Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

El señor diputado
 

(III y último)

Los trajeados

A la mesa de don Luis Bedolla y el reportero de Trópico, en la cantina La Marina, de Doroteo Lobato, se unen dos hombres invitados por el señor diputado. Ambos visten trajes rigurosos. Sacos cruzados, amplísimas las solapas, hundiendo las hombreras casi totalmente el cuello. Los pantalones, holgados y apinzados, tienen valencianas tubulares en tanto que las corbatas son discretas como rebozos de Chilapa. El anfitrión los ha presentado como jefe y subjefe de la Aduana Marítima de Aca-pulco, en pleno Zócalo (hoy edificio Nick). Ellos mismos se identifican, pero nadie los entiende porque, como justificará Doroche, “hablan en chilango”. O sease, escupen las “eses” que nosotros engullimos con apetito feroz.
Los invitados no desentonan por vestir saco y corbata porque ello fue obligatorio para los funcionarios públicos durante la primera mitad del siglo XX. El cronista Carlos E. Adame recuerda que su padre, don Guillermo Adame, secretario del Juzgado de Distrito, nunca salió de su hogar en mangas de camisa. Vamos, ni siquiera al corredor de la casa. Drástico también será el caso de don Cleto Trujillo, oficial primero del Ayuntamiento de Acapulco, quien vestía traje de casimir negro (¿pos cuál otro?) aún en pleno verano.
Lo harán igualmente los alcaldes Donato Miranda Fonseca (1953-1954) y Jorge Joseph Piedra (1960), si bien teniendo a su favor las telas tropicales para enfrentar las canículas. Las oficinas públicas, por su parte, se aireaban con ventiladores de techo “más lentos –se decía– que la Reforma Agraria”. Nada que ver, por supuesto, con los petates que ventilaban ma-nualmente las oficinas de la Wells Fargo, en el Zócalo. Y no era que el puerto se comunicara aún mediante diligencias custodiadas por un moreno John Wayne. Simplemente que la legendaria empresa del Far West operaba aquí medios de transportación marítima.
Caso memorable fue el de “Los Leyvita” –Rafael y Carlos Leyva, llamados así por levantar del piso apenas el 1.55–, jamás vistos en público usando ropa casual. Siempre enfundados en trajes completos y tocados con sombreros de fieltro. No eran burócratas, se desempeñaban como tenedores de libros en la fábrica de hielo de Aguas Blancas y residían en la calle Hidalgo, frente al consulado de los Estados Unidos (hoy Telmex).

El ceviche

Mientras tanto, en La Marina, Doroteo Lobato ha servido en la mesa del señor diputado platos colmados con ceviche de sierra. Aparte, porciones generosas de callo de hacha, lapa, pulpo y camarones “por si alguien desea combinarlos”. Ello dará lugar a un debate casi parlamentario en torno a la historia del sabroso manjar.
–Deberán saber los señores –arranca un Doroche doctoral–, que este ceviche ya posee la denominación de “ceviche acapulqueño”, nacional y quizás internacionalmente. Su autor, don Evaristo Valverde, ha enriquecido de tal manera la receta tradicional que no dudaría en llamarlo su recreador. No lo van a creer si les digo que, para honor de la casa y mío propio, Valverde es quien lo ha preparado especialmente para ustedes.
–¡Excelente, magnífico, extra-ordinario! –responden en coro los comensales raspando los fondos de los platos. –¡Ver-daderamente delicioso! –acota el señor diputado.
–¿Es peruano el ceviche? –indaga el reportero de Trópico.
–Quizás solo en la forma de presentar el pescado en trozos –se apresura a responder el anfitrión. Dice la leyenda que así lo consumían los pescadores llegados a nuestra bahía desde Perú en busca de la madreperla. Picaban menudamente las lonjas de pescado para luego marinarlas en jugo de limón. Y buen provecho.
–¿Elemental, mi querido Doroche! –interrumpe el señor Bedolla para pedir “un poquito más, si es que quedó algo”.
–¡Las veces que usted desee repetir, mi diputado! –ofrece el anfitrión dando pie a una solicitud generalizada. Y continúa.
–Ahora bien, un ceviche más cercano al que ustedes saborean habría sido preparado por don Faustino Liquidano, filipino descendiente de vaporinos y vaporino él mismo. Los marinos que servían o habían servido en vapores cargueros eran personas muy respetadas por la comunidad. Y es que poseían una importante ilustración recogida en sus viajes alrededor del mundo, además de ser contadores de sabrosos anecdotarios. Vestían camisas de seda y caminaban “ladiaditos” –la fuerza de la costumbre–, como si lo hicieran sobre la cubierta del barco

Los Álvarez

–Don Faustino –les decía–, servía en el vapor Relámpago, cubriendo rutas sudamericanas y su cocinero japonés servía ceviche mañana, tarde y noche. Asentado de nueva cuenta en Acapulco, el vaporino añorará aquella experiencia culinaria y la intentará él mismo. Usará, a falta de los ingredientes utilizados por el japonés, los criollos jitomate, cebolla y chile.
–Ya, ¿el ceviche acapulqueño? –indaga el periodista.
–Todavía no… voy para allá –responde el de la voz.
–Don Faustino preparaba el manjar solo para los suyos, pero un día tendrá la oportunidad de agasajar al propio gobernador Diego Álvarez, hijo de don Juan y doña Faustina Benítez (el apelativo de Coyuca es en su honor). Don Diego no escatimará elogios para el platillo y para tener cocinero a la orden nombra a Liquidano alcalde de Acapulco (1864).
–¡Ah!, se me pasaba un dato curioso –acota el ponente. Que el señor Liquidano hacía esta extraña distinción ortográfica: el ceviche marinado lo escribía con “v” chica, en tanto que el cocido con “b” grande. ¡Y vayan ustedes a saber por qué!
–¿Y el aceite de oliva, las aceitunas, el cilantro, los chícharos, el aguacate y la salsa picante? –indaga la mesa que a estas alturas ya se ha zampado dos platos y va por el tercero.
–¡Ah!, exclama Doroche, aquí es donde quería yo llegar para tener el orgullo de presentar a mi amigo Evaristo Valverde, a quien debe acreditarse la incorporación de tales ingredientes y que hacen un ceviche auténticamente acapulqueño.
–Puesto de pie, enjugándose el sudor con un paliacate colorado que acostumbra llevar anudado en el cuello, el diputado Luis Bedolla suelta su vozarrón como si estuviera en la “más alta tribuna de la nación”, a la que por cierto nunca escaló. Exalta grandielocuente el arte culinario originado en el mar y muy particularmente la sabrosura del ceviche acapulqueño. Pide, aprovechando la oportunidad, una botella más de habanero Ripoll. ¡Que venga y digamos salud en honor ahora de dos Ganimedes: Doroche y Valverde! –invita.
Los cevicheros

Algunos cevicheros acapulqueños de gran prosapia: Calalo, María Linares, Chagua H. Luz, Pipo Diego, Luis Cruz, El Amigo Miguel Martínez y sus hermanos y Los Vielma.

Ofelia

Un mesero interrumpe la disertación de Doroteo Lobato. Le informa agitado que ha llegado a la cantina un profesor acapulqueño a quien él mismo había echado meses atrás del lugar.
–No pasa nada –le responde Doroche. Aquel diferendo ya quedó liquidado. Tengo la promesa del profe de no comportarse más como un energúmeno, no le cobren la cuenta, ordena.
–¿Tan grave estuvo el asunto? –pregunta el reportero de Trópico.
–El maestro Prisco Vergara, director de una escuela primaria de Acapulco, es todo un caballero cuando está sobrio, como todos, tornándose agresivo con unos cuantos alipuses entre pecho y espalda. Hace un tiempo hizo aquí una de las suyas: sin causa aparente atacó a botellazos a un trovador ambulante hasta partirle la cabeza.
–Su argumento fue que el artista había osado cantar el vals Ofelia –“¡por mi madre, bohemios!”–, aún advertido de que el sagrado nombre de su jefecita no debía pronunciarse en un sitio pecaminoso como éste. A partir de entonces tomamos nuestras providencias: quitamos el vals Ofelia de la rockola y advertimos a los trovadores de cómo les iría si lo cantaban estando presente el profe Vergara.
–¡Mis respetos para el profesor, yo soy igual tratándose de mi señora madre –confiesa el señor diputado.
Doroche vuelve a su cocina.

Caguama y “brinche”

El anfitrión volverá a la tertulia acompañado de un mesero que porta una bandeja con platillos humeantes. Retoma su aire doctoral y expone:
–Está científicamente comprobado que la botana que les traigo quita las borracheras como por encanto y no me pregunten el cómo ni el porqué, ¡experiméntenlo! Se llama “pecho tatemado” y corresponde a una receta tradicional del puerto. Se trata del pecho de la caguama asado a las brasas y bañado con vino blanco apenas alcanzado su punto de dorado. No me pidan cubiertos porque la tradición obliga a comerlo con las manos. ¡Y háganle un huequito a lo que viene!, advierte.
–Esto es verdaderamente milagroso –hará saber a la mesa el señor diputado. Me siento como si solo hubiera tomado dos copas de Ripoll y ya nos hemos zampado cuatro botellas. Ora sí que el amigo Doroche se voló la barda con esta delicia de platillo y de efectos tan sorprendentes –remata el líder campesino.
–Qué bueno que les haya gustado –agradece Lobato al volver a la mesa transcurridos apenas unos cuantos minutos. Frente a sus invitados chasquea los dedos y aparece un mesero con una charola tan suculenta como la anterior.
–¡Paella! –exclama el siempre despistado reportero de Trópico.
–¡No me chingue, periodista! ¿acaso tengo pinta de valenciano? – responde jocoso el anfitrión. Se trata, en efecto, de arroz guisado pero nada que ver con el platillo español. Este contiene trozos de callo de lapa, caracol “burgao” y otras armas secretas para la “jodienda”. Aquí lo llamamos “brinche” y espero que les guste.
–Querido amigo Doroche, es usted más cabrón que bonito –responde el señor diputado y será lo único que diga por culpa de unos granos de arroz desviados de su ruta natural. ¡Cof, cof, cof!

Renato Leduc

Uno de los trajeados invitados del señor diputado aprovecha que éste se ha levantado al baño. Solicita la venia de la mesa para decir una poesía jocosa del periodista Renato Leduc. Obtenida la aprobación general, se suelta:

Con la boca reseca – reseca
y el cabello erizado – erizado,
corretea de la ceca a la meca
el presunto señor diputado.

Trasudando sufragio efectivo
caga sangre el señor diputado
al pensar que pudiera algún vivo
comerle el mandado

Ya en la paz del Congreso descansa
triunfador el señor diputado,
bien repleto el bolsillo y la panza
y en la boca, fruncida, un candado

Don Luis Bedolla , quien ha escuchado los versos de Leduc a su regreso del sanitario, se acerca a la mesa solo para recoger su sombrero y abandonar enseguida La Marina. Desde la calle hará sentir su vozarrón en todo el espacio acapulqueño
–¡Chinguen a su madre, pinches gorrones traidores!

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