(Primera de dos partes)
Federico Vite
Desde hace años, el Acapulco Náutico es una zona oscura y devastada. Pero antes podía verse el resplandor verde sobre la bahía de Acapulco, el corazón artificial de la discoteca B&B, un sitio que yo recuerdo, en los años 90, como un verdadero paraíso. Fui de parranda unas cuantas veces y en el año 2001 me mudé a esa zona, pero las cosas ya estaban muy tristes. Seguía abierta esa disco, pero el ambiente ya se percibía como el de un funeral. Toda esa región está completamente deprimida ahora, después de los huracanes Otis y John, pero en los albores del milenio yo trabajaba en las oficinas de El Sur como corrector y regresaba en bicicleta a casa. Recorría diariamente desde el Fraccionamiento Hornos hasta Caleta. Manejaba a oscuras, porque la iluminación pública siempre ha sido un fiasco en esa parte del puerto. Iba sumergido en la tenebra y recuerdo que solía escuchar el programa radiofónico La Mano Peluda, transmitido en Radio Fórmula, aún en Amplitud Modulada. Usaba mi walkman y pensaba que no había un mejor momento para pasear que la noche profunda. Sabía que rebasando el carcomido y escarapelado edificio de la CROM se ponía más tensa la atmósfera. Obvio, yo no tenía celular, iban en tenis, con pants y una playera, sólo me acompañaba mi eterna mochila al hombro. Iba de regreso con muy poco dinero en mi bolsillo (el temor a los asaltos siempre ha sido latente) y muchas ganas de acostarme. Justo en la calle Las Palmas, el atajo para llegar a Sinfonía del Mar y a La Quebrada, se me ponchó una llanta. Pero nada podía quitarme el buen humor de ser yo, así que continué mi camino y en la entrada de La Bodega vi a un grupo de borrachos que estaban jugando baraja. Al cruzar por su camino los saludé y me respondieron con una complicidad entrañable. Antes de llegar al inmueble de la Arena Caleta Náutica apagué el radio. Limpié mis ojos y noté que justo a la altura del puente que conecta ahora la Arena Caleta y el Walmart express (que desde hace un año se mantiene en reparación porque la gente rapiñó, destruyó y dejó en ruinas ese negocio) una bolsa de plástico ascendía y bajaba, rozaba el suelo y emprendía de nuevo el ascenso. No pasaba ningún auto, no había persona alguna y yo juraba que ese plástico blanco no podía moverse solo por el aire de esa manera tan inteligente. El otro detalle, de suma importancia, es que no corría viento. Y el plástico iba de un lado a otro de la calle. Ondeaba. Se comprimía y volvía a expandirse. Supuse que alguien lo estaba jalando con un hilo y creaba así el efecto de movimiento diligente. Me detuve a contemplar la escena y constaté, a corta distancia, que no había hilo y que el viento tampoco corría. Seguí caminando, despacio, porque literalmente estaba empujando la bicicleta. Llegué hasta la avenida Suiza, en el 2001 aún no existía la estatua de Tin-tán. Eché una mirada y la bolsa seguía haciendo exactamente lo mismo. Pensé en las historias que había oído en el programa de La Mano Peluda, apariciones, duendes, demonios. Por ejemplo, recuerdo mucho que un vigilante de San Miguel Allende había contado que dio un rondín en el almacén que cuidaba y vio a un Minotauro caminando en el estacionamiento de ese negocio. Yo miraba hacia todas partes, seguían sin aparecer autos ni personas. Ya fuera por la densidad de los amates o por la falta de luces en la zona, sentí que estaba encapsulado en una noche interior. El trayecto se me hizo eterno. Probablemente por una serie de pensamientos oscuros creí oír que alguien se reía, fue un sonido infantil que se acompañó de una palabra: “Mami”. Apresuré mis pasos y el rechinido de la bicicleta me pareció un escándalo. Me acercaba al hotel La Joya, ahí ya había luz. Estaba abierto un depósito de cervezas, cerca de la gasolinera de Las Américas. Hice una parada y le conté al tendero, a quien ya conocía, que había visto una bolsa moviéndose de un lado a otro de la Costera. Sonrió. Me dio mi cerveza, destapó otra para acompañarme y comentó: “Cuando yo era niño por ahí había ojos de agua y vi chaneques; muchos chaneques, así que deben ser ellos”. Seguimos hablando de eso; me contó que cuando los chaneques andan felices se oyen risas, como de niño. Son bien juguetones, agregó. A mi hermano se lo llevaron, pero mi abuelo lo rescató, expuso. Llegaron unos taxistas a comprar dos cartones de cerveza y yo seguí mi camino. Obviamente no creí todo lo que me contó el tendero, pero logró su cometido: ¿podían haber sido los chaneques los que movían la bolsa? Caminé más despacio; mucho más relajado. Estaba frente al hotel, ahora conocido como Acamar, ahí había un supermercado y compré un par de cervezas en lata. Las envolví en la bolsa de plástico oscuro que me dieron y las acomodé en mi mochila. Subí por la irónicamente nombrada Gran Vía Tropical. Avancé más despacio, entre hoteles bulliciosos, autos estacionados en doble fila y autobuses. Hice una pausa para respirar y giré la cabeza hacia la playa. El Faro de La Roqueta me iluminó. Y a pesar de que yo sudaba sentí la respiración marina del oleaje y pude ver una serie de luces en el mar. Tuve la impresión de presenciar el ritual nocturno de un prodigio adormilado. Y subí a casa. Seguí empujando la bicicleta, una y otra vez, con una energía renovada. Un kilómetro adelante giré a la derecha. Después de bajar cincuenta escaleras entré al departamento. Acomodé la bicicleta y me di un baño. Al salir vi que la bolsa en la que había guardado las cervezas estaba en el suelo, moviéndose lentamente. Aún no entiendo cómo se salió de la mochila. Pero ahí estaba, a media sala. Sonreí, no porque dudara de mi razón, sino porque supuse que los chaneques eran una energía, no un cuerpo físico. Y metí la bolsa en un cesto de mimbre. Guardé las cervezas en el refrigerador. Me recosté y soñé que un enano de cabeza enorme entraba a mi habitación y de un brinco se posaba en mi pecho. La densidad de su cuerpo me fue asfixiando. Abrí los ojos y encontré sobre mi plexo solar la bolsa de plástico oscuro que horas atrás había puesto en el cesto. Preparé café y deduje que algún día escribiría sobre esto. También pensé en otro caso raro, uno que me ocurrió cuando yo trabajaba en un taxi y fui a dejar un pasaje a Luces del Mar. Vi algo que me cambió la forma de entender el más allá o la muerte, o como usted quiera llamarle al “término” de nuestra vida mundana. Se lo cuento la semana entrante.