24 septiembre,2024 6:29 am

Apuntes a 10 años de Ayotzinapa

TrynoMaldonado

METALES PESADOS


 

Tryno Maldonado

 

  1. El horror

 

La cronología es de sobra conocida. La noche del 26 de septiembre comenzó a esparcirse el rumor de lo que unas semanas y pocos meses más tarde se nos volvería un genuino trauma como sociedad. Lo que inició con la nota que involucraba a más de 80 –y luego poco más de 60– estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa asesinados en la ciudad de Iguala, con el goteo de las horas y días se fue decantando en esta otra devastadora verdad que hoy conocemos y que continúa en total impunidad por la fuerza de los gobiernos mexicanos y de su Ejército cómplice: 43 normalistas fueron víctimas de desaparición forzada. Tres más fueron los asesinados en los distintos eventos que conformaron esa larga noche de horror, y numerosas las víctimas que no pertenecían a la Normal.

 

  1. El acompañamiento

 

Quienes hemos acompañado a familias y sobrevivientes, fuimos llegando poco a poco y según nuestras posibilidades a Tixtla, Guerrero, un pueblo que no conocíamos. Muchas y muchos de mis colegas podrán constatar que en esos primeros días en los campamentos improvisados por colectivos de diversas partes del mundo, gente solidaria, medios de comunicación, familiares y normalistas, lo que nos habitaba a todas y a todos era el horror en lo más profundo del corazón. Corrijo: no era el horror, sino una emoción más perturbadora, siniestra y desconocida. Una emoción que, hasta el día de hoy, no hemos sabido nombrar. El silencio que se vivía cada noche en el campamento de la cancha central, a pesar de la muchedumbre, era escalofriante. Más adelante algunas madres me compartirían una misma metáfora para ello: “Es como si cada mañana se te volviera a desgarrar el corazón”.

Después entendimos que no era fortuito: el Estado mexicano había operado muchos de sus medios, agentes, cómplices y recursos para sembrar el terror entre la población y quienes se atrevieran a acompañar el movimiento. “Si se meten en eso va a pasarles lo mismo”.

A la pregunta que le hacíamos ingenuamente a madres y padres de cuánto creían que tardarían en volver sus hijos, las primeras impresiones eran de que tan sólo días. Quizá unas semanas. En los dormitorios de los compañeros de clase entonces semivacíos se hablaba de lo mismo, pues los distintos niveles de gobiernos solían retener a los normalistas durante las represiones por las protestas.

Hoy se cumplen 10 años de esa esperanza. Una esperanza muchas veces rota.

 

  1. La rabia

 

Las protestas nacionales e internacionales rompieron el cerco mediático al que el Estado quiso someter la información del caso para explicarlo como un asunto local. Aunque la represión recrudeció con los años no sólo contra los colectivos y organizaciones solidarias con el movimiento, sino contra las propias familias en su exigencia de justicia.

Tal vez el ícono más emblemático de este momento haya sido la quema de la efigie del ex presidente Enrique Peña Nieto en el zócalo de Ciudad de México. Peña Nieto y su secretario de Defensa, el general Salvador Cienfuegos, fueron los creadores detrás de la “verdad histórica” que hablaba de la incineración de los normalistas. El general Cienfuegos fue repatriado por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y la “verdad histórica” se volvió a presentar reeditada y con mayor indolencia ante la opinión pública para defender, a toda costa, a los militares.

 

  1. El dolor

 

Durante estos 10 años, el único objetivo de las instituciones del Estado y sus representantes no ha sido sino burocratizar y administrar el horror y el sufrimiento. Esa burocratización del dolor no es más que una segunda etapa en esta guerra en la que los cuerpos los ponen las colectividades no combatientes, las colectividades sometidas y explotadas. México padece la estrategia de un narco-Estado que instauró una abierta pedagogía del terror. Y la autollamada Cuarta Transformación es su versión más acabada. Los militares deben volver a los cuarteles. Las cadenas de mando deben ser enjuiciadas civilmente.

El dolor Ayotzinapa y el dolor de las decenas de miles de víctimas de la guerra informal que esos mismos gobiernos capitalistas han promovido, requiere un nuevo tipo de justicia que surja desde abajo. La justicia digna y la sanación que necesita México jamás vendrán de arriba, mucho menos de una voluntad individualizada. No hay procesos de sanación y justicia reales si no toma parte de ellos la colectividad. Cualquier intento de darle continuidad a las prácticas impositivas de burocratizar las pérdidas, pasando incluso por encima del dolor de las víctimas, está destinado al fracaso. Las víctimas no quieren más consultas a modo. Los derechos no se someten a consulta. El dolor Ayotzinapa es un dolor que, como país, nos ha dejado sin palabras. Y, de nuevo, valdría la pena reconocerlo: el dolor Ayotzinapa es un trauma del que todavía no nos recuperamos. Ya no nos alcanza el llanto mientras acompañamos el caminar de las madres, los padres, los hermanos y de los hijos de Ayotzinapa. El dolor Ayotzinapa nos ha arrancado el sentido. De pronto contar hasta 43 en las marchas se vuelve tan descorazonador como contar el día de mañana por la masacre o desaparición de la semana: el Registro Nacional de Personas Desaparecidas estima 14 diariamente. ¿Hasta cuándo?

El dolor Ayotzinapa nos demanda que pasemos a otra etapa del duelo y que recobremos ese sentido; que recobremos y que acuerpemos la palabra. Que pasemos a la ofensiva. Que nos acuerpemos como colectividad y recobremos la palabra valiente, humilde, honesta, fuerte y digna que, como pueblos y ciudades, nos quieren arrebatar a base de la pedagogía del terror. Necesitamos recuperar la palabra digna que nos haga no sólo gritar “Yo digo ya basta”, sino “Nosotrxs decimos ya basta y nos organizaremos y actuaremos en consecuencia”.