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Federico Vite

No hay lecturas pequeñas

Sin embargo, suelen ponerse interesantes las lecturas de obra en voz de sus autores. No sólo porque el público conoce a los participantes, el sentido del humor y hasta la seriedad con la que imparten magisterio; claro, de paso atiende uno el énfasis del autor en sus temas. Pero siempre hay personajes, de parte de los organizadores o de parte del público, empeñados en exigirle al escritor que esa experiencia literaria se convierta en un acto performativo de mala calidad. Es decir, piden al autor que declame su obra. Lea bien, indican, pero en el fondo esperan la reencarnación de El vate del calcho, ese prototipo literario que nació en el laboratorio televisivo de La carabina de Ambrosio enunciando: Damas y caballeros, la palabra canta.
Por alguna razón, las buenas maneras (dinámicas que de tan rígidas terminan por volverse caldo de cultivo para bromas de largo aliento) para una lectura con público implican que el lector se desanude la corbata y engolando, siempre engolando, lea en tono dramático (esa voz quejumbrosa a punto del llanto) sus pensamientos: ahí encuadernamos perfectamente cualquier género literario; poesía, ensayo, teatro y narrativa.
Pero pensando en el manejo escénico de ciertos escritores, me vienen a la cabeza algunos que no tuvieron tanta presencia tonal, como el buen Octavio Paz y el irrepetible Salvador Elizondo. Autores mencionados que tenían problemas con el tono nasal de sus voces, un desgraciadamente limitado arco de expresividad. Juan Rulfo leía sin darle mayor énfasis a las palabras ya puestas en las páginas. Sólo detallaba, así como lo había imaginado, lo que veía y de vez en cuando retomaba su sonsonete quejumbroso, pero leía con el respeto necesario para mostrarnos la magia del tono aparentemente coloquial que tanto asombro ha acumulado en los lectores de Pedro Páramo o El llano en llamas. Recurría a la parquedad expresiva, como si en la voz hubiera mayor disposición para el silencio orquestado sólo por Rulfo. La estrategia armónica es una pausa mínima entre palabra y palabra que acompasa toda su obra.
A veces, la ayuda divina en las lecturas públicas tiene resonancias mundanas y atesorables por eso. Me invitaron a leer a una preparatoria de Taxco, pero terminaron llegando alumnos de primero de secundaria. No suelo escribir textos juveniles, así que se me ocurrió leer un cuento en el que intento mostrar el azoro del crecimiento, dar cuenta pues de la primera cercanía con la muerte. Sirva de preámbulo que la madre superiora me comentó: Yo también soy literata. Muy bien, respondí. Y agregué: Estoy en buenas manos. Uno de los alumnos, cuando hice una pausa para que mi compañero de lectura participara, me señaló: Tu voz es monótona. Agradecí la crítica y pensé que tal vez estaba sobrevalorando mi asistencia a esa escuela. Entonces, la madre superiora dijo: ¿Me permite su libro? Noté con sorpresa que paseó la vista por algunas líneas y comenzó a declamar un fragmento, pero con ese estilo afectado del que hablaba al principio del texto: engolando la voz para enunciar tragedias en un saludo matinal. Me llamó la atención que el párrafo declamado por la madre superiora era justamente cuando el protagonista de Esta vez seré yo quien te lleve a casa fumaba mariguana con sus amigos de la infancia. En el texto nunca se nombra la mariguana, pero hay referencia a ella. Así que fue una gran enseñanza testimoniar que los moldes viejos de la lectura en público enfatizaban la comedia vital de un personaje. Los alumnos me dieron muchas recomendaciones para que las tomara en cuenta durante la próxima lectura; cuidar los signos de puntuación, por ejemplo, porque si hay interrogaciones debo esforzarme con el diafragma, no importa si se me cae el monóculo, pero debo leer con énfasis enfermizo las preguntas retóricas, porque eso se entiende como una extensión de la literatura en mayúsculas.
Me gusta asistir a las lecturas del poeta Eduardo Lizalde. Su tono de voz cavernoso es utilizado de manera adecuada, sin amaneramientos baladíes ni imposturas que estorban el disfrute del verso. Me parece un ejemplo profundo de la seriedad con la que se debe leer, no buscando la melcocha ni el apachurramiento del corazón por ósmosis, sino hablado desde una templanza envidiable. Lizalde, el contundente y claro.
En narrativa, recuerdo con mucha alegría a José Emilio Pacheco, alguien sin engolamientos a la hora de cantar o contar, es igual, el espectáculo de la esperanza. Otro narrador que me ha sorprendido, por la forma de concentrarse en el texto y prescindir de esa pirotecnia verbal, es Eduardo Antonio Parra, incluso valoré aún más su apuesta literaria oyéndole edificar los personajes y las ciudades de Tierra de nadie sólo con la voz.
Las lecturas en público son para entender que la escritura no es precisamente un acto solitario, porque finalmente uno está recluido, pero siempre existe la presencia del otro, como libro, como disco, como película, como mensaje, como llamada telefónica, como imagen recurrente. Porque no se trata de llorar en público; tampoco, de leer para estar tan triste. Porque para llorar, como todos sabemos, son mejores las amplias dimensiones de la intimidad. Que tenga buen martes.

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