Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*El día más largo del año

 

*El encantamiento de Cerrito Rico

Lo dicho: las leyendas no llegan solas, siempre tienen parientes cercanas o del otro lado del mundo, y una cola que les pisen más larga, antigua y retacada de estrellas y polvo cósmico que un cometa. El encantamiento de Cerrito Rico, que ocurre la Noche de San Juan, en Chilpancingo, no es excepción. “Se puede decir –leemos en internet– que todo empezó hace cinco mil años, cuando nuestros antepasados, tan amigos de observar las estrellas, se dieron cuenta de que en determinada época del año el sol se mueve desde una posición perpendicular sobre el Trópico de Capricornio, hasta una posición perpendicular sobre el Trópico de Cáncer. A estos días extremos en la posición del sol se les llamó solsticios de invierno y verano, los cuales ocurren los días diciembre 21 y junio 21, respectivamente”. Aclara que “estas fechas corresponden al hemisferio norte, pues al sur es todo lo contrario” y puntualiza que en el solsticio de verano “el eje de la Tierra está inclinado 23.5 grados hacia el sol, lo que ocasiona que, en el hemisferio norte, el 21 de junio sea el día más largo del año”.
El Redactor refiere que la mitología griega consideraba que los solsticios eran “puertas”: la de verano para los hombres, la de invierno para los dioses. El de verano es el gran momento del curso solar y, a partir de este punto, comienza a declinar. Antes de cristianizarse esta fiesta, los pueblos de Europa encendían hogueras en sus campos para ayudar al Sol, en un acto simbólico con la finalidad de que “no perdiera fuerzas”. Pensaban en la cosecha venidera y en la sobrevivencia de la especie. Recurrían al fuego porque estaban seguros de que “destruye lo malo y lo dañino”, incluyendo maldiciones y hechizos.
Asegura que la fiesta solsticial es anterior a la religión católica y a la mahometana. La ubica en celebraciones incaicas, en Perú, de este lado del Atlántico, pero plantean sus antecedentes en la fiesta que los celtas hacían al dios Belenos y en las grandes hogueras purificadoras que los griegos encendían en honor a Apolo. Con especial dedicatoria a Minerva, los romanos saltaban sobre el fuego y recogían las hierbas medicinales, que en esas fechas triplicaban su poder curativo.
Que el sol no se vaya, ni se aleje; que baile, en los amaneceres, para siempre. Esa es la primera demanda. San Juan Bautista nació el 21 de junio, pero a los teólogos operativos cristianizantes les dio por celebrarlo el 24, para que sacralizara a su modo la fiesta. Cuando leemos que, gracias a que el cristianismo ha sido experto en reciclar viejos cultos paganos, los santos aprovechan la víspera de este día para trasladarse milagrosamente a otra parte, presentí que nos íbamos acercando a Chilpancingo, y cuando dice: “En nuestro mundo terrenal encontramos muchos casos de desapariciones enigmáticas. Esa noche se abren las puertas interdimensionales, así como los encantamientos”, sentí que el redactor de internet estaba hablando desde la mera punta de Cerrito Rico.
Todo puede ocurrir en el mundo, en la noche que ahora llamamos de San Juan, por “transición astral”, porque se rompe el orden cósmico: se puede entrar a grutas y palacios encantados; reinas moras, princesas e infantas cautivas por embrujo, ensalmo o maldición se liberan de ataduras o prisión; “braman dragones y vuelan caballucos del diablo”, misteriosos seres femeninos salen a pasear a la luz de la luna alrededor de sus “infranqueables moradas” y entre la noche y los matorrales rondan hadas y brujas, “espíritus duendiles” y “emergencias de inframundo”.
Esa noche es propicia para que las gallinas ostenten su plumaje de oro “ante algún incauto codicioso”, con el fin de echarle el guante. “Las mozas… sueñan y adivinan quién será el galán que las despose”, los tesoros se remueven en las entrañas de la tierra y las losas que los ocultan dejan al descubierto parte del mismo para que algún pobre mortal deje de ser, al menos, pobre”. Como nuestro personaje de Cerrito Rico, que no sólo dejó de ser menos pobre, sino que se hizo millonario.
La montaña informativa casi entierra, otra vez, Cerrito Rico. Y eso que no mencionamos las numerosas supersticiones que se dan alrededor de las 12 de noche. Quedan, en la leyenda, las particularidades del tiempo y el maíz hilo conductor de alguna historia mágica. Don Félix J. López Romero incluye, como personaje legitimador del “milagroso suceso” a un representante eclesiástico, acorde con la época que cuenta y muy al modo de las leyendas mexicanas del XIX. En esta pozolera versión quitamos al cura, tendimos el escenario “del otro lado del espejo” y dimos cierta continuidad a la anécdota. Para acabarla de amolar.

La noche de San Juan

Chilpancingo no siempre fue el pueblo grandote que conocemos. Restos de arquitectura y cerámica desenterrados por aquí y por allá nos hablan de un pueblo originario, que aquí habitó hasta la llegada de los conquistadores españoles. Éstos levantaron casas y trazaron calles; sobre pirámides y espacios de ritos ancestrales se levantaron parroquias cristianas… Y el tiempo, hecho de polvo y olvido, pasó.
Ahora dicen: Chilpancingo es tan viejo como el maíz, y como muestra de su antigüedad y nobleza te ofrecen una cazuela de pozole. Nadie dice: debajo de este pueblo hay otro, enterrado en la historia, junto a sus dioses y sus costumbres. Nadie habla de puertas dimensionales, ni de espíritus en pugna…
En nuestro entonces, la mayoría de las casas de Chilpancingo seguían siendo de adobe. Sus paredes encaladas podían no tener ventanas, pero ofrecían una puerta abierta, y muchas de ellas hasta un zaguán.
De uno de esos zaguanes salió Benito Popoca a ofrecer sus servicios de arriero, cierta tarde del 23 de junio, sin saber lo que le tenían reservado el reloj del cosmos, las locas vueltas del tiempo o, para decirlo de una vez…: los encantamientos de Cerrito Rico
Benito era dueño de una flota de burros. Con ellos hacía “viajes”: de arena, carbón, mesas, sillas, tablas de madera o bidones con agua, láminas, rollos de alambre y alambrón y chucherías de cualquier material… En el mercado, las marchantas les echaban sobre el lomo costales de papas, de cebollas, de pepinos, y los burros de Benito más frescos que lechugas. Había trasladado casas enteras a Tixtla y a Chilapa, por el sur a Tierra Colorada, y hasta Xochipala si hubiera que mencionar el norte.
–Todos los burros aguantan, pero los de usted hasta parece que van riéndose de la carga, don Benito.
–Será porque cobro lo justo y de ahí comen.
Eso sí: nunca un cliente se quejó de que Benito quisiera pasarse listo con la tarifa de sus aguantadores y felices burros.
–Arrieros somos –se despedía–, y en Chilpancingo andamos…
Y todo mundo contento.
Desde muy temprano anduvieron sus burros llevando cosas del centro a barrios y andurriales del pueblo, y como a eso de las 5 de la tarde volvió a su casa a echarse un taco y a cambiar sus cansados instrumentos de trabajo por otros recién comidos y descansados. Mientras su mujer preparaba el recalentado y le echaba unas tortillas en el comal, su hijo Beni pasó por ahí, diciéndole nos vemos al rato, voy atrasado, papá. Su mujer dijo va a la iglesia, mañana –le recordó– va a hacer su primera comunión. Benito estiró los brazos y le pidió a su mujer que le tuviera listos unos frijoles apozontles con tortillas del comal para cuando regresara de trabajar. Luego salió con sus bestias frescas a buscar marchantes, por las empedradas calles de Chilpancingo.
Enseguida encontró cliente. Un zumpangueño que quería sorprender a su esposa con la sala colonial que acababa de comprar. El justo Benito dijo le voy a cobrar tantos pesos y el cliente estuvo de acuerdo. Rayaba el sol cuando las herraduras de los burros dejaron de sonar sobre empedrado y empezaron a levantar polvo en la cuesta de Tierras Prietas, rumbo a Zumpango.
A Benito se le hizo tarde porque bajó los muebles de sus burros y ayudó a colocarlos en la casa del cliente. Una que otra lámpara de trementina medio iluminaba la calle principal de Zumpango, cuando emprendió el regreso. Como venía satisfecho por la ganancia y casi olía los frijoles y las tortillas que le encargó a su mujer para dentro de un rato, no se dio cuenta cómo subió por las laderas de un cerro, y de otro, hasta llegar a Tierras Prietas, donde sus bestias aflojaron el paso.
Iba bajando a Chilpancingo cuando la noche se le cerró y, a su derecha, en el Cerrito que parece pirámide prehispánica y que llaman Rico, vio parpadear dos o tres lucecillas amarillentas. Le pareció extraño y hacia allá dirigió su recua, y ya cerca pudo ver que se trataba de campesinos de manta y huaraches que se iluminaban con antorchas de ocote. Cuatro de ellos cribaban maíz y otros descansaban, esperando su turno.
–Buenas noches tengan, saludó Benito, y buenas noches tenga usté, le respondieron.
Luego de que platicó y se tomó un café, preguntó si el maíz que estaban limpiando estaba en venta y le respondieron que no, y, cuando se despidió, le ofrecieron que, para que en su casa no le faltaran las memelas, llenara sus costales con todo el maíz que pudieran aguantar sus burros. Benito creyó que era broma y sonrió. Los señores se quedaron muy serios y Benito les preguntó por qué se mostraban tan generosos con un desconocido, y los señores, a medio coro, respondieron:
–…Estamos en la noche de San Juan.
Le ayudaron a subir los costales llenos de granos a los pollinos y le desearon buen viaje.
Benito chicoteó al burro guía y la recua dio la espalda a las antorchas de ocote y emprendió la bajada. Como si hubiera dado vuelta a la noche: según los cálculos del esforzado arriero, cuando entroncó con el camino a Chilpancingo, apenitas pasaba de las doce de la noche. De Cerrito Rico al pueblo no hay más de cuatro kilómetros, pero cuando topó con las primeras casas, ya estaba amaneciendo. Además, sus bestias, tan fuertes y afamadas, bufaban de cansancio como nunca antes.
Más le sorprendió que grandes tramos de las calles empedradas por las que había salido, de la noche a la mañana tuvieran pavimentados de concreto. Muchas fachadas eran o parecían diferentes, y puede decirse que si llegó a su casa fue sólo gracias al instinto hogareño de sus fieles y aguantadores burros. Éstos se plantaron frente al zaguán, y Benito no tuvo problema para meterlos bajo techo, con toda su carga de maíz.
Iba a aflojar la correa de los costales cuando oyó un grito de mujer y casi brinca del susto. ¡Ven rápido Beni un intruso se acaba de meter a la casa!, alertaba una voz de señora a su hijo. Volteó y, tras el rostro de la señora, adivinó el de su esposa…, que estaba asombrosamente avejentado. A su esposa no le fue mejor: apenas lo miró, tan parecido a su marido Benito pero a la vez tan… joven como la última vez que lo vio, y además con la misma ropa, se santiguó con los dedos en cruz y la boca completamente abierta.
Beni era el joven –de más de treinta años– que llegó corriendo y enseguida fue a abrazar y tranquilizar a su mamá. Levantó los ojos y Quién es usted, qué hace aquí –espetó–, ¡por qué metió sus bestias a nuestro patio como si fuera su casa!…
–Porque también es mi casa –respondió Benito–. No sé por qué –añadió–, ayer los dejé de un modo, y ahora resulta que mi mujer es más vieja que yo y no me reconoce, y que mi hijo, que mañana iba a hacer la primera comunión, ya es un joven de bigote y…
Trataba de explicar, pero todo resultaba tan inexplicable que nadie, ni él, creía lo que decía, y entre los tres armaron una discusión sin pies ni cabeza. Hasta que a Benito se le ocurrió preguntarle a su mujer si le tenía listos los frijoles apozontles y las tortillas que le había pedido para cuando regresara de trabajar y
–Sí –dijo la esposa–. Es lo que me pediste la tarde de tu desaparición, hace veinticuatro años.
–Un día antes de mi primera comunión –terceó Beni.
–Ayer llevé unos muebles a Zumpango y acabo de regresar –reempezó Benito–. De regreso, en Cerrito Rico me encontré con unas almas perdidas que me regalaron varios sacos de maíz.
Y jaló a su mujer y a su hijo al zaguán, y luego que su mujer y su hijo constataron que, en efecto, los burros eran los mismos que se llevó a trabajar la tarde de “ayer”, hace 24 años, la confusión… como que se medio aclaró.
Pero faltaba:
Benito soltó una y otra pretina de los burros y, al estrellarse contra el piso, los costales reventaron y los granos de maíz se volcaron sobre la loza abrupta y pausadamente… bajo una coruscante aureola dorada. Los tres quedaron mudos y boquiabiertos. Después de unos instantes se atrevieron a estirar la mano y, cuando advirtieron que cada uno de los granos de maíz era de oro real, ya sabían que nunca entenderían nada de nada, pero que Benito decía la verdad, y se abrazaron mística y animosamente, como no lo habían hecho jamás.
Relativamente joven y multimillonario de la noche a la mañana (24 años después), don Benito Popoca alcanzó a convivir con su familia muchos años; enterró a su mujer y sobre sus rodillas sentó a más de un tataranieto. A su fama de humilde, esforzado y justo agregó la generosidad con que trató a sus amigos y colmó de bienes a la comunidad.
Casi al final de su vida, su vocación de arriero lo llevó a comprar una recua de camionetas de redilas con permiso para dar servicio de carga en la ciudad y sus alrededores –incluyendo Cerrito Rico, siempre y cuando –advertía– no estemos en vísperas del día de San Juan.
Chilpancingo, pueblo grandote ubicado al borde de la carretera, como dicen los turistas que van en busca del sol de Acapulco. Mientras sus naves surcan la autopista en la noche cerrada, automovilistas y camioneros han visto dos o tres lucecillas en un cerro que parece pirámide prehispánica, arriba, a su derecha. Cuentan que las mentadas lucecillas (como de antorchas, como de ocote) empezaron a coruscar en lo alto del cerro poco antes de la medianoche. En la oscuridad y a la velocidad que iban, si algo vieron, fue de reojo. No hubo uno que no hundiera el acelerador.
De pronto, la noche de San Juan, cualquiera que pasa por ahí puede traspasar una puerta por la que no se entra a cualquier casa, amanecer más joven y ricachón que anoche, con el riesgo de que el reloj de la historia o la fortuna se descomponga y en vez de granos de oro encuentre cáscaras de maíz petrificado y polvo, y de que antes de quedarse en la edad que tenía, resulte veinticuatro años más viejo que los demás…
Tal es el riesgo de caer en los encantamientos de Cerrito Rico.
Si le tocara medianoche del 23 y vislumbrar las trémulas y legendarias lucecillas del cerrito que parece pirámide, usted, lector…, ¿aceleraría?

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