22 octubre,2017 4:45 pm

A Amecameca no la salvó ni el Señor del Sacromonte

Amecameca, Estado de México, 22 de octubre de 2017.  Cuando sintió la ensañada rascadera de la tierra y vio que las paredes de adobe de su casa se trozaban como piñata, a Yael se le montó un susto de esos que explotan como cohete desmechado y que exprimen el alma sin aviso, como cuando se tienta uno el pantalón y se encuentra una víbora en la pierna.

Días después, al pie de los destrozos de lo que había sido su vivienda, cuando la emergencia por el sismo se había adormilado, una vez rescatados el puñado de triques y muebles desvencijados que con intensas dosis de acicaladas pudieran salvarse del basurero, el abuelo Adrián Juárez López entendió que su nieto Yael seguía sin poder gobernar sus temblorinas y decidió liberarlo de ese abusivo y traicionero terror que lo tenía secuestrado.

Como marca ese añejo ritual que pareciera se transmite en la leche materna de los habitantes de los volcanes, porque no está escrito en ningún recetario, él y su esposa buscaron una mazorca de maíz seco de granos rojo-ladrillo y la fueron dejando chimuela. Siete de los dientes trozados la mujer los acurrucó en una tela blanca que apretaba en un puño, mientras los preparaba con un rezo.

–¡Vuelve a ti, Yael!

Ordenaba ella a gritos al niño del alma huida mientras –¡plap!– soltaba un grano a que se diera su chapuzón en un traste rojo con agua, la que la escasez permitía, para seguir la usanza de sus antepasados más antepasados, los pobladores de las extendidas raíces callosas del volcán y la volcana, Popo e Izta, que cuidan el Valle de México.

–¡Vuelve a ti, Yael!

¡Plap!

A la séptima invocación el niño Yael pudo recuperar su joven alma que, cobarde y malcriada, había estado cabalgando arriba de su desbocado susto.

Los abuelos narran ese remedio para desalojar miedos enraizados en el tuétano después de que visitamos el recuerdo de lo que era su casa y las de sus tres hijos, sus esposas y sus respectivos chamacos. Tres generaciones vivían en esa casa hecha trizas marcada con el número 77 de la calle Rélox en el barrio de Atenco.

La imaginación de lo que era la casa de la familia Juárez se tiene que apoyar de los trazos que marcan las paredes que quedaron en pie, así como de los cimientos marcados en el suelo que indican que, donde ahora hay un vestigio de los que embelesan a arqueólogos, antes hubo una habitación, o donde antes era una casita alargada en el centro de su terreno ahora existe un solar del que se cosechan escombros, vigas haraganas tendidas sin peso y bisutería de lo que había sido su vida.

Los Juárez no pudieron salvar nada porque la misma tarde que los meció y remeció el temblor en su casa se hizo presente otra señal de mal agüero: una tal “diputada Ivette” (Topete García) acompañada de un arquitecto que les dijo que desensillaran el miedo, durmieran tranquilos y no se apuraran en sacar nada porque la habitación era maciza. Pero, al siguiente sol, la casa entera se desmayó. Nada pudo salvarse del desquebrajamiento y la polvareda que anuncia la pérdida total.

Lo que no se cayó ese día tampoco existe. Con la misma fuerza de quien quiere desquitarse de la saña de la naturaleza, la envidia de los malenvidiosos o la mala suerte del destino, los hijos de don Adrián agarraron a golpes de mazo los muros que quedaron alzados. Sabedores de que no podían esperar a que el municipio les mandara máquinas que les echaran una mano, ellos mismos derrumbaron paredes antes de que se desgüanzaran solitas, previniendo que con sus traicioneros derrumbes desgracien a alguno de los niños al que pudieran agarrar desprevenido.

A los Juárez nadie los pudo salvar de la fatalidad que no avisa, ni siquiera el milagroso Señor del Sacromonte –procurado por fieles de todo el país y el extranjero– y en cuya comarca se asienta el pueblo de Amecameca.

El propio Sacromonte, desde su templo en la cima del cerro, tuvo que aguantarse inmóvil, en su caja donde yace quieto, esperando su paseo nocturno cada Miércoles de Ceniza, en su tieso cuerpo negro de pasta de caña de maíz, viendo las tamañas grietas que se abrieron en su propio santuario, y el forcejeo que dejó vencida y pecho a tierra, sin techo y paredes, la capilla de su compañera y vecina, la Guadalupita.

Al santuario en la coronilla del cerro, que llega a mirar en un día 40 mil almas de fieles agradecidos, preocupados, o pedigüeños cada Semana Santa, que bienviene visitas desde los extremos más insospechados de la tierra todos los días, en el que aparecen ofrendas de comida de quienes le devuelven los favores recibidos, hoy se impide el paso con cintas amarillas y una reja cerrada supervisada por un vigilante.

Damnificados en sí mismos, Sacromonte y Guadalupita dejaron también a miles damnificados, miles de huérfanos espirituales.

No por nada el cerro sagrado, el cerro-templo que es lugar de culto desde tiempos prehispánicos –recibe todo el año multitudes que llegan para asegurar los buches de agua para sus cosechas, la fertilidad de la tierra, el buen año agrícola– está clausurado. La casa de todos, pues, quedó inhabilitada.

Marcela Turati / Foto: Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes, Universidad Intercontinental (UIC)