27 junio,2024 5:57 am

Acapulco, cómo han pasado los años

 

Anituy Rebolledo Ayerdi

El puente de San Rafael

El puente San Rafael, sobre el paseo San Vasco, fue construido en1873 por el gobernador Rafael Vasco, así llamado en honor del santo patrono de su autor. Tomará más tarde el nombre de calle México y en 1889 el de 5 de Mayo, conservado hasta la fecha.
Los acapulqueños de principios del siglo XX lo veneraban por un episodio protagonizado por el cura José María Morelos y Pavón, el 9 de marzo de 1811. El Generalísimo deberá tender su corpulenta humanidad sobre las frías lozas del puente, como único recurso para contener la caótica desbandada de sus tropas, repelidas por los defensores del fuerte de San Diego. Como en una película de caricaturas, el famoso Batallón de Negros frenará su loca y atropellada carrera poco antes despanzurrar al querido Jefe Chemita, resultado todo ello del engaño del realista José Gago, comprometido a entregar la fortaleza. El “puente de Morelos”, como también fue conocido, caerá bajo la piqueta del progreso y la modernidad. A nadie se le ocurrió preservarlo en calidad de reliquia histórica. Hoy, Obelisco a Morelos

El Cerro de las Iguanas

El Cerro de las Iguanas no correrá la misma suerte que otros sitios históricos o tradicionales de Acapulco. Por el contrario, fue acondicionado como plazoleta para disfrute del vecindario.
Bautizado así por la abundancia de reptiles de apariencia antediluviana –especie vigente no obstante su tenaz exterminio en pos de su carne deliciosa– el cerro de las Iguanas fue cuartel del generalísimo José María Morelos, en su primer intento de apoderarse de Acapulco.
La elevación será escogida casi un siglo más tarde para la edificación de un moderno hospital con el hombre de Juárez, en relevo Hospital Real, de la colonia, localizado en las calles del Mesón y del Brinco, hoy Galeana y Mina. Nosocomio construido por la administración municipal del doctor Antonio Butrón Ríos y que dará nombre al barrio rebautizado en 1917 como Morelos. Servirá hasta el advenimiento del actual hospital civil de Acapulco.

Fuerte de Casamata

El fuerte de Casamata se localizó en el cerro de El Herrador (donde hoy se asienta el palacio municipal), cuya construcción habría sido anterior a la del fuerte de San Diego, siempre en defensa de los piratas. Sus ruinas permanecerán hasta 1930 cuando sean barridas para edificar el hotel Papagayo. Su propietario, el olinalteco general Juan Andrew Almazán, secretario de Comunicaciones y Obras Públicas del presidente Ortiz Rubio, escogerá precisamente ese cerro para construir un gran casino de juego, para el que nunca obtuvo autorización oficial
Las ruinas del fuerte de Casamata, habilitado durante la Independencia como cuartel del espartano general Hermenegildo Galeana, resultaban atractivas para los tíquites escolares (pintas, pues). Allí, la chamacada jugaba a las “guerritas” utilizando viejos cañones coloniales y balas esféricas de acero. También se iba en busca de “ojos de venado”

La piedra del Mono

Otros tíquites gozosos se daban en la Piedra del Mono, atrás de La Mira, cuyos objetivos principales era devorar marañonas hasta el empacho, además de su fruto externo asado (nuez de la India) También, descifrar el mensaje cincelado en el monolito.
Una leyenda popular habla del desembarco de piratas en la ensenada de Potrerillo para esconder un tesoro de fábula, logrado apenas en el asalto a una Nao de Manila. Los grabados de la enorme “piedra del mono” indicarían el sitio del entierro Destacan cincelados en la roca una cabeza humana tocada con turbante, desprendida del cuerpo por un pez vela; un pelícano nadando, una escalera de 18 escalones, el pico de un pájaro apuntando hacia una figura en forma de arca y algo que alguien identificó como un mono de donde le viene el nombre.
Varias generaciones de acapulqueños han asimilado la conseja, excavando con frenesí en torno a la roca La búsqueda varios siglos, sin resultados, por lo que todo indicaría que el tesoro sigue ahí. A menos que La Piedra del Mono no haya sido dinamitada en aras de la urbanidad.

La leprosería de La Roqueta

La iniciativa para concentrar a los enfermos de lepra en la isla de La Roqueta fue del médico cubano-español Butrón Ríos, alcalde de Acapulco en varias ocasiones, no obstante su extranjería. El lazareto fue abierto en 1890 para aceptar incluso a los leprosos de arribada en barcos extranjeros. Sus instalaciones las describen Francisco Eustaquio Tabares y Lorenzo Liquidano Tabares, en el libro Memoria de Acapulco:
“Tenía varias piezas con corredor por los cuatro costados. Unos pabellones cercanos servían de habitaciones y cocina para los empleados y enfermeras. Debajo de los árboles de mango y ciruelas se abrió un pozo de agua. A los enfermos se les caían pedazos de carne de las mejillas, la punta de la nariz y las falanges de los dedos. La población de Acapulco vivía horrorizada con aquella presencia”.
La embarcación destinada al avituallamiento de la leprosería operaba por temor a los contagios a partir de la playa de Icacos y no del muelle del puerto. Con el estallido de la Revolución, nadie se acordará de aquellos infelices seres dejándolos a su suerte. El barquero aprovechará la ocasión para huir dejándolos en el más cruel desamparo. Los leprosos y leprosas permanecerán en la isla hasta agotar sus escasos medios de subsistencia. Luego cruzarán el canal de Boca Chica para perderse en el camino a Pie de la Cuesta. Corría el año de 1911.
El siguiente destino de La Roqueta será el de polvorín militar, hasta su estallido.

La piedra del Chivo

Dice Rubén H. Luz en su libro Recuerdos de Acapulco que la piedra con este nombre se localizaba en el cerro de El Grifo, a unos trescientos metros de la del Elefante, mucho más chica que ésta. Su forma era en realidad la de un carnero, pero alguien no muy ducho en zoología lo identificará con su pariente el chivo.
La Piedra del Chivo, según el mismo autor, desaparecerá cuando llegue el auge residencial a la península de Las Playas. Volará dinamitada para dar paso a un varadero particular. Subsiste una enorme roca con ese mismo nombre en el cerro de El Veladero, pero esta porque los chivos solían pastar peligrosamente en su superficie inclinada.

El callejón de El Piquete

No hay acuerdo entre los historiadores del puerto sobre si el nombre del callejón de El Piquete (hoy calle Francisco I. Madero, atrás de La Catedral), atendía a una plaga de bichos ponzoñosos o a la proliferación de asaltantes que picaban con verduguillos a sus víctimas. U otra razón no descrita aquí para no empañar ojos castos.
Lo único cierto es que la perdurabilidad de tal denominación tiene que ver con el nacimiento del maestro José Agustín Ramírez, el más grande cantor de Guerrero, autor, el 11 de julio de 1903, de Acapulqueña
La casa de los padres del poeta, el ex sacerdote José Ramírez Pérez y doña Apolonia Altamirano Victoria, La tía Pola, vecinos patio con patio con los Rebolledo Ayerdi (Independencia 5), se localizó en el callejón del Piquete. A la altura, exactamente, del arranque de la escalinata de su nombre actual, Francisco I Madero, para comunicarse con Lerdo de Tejada . Una placa de bronces conmemora el nacimiento.

La Pila

Una piedra como de tres metros de diámetro localizada en las inmediaciones del Campo Marte (actual área municipal de servicios administrativos) se distinguía por su forma de un mortero gigantesco. Quizás lo había sido durante la Colonia destinado a la elaboración de pólvora para la defensa del fuerte de San Diego. Cualquiera que haya sido el uso anterior de aquella la roca cóncava, los niños y los jóvenes del Viejo Acapulco le encontrarán el preciso: pileta para chapotear en temporada de lluvias.
La Pila, como tantas otras cosas del puerto, será dinamitada en 1949 para dar paso a los cuarteles castrenses. No había en el Viejo Acapulco, como no la hay en el Nuevo, la costumbre de la preservación histórica.

La piedra del zopilote

La roca ubicada en la falda sur del cerro de La Mira, pocos metros arriba del barrio de La Guinea, fue asiento de estas aves de rapiña encargadas de limpiar el detritus la ciudad. Eran tantos los pajarracos que cuando alguien enfermo salía a la calle, no faltaba quien le advirtiera sobre los riesgos de que los zopilotes cargaran con él.
No escapará la enorme roca a las leyendas sobre tesoros ocultos (“es la cabrona juaneación”, opinaba el inolvidable Milo Fares), habiendo sido testigos no pocos acapulqueños de la roca ardiendo por las noches. Se consideraba esta como una señal segura de que algo escondía.
El jefe de la guarnición militar de Acapulco en 1929, general Luis Santoyo, lo creerá a pie juntillas. Y ni tardo ni perezoso pondrá a sus soldados a escarbar en torno a la roca hasta dejarla casi sin sustento. Cuando hayan abierto un socavón de más de cinco metros de profundidad, desistirán de la búsqueda dejándola en situación peligrosa. Luego la dinamita.
¡Hoy nos hacen tanta falta los zopilotes!.