13 noviembre,2018 6:22 am

Agustín de Iturbide, ¿libertador de México?

Fernando Lasso Echeverría*
 
(Cuarta parte)
Al desconocer las Cortes Españolas (el Congreso) los Tratados de Córdoba, acordados por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, declaran oficialmente la nulidad de la independencia de la Nueva España. Esto se conoce en México en mayo de 1822, momento en el cual las desavenencias entre Iturbide y los miembros de la Regencia eran ya escandalosas, así como la oposición entre ésta y el Congreso.
El regente Iturbide no disimulaba ya sus pretensiones de poder, sus anhelos de ocupar el trono del nuevo imperio mexicano; los borbonistas –todos ellos ex realistas–  al saber la decisión de las Cortes y concluir que ni Fernando VII ni alguien de su familia vendrían a ocupar el trono mexicano, se unen a los iturbidistas y estimulan la coronación de Agustín I; la  mayor parte de los militares de origen virreinal y ex compañeros de armas de Iturbide, fortalecieron al grupo que se inclinaba por un régimen imperial, destacando entre ellos los generales Anastasio Bustamante (futuro verdugo de Vicente Guerrero), Antonio López de Santa Anna, Luis Quintanar, Luis de Cortázar, Manuel Rincón, Vicente Filisola y don Manuel de la Sota-Riva. Por supuesto, entre las filas del iturbidismo –muy numeroso en aquellos días– estaban también el alto clero y los aristócratas del virreinato, quienes llamaban el libertador a Iturbide, mientras que los liberales, los ex insurgentes y demás personajes que le eran opuestos lo señalaban como el tirano. Ya nadie se recataba en elogiar o atacar a Iturbide públicamente, con toda la pasión que desataba el enfrentamiento.
La tirante situación que se vivía en esos momentos no podía prolongarse y tenía que resolverse mediante un plan bien establecido y organizado por el mismo Iturbide y sus más fieles allegados,  que simpatizaban con el establecimiento de un imperio que quedaría a cargo de don Agustín. Ello ocurrió el 18 de mayo de 1822, cuando en las primeras horas de la noche, irrumpieron en las calles de la Ciudad de México grupos de soldados ebrios al mando del sargento Pio Marcha –que habían abandonado sus cuarteles con la anuencia de sus superiores– que vitoreaban a Iturbide al grito de Viva Agustín Primero, Emperador de México, y que agredían a los transeúntes que no se agregaban al movimiento preparado; de los templos y parroquias de la ciudad salían grupos de la plebe a engrosar las manifestaciones, situación que revelaba la participación del clero en esta maquinación. Obviamente, los altos jefes militares no dieron la cara, intentando con ello darle al movimiento una apariencia popular delegando en un modesto sargento la ejecución del plan, pues temían alguna reacción en contra de parte de los contrarios de Iturbide.
Los manifestantes llegaron al domicilio de Iturbide, quien se encontraba jugando baraja con varios amigos íntimos, esperando el acontecimiento; don Agustín salió a contestar las aclamaciones fingiendo sorpresa ante el inesperado suceso y asegurando que no podía aceptar el elevado cargo que le ofrecían los centenares de soldados (alcoholizados) al mando del sargento Marcha. Mientras, numerosos agentes iturbidistas recorrían las calles obligando a los vecinos a iluminar las fachadas de sus casas, y un ayudante de Iturbide –el coronel Rosas– fue con apoyo militar al teatro a suspender la función, ordenando que se aclamara a don Agustín como emperador de México; así mismo, las campanas de todos los templos de la ciudad se echaron a vuelo, confirmando una vez más la colaboración del clero en el movimiento para elevar al poder absoluto a Iturbide; al unísono, algunos grupos musicales preparados por el Ayuntamiento de la Ciudad de México, despertaron a los adormilados vecinos. Era obvio pues, que se trataba de un movimiento perfectamente orquestado por las castas privilegiadas de la ex colonia, tratando con ello que todo siguiera igual y que no se perdieran sus prerrogativas. Era el plan “B” que tenían, si les fallaba Fernando VII o algún familiar suyo para ocupar el trono.
Y así como se aclamaba a Iturbide, los opositores eran injuriados y amenazados. Destacaban los diputados que habían dado a conocer sus ideas anti iturbidistas, quienes se encontraban temerosos de un atentado –que seguramente se hubiese realizado– si se hubieran opuesto en alguna forma a las pretensiones de quienes desde las sombras agitaban a los reclutas y al populacho, instrumentos de los potentados ambiciosos que esperaban beneficiarse con la instalación de un imperio y formar inclusive parte de la futura corte: el clero, los capitalistas y los mandos del ejército –formado por ex realistas– celebraban ya, el triunfo de su causa.
En la mañana siguiente (19 de mayo) apareció fijado en las esquinas de las calles, un manifiesto de Iturbide –obviamente impreso con días de anticipación– en el que daba las gracias por las aclamaciones populares, recomendando respeto a las autoridades y pidiendo calma a la población para que se pudiera tomar una resolución definitiva. Luego, los altos mandos del ejército residentes en la Ciudad de México enviaron una solicitud imperiosa al Congreso para que sus miembros se reunieran y resolvieran legalmente la propuesta de que a Iturbide se le nombrara como emperador de México; el Congreso se reunió temeroso bajo la presión del ejército, y con la presencia de una combinada muchedumbre formada por soldados, frailes de todas las órdenes religiosas, y plebeyos pagados, quienes por medio de acentuados y agresivos gritos, exigían el nombramiento de Iturbide como emperador de México. Esta multitud se mostraba resuelta a traspasar todos los límites; con una falta de respeto absoluta, ocuparon en forma grosera y altanera muchos de los asientos de los diputados, y con gritos exaltados amenazaban de muerte a quienes se opusieran a sus peticiones. Los pocos diputados opositores que se atrevieron a ocupar la tribuna y manifestar su inconformidad, eran interrumpidos por la gritería en su contra y obligados a bajar del estrado.
Finalmente, la propuesta se puso a debate e Iturbide fue elegido como emperador de México en una sesión que duró poco más de seis horas, y que fue ilegal por haber carecido del número adecuado de diputados de acuerdo con el reglamento del Congreso, pues se requería la presencia de 101 diputados y sólo se reunieron 82, de los cuales 67 aprobaron la propuesta, y quince valientes se negaron a hacerlo con riesgo de ser agredidos y hasta perder la vida. Entre ellos, se recuerda a los diputados Gutiérrez, Martínez de los Ríos, Rafael Manguino, José Agustín Paz, Melchor Múzquiz, Manuel María Lombardo, Alcocer, Anzorena y Terán. No obstante, la ambición de Iturbide estaba satisfecha, y detrás de él, la de las clases sociales que siempre han tratado de dominar al pueblo.
Después vino la coronación oropelesca de Agustín de Iturbide I, con una ridícula corte improvisada, que se formó en gran parte con nobles pulqueros (pues la mayor parte de ellos eran dueños de haciendas de pulque) militares ex realistas y religiosos intrigantes, que eran los mismos que lo eligieron y elevaron al trono mexicano. Lucas Alamán comenta que muchos militares que habían convivido con Iturbide en sus campañas castrenses se burlaban sin mucho disimulo al escuchar los títulos nobiliarios (su alteza o su majestad) dados a don Agustín y su familia, así como a los miembros de su corte. Pero la situación de bienestar y concordia en la corte de Iturbide duró poco; don Agustín se encargó de unir a todos en su contra, con actitudes altaneras y majaderas; según el mismo Alamán, Iturbide se dirigía a aquellas personas que debían ser objeto de atención y respeto, con la misma actitud autoritaria con la que un general se dirige a sus soldados, hecho que le fue restando simpatía entre los cortesanos. Por ejemplo, en un viaje que el emperador hizo a Jalapa, el alcalde del lugar no tuvo dispuestas en el momento solicitado todas las bestias de carga que necesitaba don Agustín, y éste para castigarlo, hizo colocar en la espalda del mismo funcionario un aparejo de carga, hecho que indignó a todas las personas que lo presenciaron o supieron después de él. Pero lo más grave de todo fueron sus abusivas disposiciones como emperador, entre las cuales estaba la supresión de la libertad de imprenta; la disminución arbitraria del número de diputados, tratando de nulificar a quienes en la Cámara se mostraban sus adversarios; su reprobable acción de mandar incautar para su provecho personal más de un millón de pesos de propiedad particular depositados en Perote y Jalapa. Luego, al saber que el embajador colombiano censuraba algunos de sus hechos, lo expulsó de México, situación muy reprobada en la misma corte, pues se estaba ofendiendo a una nación amiga.
“En todos sus actos –dice un texto del historiador Olavarría– demostraba falta de serenidad y se dejaba arrastrar por bajas pasiones, como la venganza y el encono”. El colmo surgió cuando el 1 de octubre mandó disolver el Congreso y encarcelar a varios diputados opositores a sus políticas: don José Joaquín de Herrera, Fray Servando Teresa de Mier, don Manuel María Lombardo, don Francisco Fagoaga, don Pedro Terrazas y Echarte. El ejecutor de este reprobable acto, lo fue el general Luis Cortázar, quien obligó a los diputados a abandonar el recinto, apresó a los mencionados e incautó todos los documentos existentes en Legislativo. El propio emperador nombró de inmediato una Junta Instituyente con dos miembros por cada Provincia, para sustituir el Congreso disuelto. Los nuevos diputados marionetas se prestaron a realizar todos los caprichos  impopulares del emperador, entre los que se encontraban: negociar un préstamo de 2 millones 800 mil pesos; imponer un impuesto de cuatro reales por cada habitante del país, cuya edad estuviera entre los 14 y los 60 años; mandar acuñar 4 millones de pesos en monedas de cobre, hecho que tuvo como consecuencia la depreciación de la moneda y el encarecimiento de todos los artículos; prohibir la exportación de dinero y la importación de todo tipo de mercancías; e instalar la pena de muerte a los conspiradores.
Los ex insurgentes estaban notoriamente desplazados, y ellos a su vez no querían saber nada de la tal corte; por ejemplo, don Vicente Guerrero, meses antes, había pedido la Comandancia del Sur, que le fue concedida y el líder sureño vivía apurado para conseguir la paga y uniformes para sus soldados, pues no era apoyado debidamente por el gobierno imperial a pesar de sus peticiones, y con frecuencia tenía que conseguir préstamos personales para cumplir con su gente. Acá se enteraba de todas las novedades del “imperio” y los abusivos yerros del emperador. Finalmente, el 6 de diciembre de 1822, Guadalupe Victoria y Antonio López de Santa Anna ubicados en Veracruz, cansados de tantas aberraciones y haciendo eco de la opinión general de la población del país, se levantan en armas y proclaman la República; para combatir a Victoria y a Santa Anna, salieron rumbo a Veracruz los generales Echávarri, Cortázar y Lobato, quienes acabaron por ponerse de acuerdo con los republicanos, y lanzan el Plan de Casamata, que pedía básicamente la reinstalación del Congreso disuelto arbitrariamente por Iturbide; Guerrero y Bravo lo secundan en el Sur y luego, el movimiento se enciende en la Provincia de Oaxaca; Guadalajara y todo el bajío también se adhieren al Plan y continúan los pronunciamientos por diversas plazas del país, incluyendo la misma Ciudad de México, de donde las tropas antes fieles a Iturbide, empiezan a salir en masa para engrosar las fuerzas revolucionarias.
Ante esta inesperada situación para Iturbide, éste se siente vulnerable y empieza a actuar con debilidad e intentando conciliar con los insurrectos. Así, expide un decreto el 4 de marzo de 1823, con el cual pretende volver a reunir al Congreso con los miembros originales, que pocos meses antes había “cesado” en funciones y encarcelado a varios de ellos, y hace cambios en su gabinete, pero todo fue en vano; la Junta Revolucionaria Republicana –formada poco antes en Puebla– no validó el hecho y sus fuerzas avanzaron hacia la capital. Iturbide intentó entonces celebrar una entrevista con sus antiguos partidarios, pero éstos se negaron a cruzar palabras con él. En tan penosa situación, Iturbide abandona el palacio imperial, y dejando la Ciudad de México se instaló en Tacubaya el 30 de marzo de 1823, acompañado de su familia, 18 meses después de haber entrado a la capital encabezando el Ejército Trigarante.
Sólo 10 meses había durado su efímero imperio por las siguientes razones: no se consultó la opinión de toda la nación para adoptar esa forma de gobierno, y existía una inconformidad generalizada guardada en la mente de las mayorías, pues la nación mexicana estaba cansada del gobierno realista despótico que había sufrido y soportado durante 300 años; el nuevo imperio había nacido de un motín artificial del populacho de la Ciudad de México, provocado por el propio Iturbide y sus allegados; en consecuencia, se instaló un sistema de gobierno ilegal e inesperado para las sorprendidas provincias del nuevo país, y cuando éstas reaccionaron, se desechó unánimemente este sistema de gobierno imperial, valiéndose del primer movimiento armado que surgió en la ex colonia, y que hubiera sido apoyado, independientemente de quién lo hubiese iniciado; un factor importante, lo fue también la personalidad de Iturbide, quien no era un hombre político y conciliador, sino un soldado dominador acostumbrado a la disciplina castrense; por otro lado, a Iturbide y a los grupos que lo llevaron al poder, nunca les importó el pueblo ni sus necesidades o intereses; a ellos les importaba seguir gobernando a un pueblo embrutecido por la ignorancia y el fanatismo, que les permitiera dócilmente continuar con sus privilegios y excesos. El imperio pues, nunca se hubiera consolidado en México.
* Ex presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.