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Arturo Solís Heredia

CANAL PRIVADO

*Cambiar de estrategia

Dicen que cuando no puedas vencer a tus adversarios, únete a ellos. ¿No sería entonces prudente y necesario que los ciudadanos se unieran a los suspirantes a candidaturas de elección?
Digo, entiendo que la máxima popular se refiere a la imposibilidad de vencer a dos o más adversarios, enemigos, oponentes, contrarios o prójimos chingativos, con quienes se sostiene algún tipo de conflicto de interés, sea que quieran lo mismo o lo contrario a lo que uno quiere, o que no quieran que uno tenga lo que se quiere.
Siendo así, también digo que entiendo que la máxima sugiere unirse a los referidos con el propósito de evitar daños o costos excesivos de una derrota inminente e inevitable, sea para recuperar algo de lo perdido, cachar lo que vayan dejando, o de jodido esperar sumiso cierta generosidad compensatoria de los vencedores, para con los vencidos.
Dicho lo anterior, procedo a explicar la que pienso pertinente aplicación de la máxima popular, al caso referido.
Aunque los suspirantes a candidaturas no son, en sentido estricto, adversarios, enemigos, oponentes o contrarios ciudadanos, al pertenecer a la clase política, tan vilipendiada, desprestigiada, satanizada y malquerida socialmente, es claro que por muchos ciudadanos sí son percibidos como prójimos potencialmente chingativos.
Y considerando la dolorosa pero evidente imposibilidad de vencerlos, al menos en sus terrenos y con sus reglas, ¿no sería prudente y necesario unírseles, en lugar de combatirlos inútilmente?
No me malinterpreten, que tarugo, tarugo, no soy. No propongo unirse a sus precoces campañas, registrarse en sus imberbes tropas militantes, ni ponerse a las órdenes y al servicio de sus ambiciones personales. Tampoco se trata de recuperar pérdidas, cachar sobras, esperar improbables generosidades, ni de nada de parecida humillación.
Digo, solo digo, que si de todos modos y de todas formas, los suspirantes ungidos candidatos van a usar sus medios tradicionales para ser electos, para conseguir los fines de siempre, aunque nos choque, enmuine, caliente, y frustre, le haigamos como le haigamos; entonces, en lugar de patalear, maldecir, refunfuñar y lamentar nuestra inminente derrota democrática, ¿no sería mejor cambiar de estrategia, y unirse a ellos, pero dejando claras las condiciones y retribuciones para tal efecto?
Ya sé, se supone que así debiera ser la democracia… les digo que tarugo, tarugo, no soy. Por eso sé que aunque debiera, no es así, y que será, como es, más o menos así: los suspirantes ungidos candidatos que serán electos, prometerán lo que sus expertos en mercadotecnia política crean que los electores target desean que les prometan; jurarán y perjurarán que ahora sí, que ellos sí son de a de veras, que las mentiras, mañas y patrañas son cosas de candidatos del pasado; que nuestro futuro con ellos será luminoso y venturoso; que habrá agua a borbollones; empleos bien remunerados y por doquier; que habrá cero impunidad y que todos los malandros estarán en la cárcel; y todo lo que consideren apropiado para vencer el mero día de la elección… sea cierto o falso, posible o imposible, de corazón o de dientes para afuera.
Alguno incluso podría conectar con sus electores, levantar sus desanimados ánimos, y generar expectativas por encima de la modesta medianía.
Pero, fatalmente, más temprano que tarde, todos los electos incumplirán o cumplirán a medias lo prometido, por cualquier cantidad de argumentos y razones según ellos de peso: que no hubo lana, que los tiempos no se dieron, que hubo imponderables atmosféricos, que los enemigos del pueblo impidieron los proyectos… etecé, etecé, bla, bla, bla.
Fatalmente, más temprano que tarde, los electores chasquearán la lengua más por resignación que por enfado, gesticularán ofensivamente en dirección de sus electos respectivos, y amargamente refunfuñarán maledicencias para acompañar las mismas conclusiones: “ya lo sabía”, “te lo dije”.
Si la prospectiva les parece razonablemente certera, si piensan que no se necesita ser profeta ni adivino para adelantar semejantes escenarios, entonces ¿por qué seguimos atorados en el drama estéril, en la inconformidad pasiva? ¿No sería prudente y necesario cambiar de estrategia? Ahora que los suspirantes por candidaturas ya andan en friega por lo suyo, ¿por qué los electores no comenzamos ya también en friega por lo nuestro?
Dejémosles claras y concretas desde ahora las condiciones y retribuciones que exigimos y deseamos, a cambio de nuestros favores electorales. Digámosles todo lo que no queremos que hagan y todo lo que sí deben hacer. Demostrémosles que los electores ya no son los ingenuos, pazguatos y sumisos a los que estaban acostumbrados, que con el tiempo y los desencantos cualquiera aprende a no confiar a ciegas, y que lo único que legitima a una democracia es la obediencia y el respeto de los representantes populares al mandato de los electores.
Sé y entiendo, incluso comparto algunas, las reacciones emocionales y racionales que muchos ciudadanos (¿la mayoría?) les provocan la política y los políticos, no pocas incluso las comparto. Desde apatía, indiferencia y pereza, hasta desconfianza, desagrado e irritación.
El problema es que esa inconformidad es siempre pasiva, y le sirve más a los políticos que a los ciudadanos; a ellos, les regala espacio y comodidad en el ejercicio del poder; a estos, apenas el desahogo catártico de sus frustraciones. El problema es que esa inconformidad pasiva nos ha distraído demasiado tiempo ya, a pesar de confirmar una y otra vez, sexenio tras sexenio, elección tras elección, lo onerosa e inútil que nos resulta.
El problema es que, a pesar de la dolorosa y repetida experiencia, no hemos aprendido a participar en la batalla política con mejores armas y herramientas, para dejar de ser los perdedores anunciados.
Los grupos de autodefensa y los empresarios y comerciantes de Chilpancingo son ejemplos claros y exitosos, de cómo la participación organizada de la sociedad civil empodera la influencia e interlocución de los ciudadanos ante el poder.
Que su ejemplo cunda.

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