de la violencia de Estado. ¡Y en esta acusación casi casi los hacían responsables de su propia suerte!
Entrevisté a gente que había militado en partidos políticos, por ejemplo el Partido Comunista Mexicano –del que este domingo se cumplieron 100 años de su fundación–, en los 70 y 80. Les pregunté por qué el PCM no se había sumado de manera inmediata al reclamo por los desaparecidos y me dijeron “pues es que no eran nuestros desaparecidos. Eran los desaparecidos de quienes habían sido incluso enemigos nuestros en el conflicto político”. Esta postura generó un vacío en los estudios sobre la desaparición forzada –concluye Camilo Vicente Ovalle.
Texto: Caterina Morbiato / Foto: Cortesía