Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*En el cumpleaños de don Ignacio Manuel

El maestro

En 1849 el presidente José Joaquín de Herrera hace efectivo un decreto que incluye la aspiración inicial de Vicente Guerrero y Nicolás Bravo y los afanes tenaces de Juan Álvarez: la creación del estado de Guerrero –con partes  que pertenecían a Puebla, Michoacán y Estado de México–. Ese mismo año, Ignacio Manuel Altamirano, que tenía catorce, había dejado su pueblo, Tixtla, para ir a estudiar becado al Instituto Literario de Toluca.
Como entidad federativa, la región podría administrarse y elegir democráticamente a sus jefes políticos. La erección prometía desarrollo en la economía, y, antes, el apaciguamiento de la región, tan necesario cuando hacía dos años se había perdido parte del territorio nacional y aún pendía sobre la nación la amenaza de la intervención norteamericana. Así, siendo una medida que fortalecería al federalismo, la erección del estado implicaba un reconocimiento oficial al poder regional de Juan Álvarez.
La paz duraría muy poco: en 1854 el propio Juan Álvarez encabeza la revolución de Ayutla, como resultado de su pugna personal por el dominio del sur con Santa Anna, que había regresado al poder, ejerciendo el modelo centralista. Ignacio Manuel Altamirano tenía entonces veinte años, una acendrada formación liberal y algunos versos en el bolsillo. Dejó el Colegio de Letrán para enlistarse en la revolución de Ayutla, en la que sirvió de secretario de Juan Álvarez. Un año después, a la caída de Santa Anna, Altamirano volvió al Colegio, donde cursaba el primer año de jurisprudencia.
Con el general Álvarez en la presidencia los liberales se dieron a la tarea de implantar su proyecto de nación. La Constitución de 1857 formaliza el establecimiento de un gobierno democrático, representativo y federal, la libertad de cultos, enseñanza, industria, comercio, trabajo y asociación. Al estallar la guerra de Reforma –en 1858– Altamirano volvió a adherirse voluntariamente a las fuerzas liberales de Álvarez. Durante la Intervención Francesa libró muchas batallas junto a los guerrerenses republicanos, al tiempo que fundaba clubes culturales y editaba periódicos de combate. Con los generales Ignacio Zaragoza y (su paisano) Vicente Jiménez participó en la defensa de Puebla. Junto a ellos, el 15 de mayo de 1867 entró triunfante a la ciudad de Querétaro, donde días después sería fusilado Maximiliano de Habsburgo.

El constructor de la cultura nacional

Altamirano fue fiel hijo de su siglo: estuvo en todos los frentes de batalla que libraba la nación: maestro de pueblo, fundador él mismo de la Escuela Normal Superior, coronel, orador de inspiración y fuste, jurisconsulto, diputado, periodista, novelista, poeta. Su vida es una inspirada representación del período liberal en México, desde sus primeros pasos hasta el encumbramiento y desvanecimiento de sus proyectos y sueños, largamente velados por la paz porfiriana.
Altamirano fue fundamentalmente un animador cultural. A sus largos y merecidos títulos: Maestro de Maestros, Presidente de la República de las Letras, Marat mestizo, se une legítimamente el de Constructor de la Cultura Nacional. Altamirano fue una esponja y una diáspora: supo leer e interpretar el contradictorio y pujante signo de los tiempos, el cambio de sensibilidad que había cruzado el mar y se empollaba bajo el aura de las independencias nacionales y de la urgencia de construir una cultura mexicana. El aserto de Víctor Hugo, “el romanticismo es el liberalismo en literatura”, se llevó en acto en los países latinoamericanos que estrenaban independencia, en los que el abanico de aspectos románticos se abrió de acuerdo a sus particulares circunstancias. En la mayoría prendieron con fuerza las nociones de originalidad y las de la fe en el genio nacional.
Apenas apaciguada la República, el mismo año del triunfo contra los franceses, Ignacio Manuel organizó las Veladas Literarias y dos años después editó El Renacimiento, donde convocó y congregó a liberales y conservadores, a neoclásicos y románticos, a jóvenes y viejos. Ahí, los temas giran alrededor de la obsesiva recurrencia altamirana: la creación de la cultura nacional.

La literatura, elemento integrador

Ignacio Manuel Altamirano estaba convencido de que “nuestras letras, artes y ciencias necesitaban nutrirse de nuestros propios temas y temperamento, y de nuestra propia realidad, es decir, convertirse en nacionales, para que lograran ser expresión real de nuestro pueblo y elemento de nuestra integración nacional”. En este renglón, “la literatura debería sumarse al conocimiento de nuestra historia y de nuestras personalidades eminentes, al fortalecimiento de nuestra educación y al cultivo de las lenguas indígenas, para lograr la afirmación de una conciencia y un orgullo nacionales en el espíritu popular”.
El asunto de la mexicanización de la literatura venía rodando desde el siglo XVIII; engrosó con la independencia, que hizo del mestizaje un elemento integrador y diferenciador –en relación a otros países–, y tomó carta oficial en 1836, con la Academia de Letrán, donde se reunía la que es considerada la primera generación romántica de México. La prédica de Altamirano conllevaba el sello de la necesidad histórica y la articulación de la experiencia vivida por tres generaciones románticas. Cernió la herencia y dejó –en chimisturris o en pureza– temas perdurables para la poesía mexicana.

Poesía heroica

Pugnaba Altamirano por una poesía que sirviera “para crear el carácter nacional, para ser precursora del progreso, para adelantar la vitalidad de la nación, y para salvarla del abatimiento y de la muerte, colocando en su frente regia la corona inmortal de sus recuerdos nacionales”. Si la exaltación épica de la patria era óptimo vehículo ideológico, un justo y necesario ordenador estético-emocional de los nuevos valores cívicos, y si los recuerdos fundamentales eran los heroicos –que darían “a las masas el conocimiento de su verdadero valor en los futuros conflictos de la patria”–, el texto fundador de la literatura nacional debería estar dedicado a los héroes insurgentes.

La mexicanización del paisaje

El fervor altamirano por la naturaleza era parte central de los valores humanistas y, del brazo, del complejo entramado romántico. Como los héroes, las costumbres y las leyendas, la naturaleza representaba un potencial de motivos auténticos que, dispuestos en un primer plano del espíritu colectivo, contribuirían a incentivar la conciencia nacional. La poesía mexicana vivía relativamente presa en el marco de referencias bucólicas neoclásicas, aberrantemente enfrascada entre dioses y ninfas, pastores y escenarios extraños y atemporales, bajo formas retóricas rígidas, y ya era tiempo de desenajenarla. Había que traerla, de una vez por todas, al campo cultural local con su flora, fauna, ambiente y colorido propios. La originalidad era conducto para fortalecer el espíritu de la raza, para alcanzar la universalidad; había que encontrar lo original en el pasado indígena, en la lucha libertaria, en las costumbres, en las leyendas y en la naturaleza, pero antes, de entrada, en el lenguaje.

Nuestro lenguaje

Escribe Ignacio Manuel Altamirano en el prólogo al Romancero nacional de Guillermo Prieto: “Podemos tener y tenemos de hecho una literatura nacional, y para ello no necesitamos que se diferencie radicalmente de la literatura española, puesto que la lengua que sirve de base a ambas es la misma. Bastan las modificaciones que se han impuesto a la lengua española que se habla en México, los modismos de la lengua que habla el pueblo indígena, los millares de vocablos de toda especie que han sustituido en el modo común de hablar a sus equivalentes españoles, haciéndolos olvidar para siempre; la sinonimia local, en fin, abundantísima en los países latinoamericanos, juntamente con las influencias de nuestro clima, de nuestro suelo y de nuestro modo de ser; basta todo esto, repetimos, para que nuestra literatura tenga una fisonomía peculiar, independiente, autónoma, como la tienen todas las literaturas que se han formado con el fondo de la lengua latina”.

El poeta, la naturaleza 

Conjugó Altamirano, en una unidad orgánica, el impulso vital y la teoría rodante de su tiempo. Su coherencia teórica venía garantizada de autenticidad con su propia creación literaria, realizada en su mayor parte entre 1854 y 1865, entre los veinte y treinta años de edad. Aunque escasos, “abarcan los poemas cívicos el tono heroico, rozan el elegíaco y suelen llegar al satírico”. Para José Luis Martínez “lo distintivo de las Rimas (publicadas en 1871) es el sentimiento de la naturaleza que acertó a expresar, con características muy mexicanas, en una melodía muelle y ondulante cuyas cadencias recuerdan el sopor y la languidez tropicales de su paisaje nativo”, cuya flora y fauna bautizó y legitimó para la poesía con su propio nombre local.
En la naturaleza, Altamirano veía “la poesía de lo verdadero”; creía que “en una hoja que se estremece en el árbol está el genio de la creación”. La naturaleza es una revelación y, siempre en los límites de la hipérbole, su representación tiende a la majestuosidad. El poeta romántico exclama y canta, para integrarse a la cósmica vitalidad de la Naturaleza. También opera a la inversa: trae la Naturaleza a él. Hace de su entorno natural un espejo sensible de su estado de ánimo. “Si la interiorización romántica se extrema, el poema descriptivo se vuelve sentimental”.
Pedía el maestro estudiar la naturaleza, “copiarla y acentuar la verdad de sus manifestaciones, con la belleza ideal que es la poesía de lo verdadero”. Poner sobre la mesa nuestra paisaje, con su originalidad y grandeza, ampliaría la fuerza y el espectro del alma nacional: ahí residía su utilidad social.
El entorno natural también será para Altamirano escenario de asociaciones retroalimentativas del amor sensual. Luis G. Urbina señaló su temperamento voluptuoso, “adorador de las formas femeninas y ambicioso de disfrutarlas”, y Salvador Reyes Nevares llegó a considerarlo –con “Los naranjos” y “Las amapolas”­– precursor de la poesía sensual de Manuel M. Flores y aun de la de Efrén Rebolledo.
Y hasta aquí, este pozole verde dedicado al gran maestro Ignacio Manuel, este 13 de noviembre, a los 181 años de su nacimiento.

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