Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Humberto Musacchio

Carlos Narváez, gran periodista sin rostro

El periodismo, al menos eso se supone, es una actividad socialmente prestigiosa. Para quienes dan sus primeros pasos en el oficio, nada hay más estimulante que ver el propio nombre en letras de imprenta, lo que implica alguna fama pública, sitio ante las instituciones y personajes de una fuente informativa, voz y presencia frente a la sociedad.
Pero hay excepciones… Son muchos los periodistas sin rostro, pero que resultan tanto o más necesarios que aquellos que publican sus textos con firma. Se trata de los colegas que se encargan del proceso de edición, que comprende fases tan delicadas como la selección de lo que ha de publicarse, la corrección de originales para que los textos aparezcan con el debido atractivo, con una adecuada jerarquización informativa, sin faltas de ortografía, con una redacción aceptable y, por supuesto, ocupando un espacio que corresponda a su importancia y con una cabeza que sintetice debidamente la nota.
Se dice pronto, pero no es tarea fácil ni al alcance de cualquiera. En el periodismo que se hacía en la prehistoria –hace apenas treinta años–, antes del advenimiento de los procesos computarizados, esos periodistas ignotos trabajaban en la mesa de redacción, les llamaban los agachados porque no levantaban cabeza hasta ver terminada la edición del día, solían ser ligeramente pedantes, pues tenían capacidad para corregir las tonterías y errores de los reporteros y redactores y, para colmo, sus sueldos eran ligeramente mayores que los del resto de la redacción.
Carlos Narváez Robles, quien acaba de fallecer, era uno de esos extraños especímenes, de los mejores que hayan pasado por la mesa de redacción de Excélsior. Charlie corregía y cabeceaba para las dos ediciones de Últimas Noticias y para el matutino. Cuidadoso, agudo, dedicado, pronto fue reconocido como un ejemplar secretario de redacción, capaz de localizar erratas, repeticiones, faltas de ortografía, de concordancia o de elemental lógica en textos que ya habían pasado por varias manos, pero siempre sonriente y respetuoso, sabedor de que nadie tiene el monopolio de la tontería.
Su agudeza profesional contrastaba rotundamente con su despiste en la vida cotidiana. El 8 de julio de 1976 llegó a la redacción y como siempre colgó su infaltable gabardina en el perchero, iba a sentarse cuando notó que en la mesa semivacía no había rostros conocidos. Alguien le contó lo que había ocurrido –la salida de Julio Scherer y 300 periodistas y escritores– y con cierta timidez tomó de nuevo su gabardina y salió hacia La Mundial, la cantina más cercana al corazón de todo colega, para enterarse de lo sucedido y decidir ahí mismo que no volvería jamás a Excélsior.
Estuvo unos meses en El Universal y pronto se incorporó al equipo que preparaba la aparición de unomásuno, del que fue un muy eficiente jefe de redacción. Con la virtual desaparición de ese diario, pasó a La Jornada, donde recibió el extraño pero elocuente título de “contralor de edición”, cargo que consistía en revisar el trabajo de todo mundo antes de enviar el diario a la rotativa.
Ahora que ha muerto, cabe hacer en su persona un homenaje a esos seres ignorados que hacen de una nota mala una publicable y convierten un texto mediocre en una información destacable. Son –¿existen todavía?– los soldados de ese pequeño pero eficiente ejército que permite brillar a periódicos y periodistas, los que redondean el trabajo de muchos y nos entregan nuestra diaria visión del mundo. Entre ellos, Charlie Narváez era un oficial de alto rango.

468 ad