7 mayo,2024 5:37 am

Acapulco blues y los costeños que no existen

 

Federico Vite

Tanto en películas, como en series, en telenovelas y muchos libros de ficción y no ficción suele retratarse a los acapulqueños como bonachones, risueños y siempre preocupados por el bien de los demás. Nunca analizan el porvenir. Atisbo en esto una infantilización del costeño. Más aún si los vemos actuar desde espejismos: malhablados e insaciables tanto en lo sexual como en lo económico. Pareciera que no representan mucha complejidad creativa para un autor. Dicho de manera más precisa: los acapulqueños son buenos para hacer felices a los otros; nunca trabajan en beneficio propio y cuando lo intentan se convierten en delincuentes o mueren.
A este largo canon de curiosidades ingresa Acapulco blues (México, Lectorum, 2023, 455 páginas), del escritor David Martín del Campo, quien pone su talento al servicio de una serie de personajes que habitan la zona cosmopolita del Acapulco (el muelle Sirocco, las gringas y el hotel Flamingos) de los años 50 del siglo pasado. Esta novela de apetencia histórica no posee el rigor de un documento de época, pero usa algunos elementos (vida y obra de Apolonio Castillo, el hundimiento del barco Río de la plata) para darle estabilidad al texto. Y lo logra.
Aparece el escritor estadunidense Jack Kerouac, por ejemplo, y habla del realismo; Cindy Rudy, una de las enamoradas del protagonista –Antonio Camargo (Tony para los lectores)–, es familia lejana de Jack London. Deambula por acá la pandilla de Hollywood en el hotel Flamingos: Johny Weismüller, John Wayne, Errol Flyn, Cary Grant, Rex Allen, Tyrone Power, Roy Rogers, Red Skeleton, Fred McMurray, etc. etc. etc. Cineastas y millonarios, los socialités de la época, conviven con una pianista del ballet Bolshoi, con músicos locales que animan los paseos en yate. Ellos anudan la trama y logran que el puerto se convierta en una especie de campamento de verano, donde la gente convive a “37 grados centígrados”. Este dato lo pongo en duda porque en esa época no llegábamos a los grados mencionados. También hay otro dato impreciso, la distancia que hay desde Caleta hasta Icacos. El autor refiere que es de 6 kilómetros, pero es impreciso el cálculo.
El realismo no es lo que intenta potenciar Martín del Campo. A él le interesa una variante, algo cómico, cuyo tono de voz narrativa posee una pátina de humor, una afectación humorista que todo lo barniza con ese ligera edulcoración de la vida recreada en este libro, aunque los hechos narrados no son precisamente una comedia.
Algunos giros de la trama resultan predecibles; por ejemplo, los personajes encuentran un tesoro y se fugan en lancha, como en los mejores relatos de aventuras de Emilio Salgari. Esta novela tiene algo de la comedia mexicana expuesta en el cine hace algunos años: No se aceptan devoluciones (2013), ¿Qué culpa tiene el niño? (2016) y Nosotros los Nobles (2013); de hecho, Acapulco blues bien podría ser una fusión de estas tres referencias cinematográficas. Grosso modo, hablo de una comedia con toques de road movie, bitácora de viajes, novela epistolar, espionaje y relato de aventuras.
También debe señalarse que los desplazamientos realizados por el yate del protagonista Malibú dream (después se llamó Cindy) en la Bahía de Acapulco, Playa Revolcadero, Puerto Marqués y Pie de la Cuesta son vagos y pareciera que puede irse de un lado a otro sin problemas geográficos. No es que el autor deba explicar la presión de las corrientes de agua o la profundidad de las playas, no, pero hay un vacío informativo. Da la impresión de que todo está a cinco minutos en yate, como si fueran en Uber marino y vamos, las aguas que bañan Acapulco no son una pista de cuatro carriles.
El recorrido que hacen los personajes por el Acapulco de los años 50, la Costera y caminos alternos, también es difuso. Pero vamos, en aquel tiempo los turistas estadounidenses vagaban de un lado a otro, deseaban quedarse en este lugar por las bondades paradisíacas de la naturaleza, el clima y la tranquilidad; especialmente por la tranquilidad, aunque eso también fuera un mito, como lo refieren las novelas Acapulco (1977), de Burt Hirschfield;  y Le principesse di Acapulco (1970), del milanés Giorgio Scerbanenco, ambas inspiradas en violentos hechos reales.
A diferencia de estos dos libros mencionados, Acapulco blues es un texto  mucho más ligero, expone la vida en el puerto con una generosidad forzada que enmascara muy bien el rencor social que caracteriza a la gente de este puerto.
El problema central en la maquinaria de este libro es simple: los acapulqueños sólo existen para servir o para delinquir. Hay un librero, caso raro si se piensa en libreros y librerías en el puerto, pero no habla mucho, hace entregas a domicilio y procura a los lectores. Simple y sencillamente vemos gringos, alemanes, italianos, rusos, defeños (antes eran llamados así) que se sirven de los acapulqueños: taxistas, lancheros, meseros, veladores, tenderos, cocineros, no hay un solo que no se dedique a servir a los foráneos.
En Acapulco blues el lector testimonia un secuestro de extranjeros que fueron asesinados por lancheros y los cadáveres rescatados por el mítico Apolonio Castillo. Un hecho real, por cierto. Los millonarios, los policías y los propietarios de las embarcaciones no son de acá; los de aquí son el buzo y los delincuentes. Puesto así, los personajes no quieren ni desean entender el lugar en el que viven y el que explotan, porque incrementan su capital gracias al turismo, el mar y la pesca local.
El protagonista nace en un tranvía en la Ciudad de México, en la avenida Álvaro Obregón, ese hecho aparte de abrir la historia sirve como un trampolín humorista, pues cada vez que Tony lo menciona a una mujer genera algunas sonrisas que rompen el hielo y se consuma, por arte de magia, el affaire. A Tony no se le ve ninguna virtud, salvo la de ser bueno y que “aprendió a nadar solo”. Tiene el pene como gancho y desde muy temprana edad manifestó una virilidad punzante. “Es un buen hombre”, dice su pareja, pero no sabemos por qué. Vive por inercia. Huye de la desgracia y la desgracia tiene la intención de seguirlo.
Llama la atención un aspecto, si hay tanto “americano” en la trama y el uso corriente del idioma es el inglés, ¿por qué la novela parece impostada en el tratamiento que el autor hace del español, como si los personajes de esa época, sobre todo los extranjeros, hablaran un idioma muy parecido al de las películas mexicanas de los años 50 del siglo pasado? Me refiero obviamente a las películas de clase A, para toda la familia, las que tenían la intención de agradar al público y convencerlo de que Acapulco fue el Edén.
La prosa de este libro tiene oficio; la trama, aunque con algunos huecos, está bien resuelta por las habilidades narrativas de Martín del Campo. Esencialmente esta novela se vertebra gracias a los diálogos. Y es complejo, sin duda, reproducir la conversación entre una gringa y un lanchero o una sirvienta con un capitán de navío. Un capitán acapulqueño que grita entre borracheras: “¡Viva mi general Franco!”.
Acapulco blues está construido sobre la nostalgia de una idea muy manida: la postal paradisiaca del puerto. Acapulco fue lindo, pero tenía algo más que la playa, las gringas, el alcohol y la navegación. Algo que todavía no se ha dicho y que esperamos se asome lentamente: este puerto es hijo de los revolucionarios y, como todo revolucionario, perdió el rumbo en derivas caciquiles. Pero eso es harina de otro costal. Lo que hay es esta novela que nos deja, como muchas otras, lejos del primer plano. Lejísimos.