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José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 5

*Que María Antonieta Rivas Mercado tenga 29 años de edad y él 18 más le fascina al José Vasconcelos de Francisco Martín Moreno, quien le hace decir que “siempre” deseó tener “a una mujer joven” que le transfundiera ánimo y energía.

Caída del cielo

Quedamos en que José Vasconcelos conoce a María Antonieta Rivas Mercado poco después de haberse postulado para presidente de la nación. La heredera de Antonio Rivas Mercado que le “cayó del cielo” a José, no era “hermosa como Adriana”, pero a él le gusta: la describe físicamente (“una copia de una esfinge de la Hélade”) y hasta donde puede: “Trato dulce y generoso, sin pretensiones ni arrogancia, hablar reposado, en ocasiones escasamente audible, de sonrisa pronta, talentosa, ágil en sus respuestas, penetrante, eternamente curiosa, culta, gran lectora, amante de las bellas artes”. Generosa y desinteresada mecenas de músicos y pintores, ella misma con gran vocación por diversas ramas artísticas. Por si algo faltaba, “no tardé en percatarme de que la seducían los reflectores y los escenarios. Su inclinación hacia la notoriedad también me resultó evidente”.
Que ella tenga 29 años de edad y él 18 más le fascina a Vasconcelos, quien “siempre” deseó tener “a una mujer joven” que le transfundiera ánimo y energía. “Antonieta no era de una gran belleza”, pero le proporcionaba “un delicado sentimiento de ternura que despertaba al hombre protector que vivía en mi interior”.
A partir de ahora, Antonieta acompañará a Vasconcelos hasta el final de su frustrada incursión política y de sí misma. Adriana fue la mujer que más amó en su vida Vasconcelos, pero a Antonieta es a la que más páginas dedicó, al menos en este testimonio novelado de Francisco Martín Moreno.

Era chica Antonieta

Era chica Antonieta cuando su madre, Matilde Castellanos, “una modelo de elegancia”, abandonó a Antonio Rivas Mercado por otro hombre, con el que en 1913 huyó a Europa. Cuando regresó a casa, decepcionada, su marido ya no la recibió. Alicia, la hermana de Antonieta que habría posado para “diseñar” el rostro del Ángel de la Independencia, decidió irse con su mamá y Antonieta se quedó a cargo de la casa. En 1918 Antonieta casó con Albert Blair, un inglés protegido por la familia Madero, y al año siguiente le pidió el divorcio. Las aguas no se calmaron, y en septiembre de 1919 tuvieron un hijo, Donald Antonio.
Vasconcelos intenta penetrar en la vida interior de Antonieta como si planeara justificaciones de su suicidio que lo excluyan a él como directamente responsable. “Me percaté –escribe–… de que teniendo tanto a su favor, como el talento, los conocimientos filosóficos, la sensibilidad artística, la habilidad para la danza y la narrativa, su vocación indiscutible como mecenas, su inclinación por todo aquello relativo a la creatividad, además de su gran capacidad para dar amor con las manos llenas, ciertamente no tenía nada. Desde muy pequeña no había podido llegar a ser bailarina ni una gran pianista ni escultora ni pintora ni escritora. Nada.”
Dueña de todos los bienes de don Antonio, Antonieta empezó a andar con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, de quien se separó al “descubrir” el gusto de éste por los hombres.

Antonieta y el titipuchal

Apenas iniciada la campaña por la presidencia nacional, “cuando las circunstancias me lo permitían, invitaba a un par de prostitutas a mi habitación para que me bañaran, me enjabonaran, me masajearan como si fueran mis esclavas”, revela Vasconcelos, a quien a estas alturas de la campaña le sobraban las mujeres: “Conocí a mexicanas que, al ceder a mis pretensiones, alegaban por la virgen de Guadalupe que era la primera vez que se prestaban a semejantes caricias; viví con francesas, inglesas, gringas que después de abandonar el lecho ni siquiera conocían mi nombre, rusas y españolas, furiosas y ardientes, indomables y feroces… Por mis manos pasaron… hembras pobres y ricas, inteligentes y tontas, serias y alegres, graciosas y herméticas; altas y bajas, rubias y morenas (las negras siempre me provocaron cierta repulsión y no por racista…), además de flacas y gordas, cultas o ignorantes, de rebozo o de chal, de zapatos suizos o huaraches oaxaqueños, de bolsa o morral”.
Antonieta no sólo ponía dinero para la campaña, también buscaba otros apoyos económicos, sugería acciones y escribía manifiestos enalteciendo la prometeica figura de Vasconcelos. En una parábola que utiliza a conveniencia aquello de que “la fruta hay que cortarla hasta que esté madura”, José cuenta que “finalmente la coyuntura se dio”. Emoción no le falta: “Recuerdo cuando mis manos cubrieron sus mejillas como quien hace de ellas un cuenco para beber el líquido sagrado. Mis labios hicieron un suave contacto con los suyos escasamente carnosos y todavía inexpertos… Con mi lengua se los humedecí… Su inexperiencia me fascinaba, me estimulaba, me sorprendía y finalmente me enervaba… Parecía que llevaba noche tras noche esperándome. Así encontré huellas de perfume atrás de sus orejas, en el cuello y en el nacimiento de sus senos. No era una mujer de fuego pero se retorcía graciosamente cuando retiré muy despacio su bata de sus hombros hasta que se precipitó en el piso”…
Varias páginas se pasa este Vasconcelos contando cómo le fue con su fruta madura. El trasiego de caricias sexuales, o el lirismo narrativo que, más que recordar, celebra, podrían sugerir que José, el que malcasó por presiones del cuñado, quien con trabajos se acuerda de sus hijos, el picaflor deleitoso e insaciable, por fin está hablando de amor.

De naufragios y desamores

Si los cristeros eran su gran potencial político, con el tratado de paz que firmaron el gobierno y la Iglesia los sueños presidenciales de Vasconcelos se esfumaron por completo. Tras fraudulentas votaciones, Pascual Ortiz Rubio fue declarado presidente electo de México. Poco después, Antonieta encargó a su hijo con su hermana y partió a Estados Unidos. En el recado que dejó, apunta: “…He dejado tras de mí la tierra de angustia que es la nuestra, donde yo estaba cogida en la trampa de la pasión política, y no siento la menor inclinación a seguir dándole albergue”. Aprove-charía su estancia para pedirle al presidente de Estados Uni-dos que ayudara a Vasconcelos, pero no tuvo oportunidad. En la Universidad de Columbia, supone José, conoció a Federico García Lorca, de quien se “enamoró perdidamente” y del que pronto se decepcionó. Fracasó, dice Vasconcelos, “de la misma manera en que había fracasado con Albert Blair y con el propio Diego Rivera, que nunca la tomó en serio, como fue el caso de este último con Tina Modotti y la propia mujer de León Trotsky. María Antonieta estaba condenada, por lo visto, a vivir y a morir sola y a no alcanzar nada en la vida”.
Antonieta es hospitalizada durante tres semanas por depresión. De su fortuna no queda nada. En 1930 regresa a México “al saber que su hijo Donald había pasado al poder de su padre, según una resolución judicial; que el juez había absuelto a Blair de la demanda de divorcio por abandono de hogar, habían sido revocadas todas las partes alusivas a la pensión alimenticia y anulado el pago de cuarenta mil pesos pedidos por Antonieta como compensación por los gastos de su estancia en Europa”… Ella y Donald no podían salir del país, pero Antonieta se las ingenió para escapar con su hijo a Nueva Orleans. “Sema-nas después –revela José– se embarcaría rumbo a Francia en donde me esperaría en un humilde departamento de Bur-deos para tratar de rehacer nuestras vidas”.

Frente al Cristo Crucificado

Hasta a los seis meses José Vasconcelos le escribe una carta a Antonieta. En 1931 viaja a París, con el fin de “publicar una revista para divulgarla en el mundo de habla hispana, de ser posible, con la colaboración de Antonieta, pero eso sí, prescindiendo de toda relación personal con ella”. Llegando a París, se hospeda en el Place de la Sorbonne y, como no puede soportar su soledad, llama a una antigua amante, “quien estaba a punto de casarse con el conde Saint Exupéry”. Después irá a ver a Antonieta.
Pero ya la relación estaba estancada. Platicaron, sin tocarse las manos. Estancada y sin dinero. Al Maestro de América no le sale la ternura a que se siente obligado, hasta que, “de pronto, la intimidad de la habitación empezó a asfixiarme”, dice el Vasconcelos de Martín Moreno: “Sentía que ella esperaba algo de mí que yo ya no podía darle, sobre todo cuando descubrí las condiciones de miseria en las que estaba viviendo, y más cuando supe que carecía de fondos para financiar mi revista…”.
“–Dime si de verdad, de verdad, tienes necesidad de mí”, pregunta ella, y: “Ninguna alma necesita de otra. Nadie, ni hombre ni mujer necesita más que a Dios. Cada uno tiene su destino ligado con el Creador”.
Antonieta no volvió a hablar. Al otro día, repuesta, mientras platican sobre la revista, sustrae la pistola .38 recortada de José. Para acabarla de amolar, escucha la plática telefónica que aquél sostiene con su amante francesa.
El 11 de febrero de 1931, Antonieta anunció: “Me voy a suicidar, José”.
Él empezó a regañarla: “Pareces una niña caprichuda que ha perdido su juguete. Tu padre no está ni podría estar para resolver tus problemas. Enfrenta la realidad y trabaja. Aprende de una buena vez por todas a manejar la adversidad”.
“Te estoy hablando en serio, José”, dijo ella, y luego de tomar un café se separaron. Antonieta regresó al hotel a tomar un baño y, “una vez arreglada, se comunicó telefónicamente con Arturo Pani, cónsul de México, para ratificarle que había decidido ejecutar el suicidio esa misma mañana”.
Todavía se acordó de José, a quien escribió, en un papel: “En este momento salgo a cumplir lo que te dije; no me llevo ningún resentimiento; sigue adelante con tu tarea y perdóname. ¡Adiós!”.
Menos de una hora después, María Antonieta Rivas Mercado se metía una bala de .38 en el corazón, en la primera banca de la catedral de Notre Dame, frente al Cristo Crucificado.

Epílogo

“Sorprendido por el precio de una tumba personal”, dice el José Vasconcelos de Francisco Martín Moreno, para sorpresa de los lectores, “pedí el costo de una fosa común. Era gratuita. Me sentí entonces obligado, quién sabe por qué, a pagar aun cuando fuera por cinco años el importe de una sepultura personal para María Antonieta. En 1936 caducaría la concesión de su tumba y si sus restos no eran reclamados por la familia, se-rían trasladados a la fosa común, de acuerdo con lo estipulado en el contrato”.

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