Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Alba Teresa Estrada

La tragedia de Iguala, parteaguas en la disputa entre partidos y movimientos

Las elecciones en Guerrero son una moneda en el aire. Todo parece indicar que el 7 de junio de 2015 las elecciones concurrentes –federales, estatales y municipales–, tendrán lugar en todo el país menos en Guerrero. Si el movimiento por la presentación con vida de 42 estudiantes de Ayotzinapa víctimas de desaparición forzada se mantiene bajo las directrices marcadas hasta ahora, las elecciones difícilmente tendrán lugar en la entidad guerrerense.
Hasta el momento, seis de ocho distritos electorales se encuentran tomados en señal de protesta por la falta de resultados en torno a la tragedia de Iguala; sólo dos distritos funcionan con relativa normalidad. Las instituciones y funcionarios electorales se encuentran bajo asedio. Hasta el momento, pesa más la decisión de padres de familia, normalistas, maestros de la CETEG y otros aliados del movimiento, que la determinación y capacidad de las instituciones del Estado para lograr que las elecciones se lleven a cabo en la fecha prevista.
Los amagos del gobierno federal de “aplicar la ley” –que encuentran un tímido eco en el ejecutivo estatal–, no cuentan con las condiciones políticas y sociales para imponer ese mandato. A los gobiernos federal y estatal no les conviene hacer efectiva la represión que tales declaraciones insinúan; militarización y represión son ingredientes explosivos que pueden incendiar una pradera ya bastante seca y ardiente.

Las elecciones y el sistema electoral mexicano

Con demasiada frecuencia se confunde la esencia de la democracia con las elecciones. Se piensa que algo es democrático porque emana de la decisión de una mayoría expresada en votación libre. No necesariamente es así. De hecho, en la Atenas clásica donde nació la democracia en el siglo V a de C., no era la elección sino el sorteo el método por excelencia para elegir a quienes ocupaban algún cargo público. Con ello se asumía que todos los ciudadanos eran iguales en competencia y derechos. El cargo podía recaer, así, en cualquier ciudadano. Únicamente las magistraturas, que requerían atributos especiales, eran otorgadas mediante el método de elección (Manin, Varnant).
De igual manera, en el origen de la democracia estadunidense lo que se buscaba era un “gobierno representativo”, mientras que la democracia era vista con desconfianza por la élite de colonos que lucharon por la independencia. Como entre los griegos de Atenas, la ciudadanía en la naciente Unión era un estatuto del que no gozaban todos: mujeres y esclavos estaban excluidos de ella (Manin, Tocqueville).
Con el transcurso del tiempo, democracia y elecciones se fueron equiparando. La conclusión es que democracia no es sinónimo de elecciones: no debemos confundir el medio con el fin. La elección es sólo un medio, un método entre otros, para alcanzar el mismo fin: el nombramiento de autoridades que velen por el bien común, o “interés general” como prefería llamarlo Rousseau.
En la República mexicana, el sorteo no se ha explorado suficientemente debido al diseño de nuestras instituciones pero, sobre todo, a las enormes y crecientes desigualdades que nos aquejan como sociedad. Sin embargo existe, también, la asamblea y, entre los pueblos originarios el sistema de cargos (los usos y costumbres), como métodos para nombrar autoridades. Las formas de organización política deben emanar de la constitución peculiar de cada pueblo y sociedad. No debieran ser estatutos legales rígidos, uniformes y de aplicación indistinta en sujetos sociales (pueblos, etnias, ciudades, regiones) que son singulares y diversos; tendrían que adaptarse a esa diversidad.
En México, la democracia es una aspiración que no hemos alcanzado hasta ahora. En la etapa posrevolucionaria, bajo ese nombre se impuso un sistema presidencialista de partido de Estado que hacía imposible alcanzar la representación o el gobierno bajo un signo distinto al del partido oficial.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI), fundado en 1946, constituía una verdadera aplanadora que operaba como correa de transmisión de la voluntad presidencial, el gran elector. Los partidos de oposición, que eran legalizados o ilegalizados al arbitrio del presidente en turno, tenían una función meramente decorativa. No fue sino hasta 1954 cuando empezaron a tener representantes de partido en el congreso, y aún a partir de entonces lo hicieron en absoluta e intrascendente minoría.
Fue hasta la reforma política de 1977 cuando el gobierno federal reconoció la necesidad de ampliar la representación y fortalecer el pluralismo, después de que en la elección presidencial de 1976 el candidato oficial, José López Portillo, se presentara sin contendientes. A partir de las elecciones federales de 1979, los partidos de oposición tuvieron garantizados diputados y senadores electos mediante la fórmula de representación proporcional. Esta reforma se implementó como respuesta a la crisis de legitimidad que se había ahondado progresivamente desde los años sesenta, en el transcurso de ciclos de movilización y protesta reprimidos que alcanzaron su cenit con la matanza del 2 de octubre de 1968.
En Guerrero, la represión tuvo expresiones recurrentes: Chilpancingo, 30 de diciembre de 1960; Iguala, 31 de diciembre de 1962; Atoyac, 18 de mayo de 1967; Acapulco, 27 de agosto de 1967.
La represión como respuesta recurrente hacia los movimientos sociales sólo condujo a la radicalización de sus participantes durante la década siguiente, a la multiplicación de la oposición armada y a la carencia extrema de legitimidad del régimen.
Aunque en su mayoría no son conocidas, entre 1964 y 1983 existieron 44 organizaciones armadas de izquierda en México. Guerrero destaca como cuna de algunas de las guerrillas más reconocidas de ese periodo: El Partido de los Pobres (PdlP, 1967-1974), la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR, 1968-1972), las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR, 1973-1977) y el Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo (Procup, 1978-1994). Guerrero es, también, el estado donde hubo más víctimas del terrorismo de Estado con el que se buscó aniquilar a esa oposición armada.
Si bien para muchos politólogos y opinantes la reforma política de 1977 marca el inicio de la transición democrática en México, lo cierto es que sus logros están a la vista y son muy magros: un sistema electoral muy oneroso que otorga un precario poder de voto a la ciudadanía y que no puede garantizar resultados a salvo de toda sospecha de fraude como lo muestran las cuestionadas elecciones presidenciales de 1988, 2006 y 2012; un sistema de partidos que ha encumbrado a profesionales de la política, representantes sólo de sus propios intereses; una alternancia que no frenó la corrupción ni detuvo la degradación de la política, y un Estado que se encuentra penetrado por las organizaciones criminales a los ojos de todos y con la complacencia de autoridades e instituciones.
Las elecciones en México, y particularmente en Guerrero, están en entredicho en al menos tres sentidos: idoneidad, legitimidad y factibilidad. En algunos lugares, marcadamente las regiones donde prevalecen los usos y costumbres, es dudoso que las elecciones sean el método idóneo para nombrar autoridades; más bien, han introducido conflictos y provocado divisiones al interior de los pueblos. Tampoco garantizan las elecciones la idoneidad y probidad de quienes asumirán la representación popular y el gobierno. No son los mejores quienes gobiernan. Las candidaturas se obtienen, las más de las veces, mediante ingentes inyecciones de dinero y tráfico de influencias y muchos de los precandidatos son abiertamente conocidos y señalados por sus nexos criminales.
La crisis no es exclusivamente de forma, arraiga en el desplome del pacto social que está en la base de nuestra constitución política. La falta de legitimidad afecta tanto al gobierno como al sistema de partidos; a las fuerzas armadas, al congreso y al sistema de impartición de justicia. Por eso, es válida la afirmación de que es el Estado mexicano el que se encuentra en crisis.

Movimientos vs partidos en Guerrero: el parteaguas de Ayotzinapa

El estado de Guerrero, como varias otras entidades federativas, se encuentra en un estado de abierta ingobernabilidad. Pero cuando hablamos de ingobernabilidad, no debemos olvidar que gobernar no quiere decir imponer a toda costa un mandato usando para ello el poder coactivo de la fuerza pública. Es obtener la obediencia voluntaria a un mandato por el convencimiento de que quien lo emite está investido de autoridad, es decir, tiene legitimidad (Weber). Así pues es esa legitimidad, a fin de cuentas, la que garantiza la gobernabilidad. En la medida en que la ciudadanía pone en duda a la autoridad cesa también de obedecerla. No es un asunto de fuerza. ¿Y cómo no poner en duda a la autoridad, después de observar su desenvolvimiento en torno a los hechos de Iguala? Todos los niveles de la autoridad quedaron en evidencia.
Además de lo anterior, las elecciones en Guerrero se encuentran en entredicho por razones de factibilidad: el desfase del proceso de preparación y capacitación de funcionarios electorales, la toma de oficinas y espacios de organización, el retraso en la designación de candidatos por los partidos y la presencia amenazante del crimen organizado en muchas regiones, hacen dudoso que los comicios puedan realizarse de acuerdo con el calendario previsto.
Por si esto fuera poco, a nivel de candidaturas vale la expresión de que “la caballada está flaca”: no existen, en ningún partido, candidatos con el perfil, la integridad y la estatura moral y política para convocar mayoritaria y dignamente al electorado guerrerense. Los candidatos del PRI a la gubernatura, herederos de viejos y nuevos cacicazgos, están rodeados de sospecha de vínculos criminales y han dejado una pobre imagen como gobernantes o funcionarios: ni Manuel Añorve, ni Mario Moreno Arcos, ni Héctor Vicario, ni Rubén Figueroa Smutny, ni Claudia Ruiz Massieu pueden presumir de una trayectoria brillante e intachable. Tan es así, que el PRI ha expresado la posibilidad de otorgar la candidatura a un aspirante externo.
El PRD, por su parte, está en la lona después de que el escándalo de Iguala pusiera en evidencia a los gobiernos municipales del sol amarillo, provocara la defenestración del gobernador Ángel Aguirre y ahondara el desprestigio de los eventuales candidatos del sol azteca. Después del autodescarte de Armando Ríos Piter, tanto Sofío Ramírez, como Beatriz Mojica, Javier Saldaña o Sebastián de la Rosa Peláez lucen con escasas posibilidades; tan es así, que Luis Walton Aburto, postulado por Movimiento Ciudadano, aparece como el mejor posicionado entre los precandidatos de las izquierdas. Morena, por su parte, debe estar escaso de cuadros cuando postula al joven Pablo Sandoval Ballesteros que, aunque es descendiente de conocidos luchadores sociales, políticos y sindicalistas de izquierda, no ha forjado una trayectoria política reconocible en Guerrero.
Movimientos sociales y partidos políticos obedecen a lógicas diferentes. Unos claman desde las márgenes de la arena política y luchan por obtener respuesta a sus demandas o por lograr transformaciones sustanciales de un estado de cosas; otros tienen en sus manos las palancas de la toma de decisiones y disponen de la hacienda pública para financiar su actividad. Como beneficiarios del statu quo, los partidos quieren conservar las cosas como están y mantener el monopolio de la influencia y las decisiones.
Hay que enfatizar que fueron los atroces hechos de Iguala, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y la lucha de sus familiares, lo que sacudió el letargo de la sociedad, exhibió el ejercicio impune de una autoridad espuria y frenó la inercia de procesos electorales viciados e inútiles. Son hechos que interpelan al sistema político y a la sociedad entera y obligan a hacer un alto en el camino para preguntarnos si es esta la sociedad y la clase de organización política que queremos. Ojalá que la enorme convocatoria y la gran legitimidad que el movimiento por los desaparecidos de Ayotzinapa ha alcanzado, capitalice a favor del cambio esa incontenible energía social. Es claro que los partidos en cambio, como parte del sistema, no apuestan sino a una rotación rutinaria del mismo poder viciado.
En Guerrero, se juegan muchas cosas en torno a las elecciones concurrentes de 2015. Más que cargos políticos y candidaturas, lo que está en juego es la definición del futuro político. Una apertura y transformación de las instituciones que empiece aquí –una refundación a la que han convocado el obispo Raúl Vera y otras organizaciones y activistas–, puede abrir un compás de esperanza. Pero también se cierne en el horizonte un derrotero de crispación y violencia represiva que, seguramente, traerá aparejada una respuesta insurreccional no menos violenta.

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