Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*La Feria de Chilpancingo según Francisco Alarcón

*Quisiera volver a recordar

Historia y tradición

Con justicia dice David Cienfuegos Salgado que la obra pictórica de Francisco Antonio Alarcón Tapia (Chilpancingo, 1947) sirve “para explicar lo que representa un festejo, una celebración, una feria, en el imaginario y deja abiertas muchas vetas para indagar en la historia de Guerrero”. Casi no conozco la obra de caballete, las acuarelas y los dibujos de Alarcón, pero como cualquier ciudadano que acude a las ventanillas a pagar impuestos o descuentos en el predial, de inmediato me acordé del mural que Pancho –como le decimos en Chilpancingo– pintó en paredes interiores del edificio que fue Palacio municipal y hoy alberga a la Secretaría de Cultura. Ése que empieza con una serpiente gorgoreando volutas de aire (pues es Ehecatl, dios del viento), a modo de representación del pasado prehispánico de Chilpancingo. Abajo, una avispa lleva en sus patas una diadema celebratoria sobre la iglesia de Santa María de la Asunción, donde (como recuerda una leyenda, al lado) se celebró el Primer Congreso de Anáhuac. Entre Morelos y símbolos del imperio español destrozado cruza un rayo que rompe las cadenas de la esclavitud. La bandera y el águila mexicana reguardan las figuras de Vicente Guerrero y Juan Álvarez, como símbolo de la unidad nacional. Libros que sugieren limbos de educación y progreso. Palomas de paz sobre un bloque conformado por Baltasar R. Leyva, Alejandro Cervantes Delgado, el poeta Rubén Mora Gutiérrez y el astronauta chilpancingueño Rodolfo Neri Vela. María Luisa Ocampo aparece, de a acuerdo a su mejor retrato, entre las hojas que figuran las novelas y obras de teatro que escribió.
En la pared de enfrente queda la pintura que Alarcón dedicó a “Chilpancingo y sus tradiciones”: reunión de ritos y tradiciones, cortejo de danzas regionales y ofrecimiento gastronómico, entre rastros del pasado prehispánico, con las montañas del sur de fondo. En ninguno de los dos murales Francisco olvida dibujar avispas ni mazorcas de maíz.

Un mundo personal e irrepetible

La Feria de Chilpancingo en las ilustraciones de Francisco Alarcón Tapia (2013) no es sólo un marco referencial para los carteles de la feria de Chilpancingo que engalanan salas y restaurantes de la ciudad: los autores, Antonio Cervantes Núñez y David Cienfuegos Salgado, consiguieron entrar al archivo pictórico, personal y profesional del artista chilpancingueño y presentan un documento amplio y muy formal sobre la obra y la vida del destacado pintor chilpancingueño. Desde sus primeros atisbos artísticos –su paso por escuelas de arte, su estancia en Jalisco, su aprendizaje permanente– hasta que encontró su propio estilo, que es como decir su propia onda. Dicen Cervantes y Cienfuegos que Francisco Alarcón “no busca estilos novedosos, sólo quiere volcar en un lienzo lo que siente. Y parte de ese sentimiento está dado por el hecho de reflejar el Chilpancingo de su infancia, pintando eso que se ha ido: no lo que se vende, sino lo que despierta en él la nostalgia de un mundo personal e irrepetible”. Sugieren, así, que la onda de Pancho es figurativa y realista, y reafirman que el tema que simbra y mueve el universo pictórico del biografiado es el abanico de tradiciones de su tierra natal.

Los carteles

En La feria de Chilpancingo los lectores encontrarán una sintética reseña histórica de esa fiesta popular. Los carteles promocionales vienen al último, acompañados de interesantes comentarios sobre los elementos simbólicos que lo conforman. Alarcón Tapia empezó con los carteles en 1978, cuando trabajaba como asesor de artesanías para el gobernador Alejandro Cervantes Delgado. Desde entonces, con algunas lagunas, viene ejecutando, año tras año, no los carteles, sino las ilustraciones pictóricas de los carteles de la Feria. Faltan, por ejemplo, los carteles de 2011 y 2012. Cervantes Núñez y Cienfuegos Salgado explican que en los años citados “el patronato de la feria decidió que la elaboración de la pintura para los carteles de ese año se sometería a un concurso para nuevos pintores o aficionados”. Omiten señalar que fue la torpe redacción de la convocatoria emitida por el patronato lo que confundió y frustró a artistas plásticos y diseñadores (que decidieron no participar) y llevó al fracaso al mencionado concurso, a pesar de la justa intención (descubrir e impulsar nuevos talentos, incrementar el interés por la festividad) de los patrocinadores. Y ora sí que Francisco Alarcón Tapia fue desjubilado por orden de cabildo. Tras ser recluido en su taller, fue obligado a realizar la pintura alrededor de la cual se invitaría a la Feria de San Mateo, Navidad y etcétera, de 2013. Obligado es, desde luego, un decir, ya que a Pancho le encantan estas tareas que lo impulsan a recrear, en conjuntos simbólicos, los elementos de la tradición que tanto conoce y ama, porque, de hecho, paso a paso, máscara tras máscara, él que conoce el nombre de los cerros que rodean el poblado, que de tanto vivirlo ha escrito un manual para el porrazo de tigres, nació y ha venido caminando con ella.
En el pasado juvenil quedó el dibujo que hizo de Carlos Trouyet, sus viajes exploradores, sus exposiciones frustradas. El gobernador José Francisco Ruiz Massieu deshizo el proyecto del Museo de las Artesanías que dejó avanzado Cervantes Delgado. El Museo fue saqueado por funcionarios de Ruiz Massieu, pero en 1991 éste invitó a Alarcón a que cubriera las paredes de la iglesia de San Francisco de Asís, en Chilpancingo, con imágenes bíblicas. La calidad técnica y la perspicacia simbólica de las escenas acrecentaron la fama pública de Francisco Alarcón: amigos y vecinos ya sabíamos de su interés por la historia y la cultura del pueblo, pero no que tuviera tan buena mano, es decir el pincel crédulo y fino que se necesita para contar las desventuras y venturas de Jesús, y otras delicadezas bíblicas.

Reconociéndose

Ya en éstas, los lectores advertirán muy pronto que, en el libro, Francisco Alarcón Tapia no habla. No en primera persona. La gran cantidad de datos y de opiniones del pintor hacen suponer que el texto se basa en entrevistas largas y acuciosas, y que al último los autores integraron la voz personalísima de Pancho y la información que éste les haya pasado, a su glosa unívoca. En este mismo sentido, y considerando que no se trata de una obra narrativa o personal, se desliza la sensación de que algunos datos históricos fueron tomados de segunda mano, ya que los autores no citan ni a los autores ni a los libros donde basan sus comentarios.
El título es kilométrico, y los editores escogieron la pintura más abigarrada y confusa de todas (en vez de una de las maravillosas del repertorio) para la portada, donde, para mi gusto, sobran los carteles chiquitos de los lados.
Como La Feria de Chilpancingo en las ilustraciones de Francisco Antonio Alarcón Tapia fue patrocinado por el Ayuntamiento de Chilpancingo y la Universidad Autónoma de Guerrero, el escudo de armas (¿!?) de Chilpancingo y el águila emblemática de la UAG (de pronto UAGro, en la mercadotecnia mediatizante), sus logos son enormes, respecto a la composición de la portada y al escaso ejercicio e incursión en la promoción de la cultura popular de estas instituciones. Por si faltaran, el alcalde Mario Moreno Arcos y el rector Javier Saldaña Almazán brindan sesudos comentarios. Lo cual no obsta –que conste– para que los lectores reconozcamos la riqueza de esta investigación y la seria y animosa aplicación de sus autores. Ya se merecía este reconocimiento Francisco Alarcón. Ora sí que con este libro muchos chilpancingueños podemos tener en casa (aunque mi libro sea prestado) los todos carteles de Pancho y reconocer que en la dimensión plástica y colorida de sus carteles es fácil combinar la vida cotidiana con el mito sensible, la intimidad histórica con la de los vecinos e incluso, como los que sienten el temblor y no se hincan, las crisis con la identidad.
Por cierto, los autores nunca ponen: chilpancinguenses, sino chilpancingueños, como decían los antiguos y muchos nos seguimos reconociendo aquí.

Quisiera volver a recordar

Costumbres, tradiciones, leyendas, historias de aldeas, haciendas, jardines y edificios de Tixtla recorren esforzada y gallardamente las páginas de Quisiera volver a nacer (2013), de Jesús Castrejón Flores. Tras el largo prólogo de Ernesto Ortiz Diego, que ubica la obra que comentamos como producto neto de la cultura popular, don Jesús revela que “para escribir estas sencillas narraciones tuve que pensarlo más de un año catorce meses. Completamente ignorante –apunta–, recordaba el dicho popular que dice: ‘De tan sincero se peca’”, y armado de paciencia y tenacidad, apoyado en un diccionario y un libro de ortografía, aceptó el reto de escribir sobre Tixtla.
“El siguiente paso fue recordar leyendas, cuentos, historias y anécdotas que contaban nuestros antepasados, además (de) preguntar a mis mayores, a quienes agradezco su basta información”. Convencido de que “¡todo hombre es un alumno y todo viejo es un sabio!”, don Jesús establece que “mi único afán es rescatar lo que el tiempo está consumiendo, para dejar un modesto legado a los niños y jóvenes, a través de las páginas de este libro”.
Ya el primer texto de Quisiera volver a nacer es ambiguo (empieza el me contaron que) y presenta, como bases, dos versiones legendarias de la fundación de Tixtla. El me contaron, el dicen que, caracterizará la información y la dirección de los textos que siguen. Es loable el proceso creativo de don Jesús (del semianalfabetismo a la crónica histórica, costumbrista y social) y su afán añorante y reintegrador. Tardíos y tentaleantes (aparentemente nació en la década de los 40), apoyados en la información de los “más viejos”, la suma de sus recuerdos arroja una estela de información tan amplia que logra crear un aura de leyenda perdida sobre la naturaleza y la vida productiva y social del valle de Tixtla y sus alrededores.
Entre las leyendas, don Jesús incluye varias conocidas (encabezadas por las cihuatatoyotas), en versión breve, y propone varias nuevas. En una de ellas encontramos una coincidencia sorprendente. Dice don Jesús en El cerro encantado (leyenda de Tixtla):
“Ya venían de regreso cuando repentinamente vieron que en un lugar del cerro de Amatitlán había una tienda bien iluminada y surtida. Hacia allá se dirigieron con la intención de comprar algo, pero al consultar sus bolsillos se enteraron de que el dinero se les había terminado, por lo que dos de ellos se quedaron con el deseo, mientras que el tercero entró a la tienda a comprar algo de comer. En ese momento la puerta de la tienda se cerró y desapareció de la vista de sus compañeros”.
En el párrafo anterior encontramos, en sustancia, el argumento de un relato del inglés Henry James que trata justamente de una tienda mágica aparecida en una plazuela de Londres.
El gusto de leer a don Jesús es eventualmente boicoteado no por el exceso de “Se ignora…”, “Me contaron que”, “Dicen” y “Posiblemente…”, que incentiva la sospecha de que el libro está escrito con tres cuartos de corazón y uno de oído. En el trasmano memorístico, ciertos datos degeneraron, se tergiversaron o se escogieron demasiado, como en el juego del teléfono descompuesto. Para mí que el Judío Errante era holandés, pero don Jesús afirma que era palestino y le creo, ya que así lo leyó en El Mártir del Gólgota. En su titubeo permanente, afirma que “se desconoce el origen del nombre de esa fracción de terreno, posiblemente desde que trazaron las calles lo hayan destinado para construir una capilla para la imagen de San Juan, porque tiene la forma de las demás plazuelas”, y que ahí el “magnate francés” Nicolás Naime construyó un cine (el Esperanza), cuando todos sabemos que antes que magnate don Nicolás era un inmigrante libanés ahorrativo que nada tenía de magnate y menos de francés.
Seguro que si don Jesús hubiera leído a quienes antes que él conjuntaron costumbres, leyendas y cosas de Tixtla, el panorama y su concepción de ese universo familiar se hubiera enriquecido generosamente. Su comentario sobre “el primer taxista de la ruta Tixtla-Chilpancingo”, Jorge López de nacimiento y El Mamacito por apodo, queda muy mal parado ante el cornucópico Los cuentos de El Mamacito para niños de 7 a 97 años, que su paisano Jorge Vargas Moctezuma publicó en 1989.
El título del libro, Quisiera volver a nacer, recuerda el poema apócrifo de Jorge Luis Borges (“Si volviera a nacer”) y presupone la revelación entendida de la vida y la prometeica intención de un buen actuar, un buen hacer y, en nuestro caso, un mejor escribir.
La edición es del autor. Al último se incluye un glosario de algunas palabras.

468 ad