Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (X)

Acapulco y la navegación

Acapulco fue a lo largo del siglo XVI el puerto más importante de las costas occidentales de la Nueva España. A partir de su bahía se buscarán obsesivamente nuevas tierras, islas y continentes para someterlos al imperio español. Ningún navegante lo hará con mayor pasión, constancia y entusiasmo como el capitán Hernán Cortés, quien incluso soñaba con hacer de China una colonia como la mexicana.
El propio Conquistador patrocinará a partir del puerto varias exploraciones del Mar del Sur, como era llamado entonces el océano Pacífico. Él pagaba los barcos, los salarios de la tripulación, los avituallaba y en general todos los gastos de operación. Una primera expedición la confía a su pariente el capitán Álvaro Saavedra Zerón (1528), formada por los bergantines Florida, Santiago y Espíritu Santo. Todo irá bien, pero a la altura de las islas Mindanao (Filipinas), la nave capitana (Florida) se desgobierna perdiéndose en la negrura de la noche. Saavedra navegará sin rumbo en busca de sus otros dos bergantines y solo encontrará la muerte.

Cortés en Acapulco

Hernán Cortés regresa de su viaje a España donde había celebrado con la reina consorte, Isabel de Portugal, un convenio para intensificar los descubrimientos en costas e islas del Mar del Sur. Trae consigo artesanos, marineros y soldados para preparar y llevar a cabo las expediciones que se ha propuesto.
El extremeño viaja inmediatamente a este puerto donde adquiere dos navíos construidos por Juan Rodríguez Villafuerte, San Miguel y San Marcos, destinados a la expedición confiada a su primo Diego Hurtado de Mendoza. El primer bejel será capitaneado por Juan de Mazuela mientras que el San Marcos será la nave capitana al mando de aquél. La partida se produce el día de Corpus Cristi de 1532, integrándose a la misión el franciscano Martín Valencia y tres misioneros más. Cortés no faltará en el muelle para desear buena ventura al pariente entrañable.
Hurtado de Mendoza descubre para el soberano español un archipiélago al que bautiza con el nombre de Las Magdalenas (hoy islas Marías), y explora el litoral de los hoy estados de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Colima y parte de Sinaloa. En este último punto un grupo de marinos se amotina, despojan al capitán de su nave para volver en ella a este puerto. Nunca lo harán. El primo de Cortés, sin sus agallas y coraje, continúa la ruta acompañado por sus leales hasta perderse en la inmensidad oceánica “como si se los hubiera tragado el mar”, según el chismerío porteño.
Preocupado de veras por la suerte del pariente y teniendo el pálpito de que está vivo con su gente, don Hernando fleta más tarde dos navíos para enviarlos en su búsqueda. La expedición regresará al puerto con las manos vacías, si bien sus capitanes anunciarán el descubrimiento de las islas bautizadas como San Tomás y Revillagigedo.
No obstante, el Conquistador sigue sin aceptar que el jefe Diego repose en los fondos del Mar del Sur, persistiendo por ello en su búsqueda. Ahora lo hará personalmente. Fleta para ello el bergantín San Miguel y emprende la navegación a partir de Acapulco, siempre rumbo al norte. El tampoco encontrará al navegante, pero le levantará el ánimo un nuevo descubrimiento geográfico. El descubrimiento de que California no era isla sino península navegando incluso en su golfo. Golfo al que Francisco Ulloa bautiza en 1539 como de California o Mar de Cortés.

Cortés, multado

El Marqués del Valle descansa aquí cuando es notificado de una multa de 40 mil duros, aplicada por la Audiencia de la Nueva España. Se le acusa de utilizar indígenas para transportar a lomo cuantiosas y pesadas cargas a partir de la ciudad de México y hasta el puerto de Acapulco, misma que se le decomisa. Cortés se inconforma alegando que utiliza tamemes porque es la única manera de hacer llegar sus provisiones al puerto. Recuerda que él mismo construyó ese camino hace diez años y que sabe por ello de lo que habla.

Cíbola y Quiviria

Entre las muchas leyendas sobre riquezas fantásticas al alcance de la mano, estuvo una que hablaba de las ciudades de Cíbola y Quiviria al norte de la Nueva España. Será alimentada entonces por los cuatro sobrevivientes de la fracasada expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida. Ellos: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien caminó desde aquellas costas hasta las de Sinaloa; un esclavo negro llamado Esteban aunque pedía que lo llamaran Estebanico y dos marineros más. Relatos de riquezas nunca vistas que despertarán la codicia de los hombres de mar.
El esclavo negro llamado Estebanico era, además de “rarito” un mentiroso contumaz. Mentía con tanta seguridad y aplomo que el fraile franciscano Marcos de Niza lo llama como guía de una expedición en busca de Cíbola y Quiviria. Se la ha confiado el virrey Antonio Hurtado de Mendoza y el fracaso no se hará esperar. No obstante, el virrey seguirá creyendo las fantasías del piadoso misionero sobre una ciudad tan grande como la Gran Tenochtitlán. Una ciudad cuyas casas están decoradas con turquesas (llamadas chalchihuitl), sus habitantes cuelgan collares de esmeraldas y perlas gigantes y usan cubiertos de plata y oro.
–Bueno, estar, tanto como estar en Cíbola, no estuve –aceptará el fraile. No llegué a ella porque su gente se había cenado al pobre Estebanico.
Con todo, el franciscano Marcos de Niza será llamado como guía espiritual de nuevas búsquedas de las míticas ciudades. La auspicia, para variar, el virrey Hurtado de Mendoza. Una irá por tierra a las órdenes de Francisco Vázquez Coronado, amigo entrañable del representante real, y otra por mar al mando de Fernando de Alarcón, encargada de abastecer a la primera. Zarpan de este puerto el 9 de mayo de 1540 y regresan en junio de 1541.

¡Cortés, no!

Don Antonio Hurtado de Mendoza, tan propio, tan educado, pierde las formas lanzando “coñetes, redieces y putasmadres” cuando Vázquez y Alarcón regresan con las manos vacías… “¿Nada de nada? –inquiere el indignado virrey–. ¡Coño!, ¿ni una piedrita siquiera?” “Nada, señor. Todo fue producto de la mente calenturienta de Marcos de Niza, alimentada quizás por unas hojas verdes que acostumbra masticar en forma incesante. Allá solo hay miseria y desolación, mi señor”…. “¡Calla, coño!
Frente a la negativa del virrey De Mendoza de dar a Cortés el mando de la expedición en busca de Cíbola y Quiviria, aún más, negarle ninguna participación en ella (“capaz que tamaño follón me deja chiflando en la loma”), el Conquistador alista la suya propia. Sabe que la expedición del virrey fracasará y en cuanto ello ocurra entrará en acción. Y así lo hace. Envía los navíos Santa Agueda, Santo Tomás y Trinidad confiado en que su gente sí encontrará las áureas metrópolis. Esta vez la suerte abandona a don Hernando. Dos de sus naves sucumben en alta mar regresando al puerto una maltrecha Santa Agueda, al mando de Fernando de Ulloa.

Nuevo México

Francisco Vázquez de Coronado se fractura un pie al caer de un caballo abandonando por ello la búsqueda de Cíbola y Quviria. Enterado el virrey del percance envía el auxilio a los navíos San Pedro y Santa Catalina, al mando de Hernando de Alarcón. Zarpan de aquí el 9 de mayo de 1540. Vázquez de Coronado no encontrará ni una miserable pepita de oro, si en cambio descubrirá la costa de lo que será el estado de Nuevo México.
Domingo del Castillo, piloto de Coronado, levanta en el mismo viaje la carta geográfica más antigua que se conoce sobre las costas occidentales de México (1541). Figuran en ella Acapulco y el puerto del Marqués , y al noroeste del primero las “Alagunas de Acapulco”, en realidad la laguna de Coyuca.

Sebastián Vizcaíno

Sebastián Vizcaíno comanda la expedición formada por dos navíos y una fragata para llevar familias a la colonización de Las Californias. Integran la tripulación 200 soldados entre los que figuran el almirante Toribio Gómez de Cobán y los capitanes Alonso Pequero, Pascual de Alarcón y Martínez de Aguilar. Viajan también los frailes franciscanos Diego Perdomo, Francisco de Valda, Nicolás de Sarabia y Bernardino Zamudio; y los carmelitas Andrés y Antonio de la Ascensión Las tres embarcaciones zarpan de este puerto el 5 de mayo de 1602.
Catorce de esos pasajeros morirán por causas diversas durante el viaje, tripulantes, soldados y frailes. De vuelta a Acapulco, el cura vicario de Acapulco, Juan de Castillo, cobrará los “derechos por funerales, vigilias y misas de cuerpo presente”, aplicados a las defunciones en alta mar. Los Carmelitas protestarán por ese cobro. No por encontrarlo arbitrario sino exigiéndolo para su orden, en tanto participantes de la expedición.
Vizcaíno bautizará con el nombre de La Paz a la bahía descubierta por el Conquistador.
Cuatro años más tarde, el propio Vizcaíno sale de este puerto al mando de una expedición compuesta por cuatro embarcaciones. Bordea el litoral hasta Mazatlán, atraviesa el Mar de Cortés y sigue el litoral por la costa occidental de la California hasta llegar al cabo Mendocino. La falta de víveres hará regresar a tres de sus naves al puerto de Navidad; él continuará al mando de la capitana hasta llegar a Acapulco el 21 de marzo de 1603.

Vizcaíno, embajador

El navegante Sebastián Vizcaíno es designado por el virrey Luis de Velasco, embajador especial de la Nueva España ante el gobierno japonés. Se trata de agradecer las atenciones dispensadas al ex gobernador de Filipinas, Rodrigo de Vivero, víctima de un naufragio. El guerrero diplomático zarpa de Acapulco a bordo de la nao San Francisco, el 22 de marzo de 1611. Lo acompañan tres franciscanos, un escribano, varios soldados y el propio Vivero. Lleva este fondos suficientes para cubrir los adeudos contraídos y entre ellos el costo del navío San Buenaventura, adquirido para volver a Nueva España.
“¡Ni madres yo no hago esas pendejadas!” (o algo parecido) será la respuesta de un indignado Vizcaíno ante las exigencias protocolarias del imperio nipón. “Ver siempre al príncipe a la cara, hincar ambas rodillas en tierra, la cabeza al piso hasta que el príncipe ordene levantarse.” Y amenaza: si insisten ahora mismo me regreso y no les pago nada. La estricta diplomacia nipona cederá, finalmente, cuando el emperador acepte el saludo a la española. ¡Coño, qué tío!

Playa La Desgracia

Usando todavía como astillero un sitio de la bahía de Acapulco, precisamente en la desembocadura del arroyo hoy del Camarón, el constructor Juan Rodríguez Villaverde da los últimos toques a dos naves encargadas por Hernán Cortés. El material inflamable usado en el último proceso de acabado, provoca una chispa generadora de un fuego intenso que acaba con las embarcaciones. Rodríguez resulta con quemaduras graves y lo mismo varios operarios traídos por don Hernando de España.
Avisado el Conquistador del percance, solo atinará a exclamar “¡Puta, qué desgracia!”. Expresión escuchada por algunos que luego bautizarán el lugar como “playa de la Desgracia”. Y Desgracia se le quedará hasta la llegada de la Junta de Mejoras Materiales, organismo federal que la rebautizará con los nombres de “Clavelitos” y “Tulipanes”.
–¡Ora sí que como dijo el Marqués del Valle…!

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