22 julio,2023 4:58 am

El lago

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

 

Alan Valdez

 

Es pleno verano en esta llanura. El clima es más que generoso. El pasto y los árboles se regocijan tanto de sí mismos que el verde apenas les alcanza para decirse completos, así que mejor recurren al aire. Y el aire nos reburuja a ambos el cabello hasta provocarnos una risa que nos recuerda porqué somos amigos.
Regresé a buscar algo, pero no sé muy bien qué. Difícilmente se saben este tipo de cosas. Por eso emociona. No saber es emocionante. Sólo algunas veces, por supuesto. Nos ponemos al corriente. Caras serias en algunas partes del relato. Sonrisas en otras. Así es este negocio. Toco por primera vez el pasto con mis pies sin calcetines y cada pisada que doy me recuerda pasos que di en este mismo lugar hace algunos años, cuando aún no me dedicaba a decir cosas.
Es evidente que llevo semanas regresando a un interior que se me presenta tan desconocido que no sé cuándo termine de recorrerme. Sé que el allá afuera también importa, pero algo me nombró las entrañas y necesito responderle. Esto quizá sea un intento y nada más.
Escuchamos música, en cierto sentido estamos compitiendo por quién pone la mejor canción. Es un ganar-ganar. Planeamos el día de mañana. Ir al lago es mi única petición. No sólo para ti, sino para la vida. Y habiendo disfrutado de la tarde en tu casa, decidimos ir a cenar.
En el restaurante ella nos alcanza. Pedimos cocteles y nos damos a probar la elección que hizo cada quién. Los disfruto, pero más que el hecho del distinto sabor, es el gesto de compartir el líquido lo que me hace participar en este juego. Multiplicar el agua. Algo así. En medio de eso, les pregunto cómo se comprometieron. Los detalles de la historia importan, pero no tanto como la forma en que cada uno se responde la secreta mímica amorosa que se han inventado para ser desde hace cuatro años.
En medio de una risa, después de la especificación de cómo sacaste el anillo de tu bolsa, me invade la idea de si yo algún día haré lo mismo. Ya sabes, la casa, el patio los domingos, la familia de visita, la hipoteca compartida. ¿Será? Decidimos seguir el ánimo y me proponen un pequeño tour por algunos lugares de la ciudad.
Llegamos a una terraza. La ciudad se expone a sí misma bajo un sol a punto de retirarse, pero no sin antes proponer unos rosas y morados que, de tan elocuentes, creo que no volveré a sentirlos así en mi vida. Quizá. Ese tipo de cosas pasan más seguido de lo que uno cree. Las últimas veces. Es más, no siempre uno puede darse cuenta de que se está inaugurando el final de algo. También es emocionante. Sólo algunas veces, por supuesto.
Me preguntan sobre vivir en la Ciudad de México. Mi respuesta es rápida y contundente, casi parece que la he practicado con la obsesión de un deportista a punto de ganar contra sí mismo. Y concuerdan conmigo en que siempre hay que confiar en ese delicado animal que susurra antes de dormir. Y claro que tú no desaprovechas la oportunidad para que aparezca Mary Oliver de manera impecable desde tu memoria: Sólo tienes que dejar que ese delicado animal, que es tu cuerpo, ame lo que ama.
¿Qué amo? Me pregunto, entonces, pero no respondo porque el cielo sigue haciendo lo suyo con esos colores y me parece más urgente hacerle caso a lo que el verano está intentando comunicarme en esta tarde del 18 de julio. Y lo hago, escucho e intuyo de su lenguaje de luciérnagas a la orilla del río, una sola palabra, y aunque la palabra parece lo suficientemente nítida a botepronto, es en realidad críptica, por no decir, silenciosa.
Nos retiramos a otro cocktail bar. La dinámica de intercambiar tragos ya se queda con nosotros. Y como era de esperarse, contamos historias tontas de fiestas en la universidad y del amor pequeño que llega a suceder sólo en verano.
Ahora ella y yo conversamos de si le gusta su nuevo trabajo. Aunque hablando de estas cosas, todo lo que se va pronunciando viene siendo la arquitectura que permite concretar ese doblez que el pero ejerce sobre nuestro discurso, cualquiera que sea, para así, definitivamente continuar la conversación hacia el tono más sincero. Y cerramos la plática de ese tema con un clasiquísimo en realidad, ¿quién está completamente satisfecho?
Ella nos deja, deseándonos disfrutar el resto de la noche. Trabaja mañana. Muy temprano. Nosotros, al menos por un día, no. Y vamos al último lugar. Ahí, yo y tú hablamos de cosas que en realidad nunca habíamos dicho. Algo inicia. Y nos saludamos en gratitud como si por fin nos hubiéramos encontrado. Sonreímos porque nos acabamos de volver a conocer, y con ese apretón de manos, decidimos también irnos a descansar porque en la mañana vamos al lago.
Despierto sintiendo que me faltó dormir más, pero abandono la necesidad de seguir acostado porque quiero ir a ver cómo amanece. Tus perros se dan cuenta de mi mañana. Tú aún sigues dormido y el auto de ella ya no está. Son las 6 de la mañana en punto y para mí este tipo de luz que comienza a alzarse aquí se me asemeja más a una luz de las 8 y tantito.
Me siento en los escalones de la entrada. Escucho algunos pájaros. Su trino es nuevo para mí, pero aún así me advierte que el día será pulcro, casi una promesa de que nada interrumpirá mi disposición para sentarme en la orilla a digerir la idea de cómo el sol y cómo las olas y cómo todos nosotros somos una metáfora de algo que aún no se ha acabado de pronunciar.
Abres la puerta. Me ofreces compartir el café e intercambiamos un breve recuento de las partes más luminosas de anoche. ¡Fue divertido!, sentenciamos casi al unísono. Me sugieres un lugar para ir a desayunar, o para ser más justos, acabamos yendo a un lugar que ella nos recomendó en medio de un coctel que ahora no recuerdo como se llama, pero que era igual de colorido que un Papagayo. Un papagayo líquido.
Al llegar al restaurante te cuento una historia que se me ocurrió desde hace muchos años, pero que nunca he escrito. Algo sobre un mago en una feria de pueblo que tenía como truco estelar meter la mano adentro de un espejo y sacar cualquier cosa que se reflejara, menos, había que especificar, y esa era la tragedia, dinero o cualquiera de sus tristes equivalentes.
Me preguntas la razón de que no está escrito y lo único que se me antoja responder, aunque no sé si creo en ello, es que a veces hay cosas que es mejor no escribir y no por malas, sino porque la oralidad les permite vivir de una forma que la impresión en el papel no permite. Ahora que lo escribo es algo que diría alguien que me podría caer muy mal. Uno también es pura contradicción.
Por algo que no me queda muy claro, discutimos si se puede tener algo favorito de cualquier cosa. Asumimos que sí, pero que depende el día de la semana. Y proseguimos en tu auto el itinerario hacia el parque estatal donde está la entrada hacia el lago. Al estacionarte pensé que cuando era niño estaba muy seguro de mis cosas favoritas y me inquietó ya no tener esa determinación para delimitar el mundo.
Extendemos las toallas. Pones unas canciones de Bob Dylan y quedo anonadado de lo contundente que se mira el azul del lago. Decido entrar en esa oscilación sin titubeos. Siento como mi cuerpo por fin detiene un antiguo reclamo.
Ya en el agua nos preguntamos la razón de nuestros nombres. Ninguna de las cosas que decimos es más satisfactoria o llega más lejos del simple, no lo sé, mi madre y mi padre así lo quisieron. Hay algunos perros corriendo, hay otras personas acomodando sus sombrillas y algunos veleros van con tal ligereza sobre el agua, que por unos minutos creo que ahogarse es tan sólo algo que se les cuenta a los niños para que no se metan a nadar de inmediato después de haber comido.
Nos recostamos sobre las toallas. No sé qué significaba cumplir años, pero tampoco me molesta no saberlo. Recuerdo mi cumpleaños anterior, pero detengo el repaso cuando siento cómo el sol me exige el presente. Tomas algunas fotos con una cámara instantánea. Luego me la prestas y yo tomo algunas otras más. Nunca lo había hecho. Me siento presa irremediable de la era digital cuando al revelarse la foto, trato de usar mi dedo índice y pulgar para abrirla en zoom. Creo que no te das cuenta.
Decidimos volver a casa. La propuesta es cocinar algo los tres y a mí me parece bien. Cada quién realiza una parte de la receta. En medio de la comida me desean felicidades. Sonrío de nuevo y el verde de los árboles tiene una intensidad que no recuerdo de otro momento. Recogemos los platos y ordenamos la cocina. Todo está en su lugar y nadie tiene duda alguna de lo que cada quien merece, al menos después de esa comida. Estar satisfecho, creo así le dicen a esa breve sensación.
Decidimos seguir la conversación un poco más en el patio. Después, ya casi a oscuras, uno a uno se va yendo. Me quedo solo mirando al bosque adoptar la falta de luz cómo su verdadera ambición y forma. Debe ser increíble ser un animal y no tenerle miedo a lo que no se ve. Debe ser increíble ser aquello que no se ve.
Me meto a mi habitación, mañana tengo que cruzar casi un país entero, pero siento una vitalidad insospechada por el viaje. Me recuerdo un poco más joven, las imágenes no son muy precisas, y mejor no insisto en nada y dejo que mi memoria haga lo que desea. La alarma debe sonar de nuevo a las 6 de la mañana y cierro los ojos como si todo me hubiera sido devuelto.
La alarma justo suena. Me alisto. Tomo agua. Ahí está el bosque que ahora ha recuperado su falsa forma. No me siento diferente por fuera, pero al observarme por el espejo retrovisor de tu auto, algo pronuncia mi nombre de un modo que no me había conocido. Tampoco insisto en esa idea y dejo que mis años hagan lo que quieran. Lo hacen.
Me dejas en la estación. Nos abrazamos de despedida y mutuamente nos damos las gracias por este día y medio de visita. ¡Hasta el próximo año!, decimos y al mismo tiempo que la ciudad se hace nada por el vidrio mientras me alejo de la estación, alguien me susurra para qué he venido hasta acá.
La situación es que no sé si le creo. No creer es emocionante. Claro, sólo a veces.