27 agosto,2024 6:13 am

El arte de ser un flagelo

 

 

(Segunda parte y última)

 

Federico Vite

 

En la novela Vía Gemito (Italia, Feltrinelli, 2000, 389 páginas), de Domenico Starnone, la voz narrativa es el autor. Usa el diminutivo de Domenico, Mimì, como un personaje que entra y sale del pasado. Analiza a su padre. Rememora, expone, indaga y describe. Así da cuenta de la vida de Federì. Y con él establece un vínculo de masculinidad imborrable, aunque no siempre están en buenos términos.

Esta novela también indaga estéticamente la obra plástica del padre, porque en la medida que se va revelando la personalidad de Federì, el lector entiende que la violencia no nace de una mera reacción al entorno adverso, sino que toda esa energía acumulada no encontraba el cauce adecuado en el papel rígido de la masculinidad tóxica. Toda la energía creativa de un pintor se fue acumulando hasta encontrar el punto de fuga y, mal que bien, logró pintar un poco y con fortuna.

El abuelo Domenico fue quien empezó el eslabón de masculinidades. Mientras recogía a Federì de la escuela primaria recibió la noticia más tenebrosa que podía oír un hombre en el alba del siglo pasado: “Su hijo tiene una habilidad natural para el arte plástico. Debe llevarle lo más pronto posible a estudiar”. Y la respuesta inmediata de don Domenico, cuando Federí tenía diez años, fue simple: el hijo debía irse a trabajar a las vías del tren, como un hombre. Ahí se hizo adulto, al molde viejo de ese canon; eso lo alejó del arte plástico, pero no fue desarraigado del todo, porque Federì lograba ganarle tiempo a su vida obrera para estudiar composición y aprender a mezclar colores. Finalmente hizo su obra.

Mimì usa la novela para recordar cómo fueron esos momentos en los que el padre pintaba uno de los cuadros más interesantes del relato, uno de gran formato y que le dio muchas satisfacciones a la familia: “La manta abarcaba prácticamente toda la habitación; como no lograba terminar la pintura, debíamos dormir encogidos, sin movernos mucho, porque los pinceles, la paleta, las pinturas podrían derramarse. Era una imagen enorme de un pescador. Tardó algunos días en terminarla”. Aparte de todo, Federì debía trabajar aprisa, debía apresurarse con sus encomiendas. Salía de casa, iba al trabajo y regresaba completamente agotado para darle vida en el lienzo a algo que a la postre se convertiría en un premio; seguido de ese premio vino otro y otro más. Recibió dinero, algo impensable para los los cercanos a Federì, y se hizo de prestigio.

I bevitori / Los bebedores fue uno de los cuadros que el autor de la novela se propuso localizar en los museos de Nápoles, de Roma y los alrededores: Positano, Salerno, etcétera. Buscó el legado de su padre. Pero no tuvo fortuna. En el trayecto vino a su mente un hecho: cuando ganaba un premio, el humor de Federí cambiaba. Se lograba en él una metamorfosis. Era dulce con la esposa, Rusiné; la mimaba, la cuidaba e incluso le hablaba bonito: ponían en práctica uno de los dialectos que conocían. Mimì cree que se comunicaban en véneto. Recordemos que vivían en Nápoles, pero su idioma secreto era el véneto. Y Federí decía que llevaba sangre alemana en las venas. Sus maestros de pintura, cuando pudo tenerlos, veían en él a alguien con un futuro fulgurante, pero no tuvo la instrucción necesaria ni las relaciones sociales adecuadas. Conoció lo amargo del mundo y suavizaba esa experiencia con la pintura.

Starnone estudia a Federì; se decanta por los recuerdos artísticos de un hombre que fue educado para ejercer la violencia. No tenía muchas opciones para crecer. Como pudo se hizo adulto y como pudo se hizo pintor. A la sombra del pintor quedan el esposo, el padre y el compañero de trabajo. ¿Por qué Mimì buscaba I Bevitori? Porque mientras posaba para ese cuadro descomunal, ancho largo y complejo, se dio cuenta que la composición estaba “equivocada”, e intentó “arreglarlo” haciendo pequeños desplazamientos hasta adoptar la posición que creía correcta; temía que al señalar el error su padre convertiría ese momento en un infierno. Y en cierta forma, esa escena expone muy bien la dinámica familiar: todos debían hacer lo señalado por el padre, aunque fuera un error el mandato.

Mimí intenta reconstruir los acontecimientos que caracterizaron su infancia y, para ese efecto, viaja a Nápoles. Rastrea hechos que marcaron su existencia; recorre esas mismas calles por las que había caminado de niño, va en busca de los cuadros de su padre, que acabaron colgados en oficinas públicas, pero al final aborta la misión. No encuentra el cuadro que marcó su infancia (Los bebedores) y deja que los recuerdos se expandan por los alrededores de Vía Gemito, cuando él, como niño, se hizo distinto a su padre, porque su padre le propuso una cosa: “Yo no me voy a meter en lo que tú elijas, no lo voy a hacer, porque mi padre fue un obstáculo; yo no quiero serlo para ti”. Pareciera un efecto cursi del relato, pero esas frases, simples frases, condensan la enseñanza de una vida. Y desactivan así el flagelo de masculinidades tóxicas iniciado con el abuelo.

La tercera parte del libro se titula Il ballerino y el autor narra con gracia que durante la etapa de viudo, Federì se dedica a practicar diversos tipos de baile en salones musicales. Esa fue la última estancia vital, en la que pintó menos, pero vivió más. Quizá se trate de la etapa más feliz de un hombre que parecía inagotable, pero ya entrada la vejez se dedicó a pensar en lo que había pintado: la mayoría de los cuadros estaban signados por el realismo socialista. Probablemente por eso, su obra fue colocándose en oficinas públicas; esa fue una tragedia, pero en aquel momento era lo único a lo aspiraba un pintor pobre, un pintor camarada, sin padrino, sin apoyo.

El otro bastión que critica Domenico es la visión que se tenía de la mujer en Italia (y en el mundo), porque la mujer del sur de Italia, después de la Segunda Guerra Mundial, era vista como un objeto. “Buena para tener hijos; debe quedarse en casa para no avergonzar a su marido en reuniones sociales”. Quizá la peor referencia, pero ilustrativa, sea el hecho de que mucha gente aseveraba que una “mujer es feliz sólo cuando está embarazada”. Rusiné, en algún punto de la historia matrimonial, intenta rebelarse, quiere hacerse cargo de un negocio de sastrería y, por supuesto, mostrar su belleza en público, pero los temores de Federì literalmente la enfermaron. Fueron un lastre. Con todo eso encima, Rusiné logró marcar su territorio y trabajar por cuenta propia en casa. Pero el motivo del libro es justamente comprender cómo fue posible que Federì apaciguara su ira. La intención es hermosa; la resolución de Starnone es impecable. Abreva del pasado para reconstruir un artefacto poliédrico. Logra que el lector vea las facetas de Federì y nos regala esta idea que bien podría entenderse como una petición de principio: “No puedo distinguir entre lo que vi y lo que él me hizo ver con sus palabras”. En el fondo, esto es lo que siempre pasa con los padres, nos pintan el mundo con sus palabras. Como una fachada para nuestros apetitos y para nuestras esperanzas.

Vía Gemito no se ha traducido al español, pero es un documento espléndido, áspero y en muchos momentos incisivo; sobre todo, resulta atractivo para quien intenta diseccionar las paternidades tóxicas. Finalmente, la traducción de las frases entrecomilladas es mía.

 

@FederìVite