Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

RE-CUENTOS

No, los aros no los vendo

Entre los zancas de Zihuatanejo hay dos actitudes que asumen frente a los turistas gringos que visitan el puerto; unos actúan solícitos para quedar bien con ellos, al grado de hacer el ridículo tratando de hablar su lengua.
Cuando alguno de esos visitantes pregunta por determinada calle o lugar, va diligente en su auxilio el paisano:
–Vaya derrechito porrr esta calle y luego da vuelta a la derrecha, le indica.
El visitante que atiende más las señas que la lengua del paisano, rápidamente se orienta y sigue su camino agradeciendo el favor.
El otro zanca ve a los visitantes con cierto desdén y a veces hasta con burla, sobre todo si un gringo muestra demasiado interés en conocer o comprender algunas cosas de la vida cotidiana de los lugareños.
Un día va una pareja de gringos al mercado central de Zihuatanejo recorriendo entre atentos y curiosos cada puesto de venta.
Pasan por donde está la señora del relleno de cuche que despacha sin tregua a su avorazada clientela; después se entretienen mirando las llamativas y multicolores frutas de la temporada, luego se detienen para admirar los redondos quesos frescos que anuncia el costeño.
El costeño tiene su mercancía sobre una hielera sucia en la que se apretujan los quesos frescos recién sacados de sus hormas, o aros que se amontonan en una esquina.
–Pásenle güeritos, lleven su queso fresco barato, les habla el costeño con su franqueza habitual, como si ya los conociera.
Sintiéndose halagados por la deferencia del lugareño, uno de los visitantes le pregunta a señas cuánto cuesta cada queso.
–Ciento cincuenta el más grande, y ochenta los medianos, le responde el quesero con la rapidez del habla que tiene el costeño.
Entonces el gringo, perdido entre el caudal de palabras, responde en su lengua que no entiende nada.
–I don’t know
–No, los aros no, los aros no los vendo, responde juguetón el costeño.

¿También los celulares?

Cuenta don Lucio, el repartidor del agua de garrafón, que iba entre los viajeros del autobús que fue asaltado durante la madrugada cuando pasaba por el valle del Ocotito.
Habían salido en la última corrida de la Central de Sur en la ciudad de México rumbo a la Costa Grande y que entre las cuatro y cinco de la mañana, cuando todos los pasajeros dormían, fueron despertados de repente porque el autobús paró de improviso.
Cuando los pasajeros se dieron cuenta de la situación el operador del autobús maniobraba trabajosamente para que el vehículo avanzara por un angosto camino de terracería.
Ya lejos de la autopista todos los viajeros fueron bajados del autobús por el grupo de asaltantes que se dirigían a ellos en voz alta, con malas palabras e insultos.
Les gritaban que entregaran todas sus cosas de valor y que uno por uno pasara a depositarlas sobre la manta que habían extendido en el suelo.
Pero que a él lo sorprendió su vecina de asiento cuando pretendía ocultar entre sus ropas el celular que apenas iba estrenando.
–¿También los celulares, señor?, gritó la mujer para que la oyera el asaltante más próximo, quien se acercó y arrebató de mala manera el celular que Lucio quería ocultar.
–Pinche vieja queda bien, ella ni siquiera traía celular, dice Lucio enojado.
En represalia por quererse pasar de listo, a Lucio le quitaron, además del celular, sus zapatos tenis nuevecitos y luego su pantalón.
En puro calzoncillo se quedó Lucio acostado boca abajo como fue la orden de los asaltantes para todos los viajeros.
Mientras su mujer le pedía a Lucio resignación para que se le bajara el coraje de verse asaltado y casi desnudo, lo que realmente hizo olvidarlos de la situación fue cuando oyeron la discusión.
–¡Que se los deje puestos porque ni valen la pena! le gritaba uno de los ladrones que se conducía como jefe al otro que trataba de quitarle los aretes a una señora.
–¿No ves que son corrientes y por esos no te dan nada? regañaba el asaltante.
Pero todos se sorprendieron, asaltantes y asaltados, cuando la señora respondió indignada quitándose los aretes:
–¡Pinches rateros ignorantes, mis aretes son de oro de 14 kilates, no crean que traigo cualquier cosa, pendejos, y en el acto les lanzó los aretes.

¡Ultimadamente que la culien!

–Amá, mi tía Rosa está en la cama con Julián, decía el niño tratando de llamar la atención de su madre.
Como todas las mañanas, la madre se ocupaba en ese rato de atender a los clientes que iban por el almuerzo de barbacoa.
–Amá, que mi tía Rosa está en la cama con Julián, insistía el niño urgiendo a que la madre hiciera algo al respecto
Como muchos menores, el niño era curioso, precoz y mitotero. Esa mañana mientras su madre despachaba la barbacoa, él se había asomado al cuarto de la tía y desde la puerta miró que la pareja permanecía acostada en animada plática.
Al ver en la cama a la tía, acostada con su marido, a quien el niño poco veía, quien sabe cuántas cosas le vinieron por la cabeza, el caso es que concluyó que algo malo estaba a punto de suceder y creyó que era su obligación notificar a su madre del riesgo que corría la tía.
Pero como la madre seguía la vieja conducta de hacer poco caso a lo que dicen los niños, ni siquiera lo escuchaba.
–Amá, que mi tía Rosa está acostada en la cama con Julián.
Pero la mamá seguía en su quehacer como si nada, hasta que escuchó aquella palabra que la obligó a reaccionar, un poco apenada porque todos los clientes escucharon atentos para enterarse del chisme:
–Bueno yo ya le avisé, ultimadamente que la culien.
–¿Qué dices chamaco malcriado? –gritó la señora corriendo tras el niño.

www.costalibre.org, twitter @silvestrePL

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