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Silvestre Pacheco León

Los maestros

Mi primer maestro en la escuela primaria era un ciudadano ejemplar, de familia distinguida, que se arraigó en la comunidad donde enseñaba, integrando a su familia a la vida de la comunidad. Era respetuoso y lo respetaban. Su vida toda giraba en torno a la educación. Siempre bien vestido, atento, alto y de voz grave, llegaba a la escuela antes que todos.
Se llamaba Otilio López y en la escuela primaria María Ramírez, atendía dos grupos de distintos grados. Con él aprendí las primeras letras en aquel viejo salón, de alto techo de teja, puertas y ventanas de madera y gruesos muros de adobe.
El maestro Otilio dedicaba buena parte del tiempo a las clases de canto y su repertorio de música mexicana, para estar acorde con el mes patrio, era amplio. Por su enseñanza casi me aprendí canciones que aún escucho con nostalgia como la Sanduga: Hay Sandunga/ Sandunga mamá por Dios/; Borrachita:/ Borrachita me voy/ hasta la capital/ a servirle al patrón/ que me mandó llamar; De la Sierra Morena yo Vengo: /de la sierra buscando un amor/ Es morena la chata preciosa que vengo buscando/ que se me juyó.
Recuerdo con cariño a otros profesores de la calidad de Otilio, como Orlando, chaparrito, chino y regordete, simpático y dicharachero. Su esposa también era maestra y por las tardes nunca faltaban alumnos en su casa solicitando asesoría para la tarea. Era buen maestro pero lo recuerdo más porque hizo escuela en el pueblo como árbitro en los partidos de basquetbol. Sus decisiones en el juego de pelota que se convirtió en el deporte oficial eran inapelables. (Cuando marcaba una falta corría hasta ponerse frente al transgresor levantando la rodilla a la altura de la cintura, haciendo gestos de reclamo y censura que los espectadores aplaudían).
Tuve dos maestras en la primaria que han sido inolvidables, una joven tixtleca llamada Minerva que me enseñó en cuarto y quinto grado, y Aída Adriana, alta, delgada y rubia, era una hermosa mujer que en las pocas semanas de pasantía en mi grupo logró que  aprendiera cosas que antes apenas imaginaba. Tenía una letra elegante, un poco tendida hacia atrás como para no despeinarse con el viento, menuda y pareja.
Poco antes de que yo fuera a la escuela, en el pueblo hubo un movimiento de padres de familia para quitar de la dirección de la escuela a una maestra que se había eternizado en el puesto y todos la veían como responsable del atraso educativo de la niñez pueblerina y un obstáculo para la enseñanza. Sin duda era así porque durante sus años de directora la maestra formó parte de la triada que tenía el control político de Quechultenango. Ella como directora de la escuela primaria, el cura y el subrecaudador de rentas eran los que decidían la vida del pueblo ignorante por encima de la autoridad que ellos nombraban.
Se llamaba Eva Campos aquella maestra, chaparrita, fumadora empedernida y solterona, que cruzaba la pierna al sentarse y masticaba los gises. Pertenecía a una vieja y acomodada familia del pueblo. Hablaba con autoridad y trataba un tanto despectiva a la gente sencilla.
Su familia acaparaba tierras y sus trojes siempre estaban llenas de maíz. Su casa siempre cerrada tenía un patio enmurallado de altas bardas de piedra de las que sobresalían las copas de los árboles frutales.
Con la caída del general Caballero Aburto de la gubernatura en el estado también se fue la profesora Eva. Luego, comenzando la década de los sesenta, hubo un florecimiento de la educación en mi pueblo. Llegó una plantilla de profesores encabezada por un viejo maestro con el cargo de director al que todos conocían como Colombo, que era su apellido.  Con él vino Horacio, maestro alto, de finos modales, pulcro y elegante, rígido y cumplido que ayudó a preparar la primera banda de guerra que hubo en el municipio.
Vino también el maestro Nicolás, costeño él, de estatura mediana y cuerpo enjuto, velludo, narigón y excepcional jugador de basquetbol que organizó y entrenó a la selección municipal haciéndola campeona en toda la región.
El profesor Nicolás se hizo también popular porque tocaba la trompeta como músico de orquesta y fue el responsable y formador de la primera banda de guerra en compañía del profesor Horacio.
Me acuerdo también del profesor Raúl y se me escapa el nombre del maestro al que todos conocían como la Fanta, aludiendo a su gran estatura que era como ese refresco que entonces se promocionaba con un tamaño de a litro. La Fanta se hizo memorable porque nunca fallaba un enceste en los partidos de basquetbol tirando desde cualquiera de las esquinas de la cancha. Raúl era también buen jugador pero tenía fama de excelente matemático.
El profesor Eduardo Damián Huato, de voz potente que contradecía su estatura, a quien se le reconocía su correcta dicción y hablar fluido, vino después y se integró de maravilla a esa plantilla de educadores que hicieron historia en Quechultenango.
Creo que el mayor logro de esos maestros distinguidos fue haber inculcado a la mayoría de sus alumnos la importancia del estudio como método para mejorar la calidad de vida de su familias. Gracias a ellos casi todas las generaciones de egresados en aquella década hicieron estudios superiores, ampliando su horizonte con las disciplinas deportivas y culturales en las que se involucraron mediante los famosos programas literario-musicales que organizaban.
Después de dos décadas vivimos la masificación de la educación y con ella la improvisación. De la noche a la mañana muchos conocidos en el pueblo se hicieron maestros por obra y gracia de los parientes que podían conseguir una plaza.
A poco se supo que las plazas de maestro se vendían a quien pudiera pagarlas, sin mediar formación académica alguna del comprador, y en los últimos años se hizo del dominio público la práctica de heredar las plazas como una conquista sindical.
En mi pueblo, cabecera municipal, proliferaron las escuelas, los estudiantes y los maestros. La calidad de la enseñanza se tradujo en cantidad, y así pasamos a disputarnos en el estado el último lugar en la escala nacional, compitiendo ese deshonroso lugar con Chiapas y Oaxaca.
Todos los males de la educación tuvieron su origen en el manejo político que se le dio. Cuando se agotó el impulso del cardenismo en la formación de maestros como un apostolado, se privilegió el peso político del corporativismo sindical de los maestros.
En adelante ya no se distinguieron por su amor a la enseñanza. El charrismo sindical enseñó que el camino para hacer carrera en el escalafón sindical fue la profesión de fe priísta, esforzarse en las lides electorales diseñando las acciones más ingeniosas y perversas para acarrear el voto para su partido y su líder.
En la coyuntura actual para mejorar la calidad de la educación yo desearía que los maestros de hoy fueran como los que me guiaron en la primaria, líderes, profesionales y solventes. Que hubiera una depuración voluntaria en el magisterio para que salieran del gremio quienes no tienen vocación y para que se garantizara la preparación para todos aquellos maestros que no tienen el perfil pero quisieran prepararse mejor.
Sin embargo, lo que vemos como resultado de todo el proceso de reforma educativa es una enorme contaminación política que nos vuelve a dejar como estábamos, o peor, porque el mayor peso de los cambios que resumen la última ley de la reforma educativa aprobada es el poder que se le reconoce al gobierno para decidir el acceso y el despido de los maestros, aún contradiciendo lo establecido en el artículo 123 de la Constitución que reconoce tanto el derecho sindical de los maestros como la tutela de la ley en caso de despido.

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