Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 7

Los demonios de Dios

El arzobispo Francisco Aguiar y Seixas fue elevado a la máxima autoridad católica en Nueva España en 1681. Pronto se dio a conocer como un religioso viejo, enfermo que, enajenado por su fe, se laceraba hasta salpicar de sangre las paredes, y tan “heroicamente” casto que llegó a agradecer su semiceguera “porque así no podía ver a las mujeres”. Plantea por ahí Francisco Martín Moreno que Aguiar y Seixas, el que en cada mujer veía una emisaria o un remedo de Luzbel, quien enviaba a las “mujeres extraviadas” a la cárcel de Belén, el que dictó excomunión para las que se atrevieran a pisar su palacio, quien compraba todos los asientos de los palenques para que nadie pudiera asistir, quien proscribió la venta de pulque, las peleas de gallos y todo tipo de libros que se saliera de su cerrada encíclica personal, quien hizo quemar gallos y libros “heréticos” con rabioso y deleitoso furor, quien alcanzó el santo éxtasis cuando una mujer indignada por sus misóginos sermones le enseñó “lo que para los creyentes era la cruz” y “para el diablo el triángulo del sexo” mientras “se retorcía de dolor espiritual” y “daba compulsivamente el torniquete del cilicio”, estaba enamorado diabólicamente de Sor Juana, y que, por eso la odiaba y atacaba tanto.
Ese mismo año, Sor Juana decidió prescindir de su confesor Antonio Núñez de Miranda, porque éste contaba lo que le revelaba en secreto y hablaba de ella y (antes de haberlos aprobado, antes de que fueran públicos) de sus versos como de un escándalo público. En una carta, la monja arremete contra su exconfesor, al que exhibe como un mal intérprete de la santidad ciudadana y un estúpido enemigo de las mujeres. Aguiar y Seixas y Núñez de Miranda ya eran un bando. Los dos inquisidores prominentes.

Los re fregados libros

Sor Juana abandonó el convento de las Carmelitas porque se pasaba el día orando y fregando pisos y no tenía tiempo para leer ni escribir. En el convento de San Jerónimo, en cambio, tenía libros, papel, muchas plumas de ganso, velas de sobra y tintero. De su origen criollo –aun siendo hija ilegítima– había heredado una esclava, una zapoteca llamada Ignacia que le enseñó el náhuatl y que la acompañaría hasta que Juana se la vendió a su hermana.
Tomás Antonio de la Cerda y Aragón deja de ser virrey en 1686, pero se quedó en Nueva España otros dos años con su esposa, la condesa de Paredes. Ésta empezó a visitar a Sor Juana más que antes. Con ella sabemos que Sor Juana tuvo un padrino, el capitán Pedro Velázquez de la Cadena, quien en 1669 había pagado 5 mil pesos en oro para que su ahijada entrara al convento de San Jerónimo. Otra enorme cantidad costó a Sor Juana la celda de dos pisos en que llegó a tener hasta cuatro mil libros. Libros satánicamente contaminantes, como El discurso del método, el Amadís de Gaula o las Obras de Platón; la Diana de Montemayor y La Galatea de Cervantes, La Ilíada y La Eneida; a Quevedo, Lope de Vega y hasta a Alonso de Ercilla. La marquesa de Mancera, la virreina que antecedió a María Luisa, le ayudó a conseguir libros prohibidos, hasta su muerte ocurrida en Puebla en 1674, a quien su protegida dedicó algunos poemas bajo el nombre de Laura.
Por la condesa de Paredes (quien fue menina real y estuvo a punto de salir en la famosa pintura de Velázquez), nos enteramos de que entre los contados defensores de la monja estaba el ilustre Carlos Sigüenza y Góngora, quien a veces hablaba a su favor, pero no era suficiente (y al último se rajó). El temor de María Luisa era que, en cuanto el deber la obligara a partir a España, su talentosa amiga sería presa fácil de los curas rapiñosos que rastrearían babeantemente cada verso y cada una de sus palabras con la intención de cacharla en una herejía, y de mandarla cuanto antes y con todos sus libros a la hoguera.

Un regalo herético para la Iglesia

Mientras los curas leen con lupa los textos de Sor Juana y permanentemente elucubran ataques contra ella, María Luisa planea publicar buena parte de la obra poética de la monja, en España, pues considera que cuando ésta sea conocida y reconocida en el continente europeo (“y en el mundo”) sus inquisitoriales enemigos la pensarán dos veces antes de volver a combatirla. El primer fruto de su esfuerzo fue la publicación de Inundación castálida, de Sor Juana Inés de la Cruz, en Madrid, en 1689, “un regalo del Nuevo Mundo a España”, que de inmediato fue considerado herético por Aguiar y Seixas, quien acusó a la monja de haber “usurpado un título correspondiente a la divinidad”. Aprovechando que los nuevos virreyes no querían pleito con la Iglesia, los curas afilaban los colmillos y vieron oportunidad de mandar a la monja al fuego cuando su cómplice obispo de Puebla pidió su opinión sobre un texto adocenado del jesuita Antonio Vieira relativo a las finezas de Cristo, “la visión del amor del Señor para con los hombres”, y Sor Juana contestó “que la mayor fineza de Cristo… era respetar el libre albedrío de los hombres”, con un texto que ella tituló Crisis sobre un sermón y los curas arbitrariamente retitularon Carta atenagórica para fregarla desde el principio, alegando que el título que ellos mismos impusieron era provocador y arrogante, pues significaba “carta digna de la sabiduría de Atenea”.

La conjura de Sor Filotea

En 1690 se publicaron los Villancicos y el Auto sacramental El divino Narciso, casi al mismo tiempo en que el arzobispo Aguiar y Seixas y el confesor Núñez de Miranda, a través del obispo de Puebla Manuel Fernández “inventaron el nombre de Filotea de la Cruz, una persona inexistente, para poner en boca de ella las canalladas que… ni Fernández ni Núñez… se atrevían a decirle en pleno rostro a una humilde monja jerónima”. Sobre el fangoso terreno teológico, la monja insumisa discute con inteligencia e ingenio. En Carta a Serafina de Cristo, se burla cáustica y aún hirientemente de sus detractores. Ahí “la poeta más insigne del castellano rechaza la prepotencia de cualquier autoridad espiritual, religiosa o intelectual que ella no hubiera primero reconocido… Está allí… la mujer, la mujer poetisa, la mujer creadora, la mujer defensora de sus propios derechos y los de su género, inserta, hoy y siempre, en un mundo poblado y dominado por hombre ciegos…”.
Acusan a la monja de casi no referirse a la Trinidad masculina ortodoxa, de que su obra “esconde pensamientos peligrosos y agresivos” y “de establecer un paralelo hermético entre cristianismo y paganismo”, entre otros pecados y anatemas. ¿Un asunto central?: “Su posición adoptada en Crisis sobre un Sermón constituye una herejía… El entendimiento humano no es una potencia libre, como lo apunta Sor Juana, (quien) no tiene por qué asentir o disentir en torno a lo que juzga ser o no ser verdad en asuntos espirituales. ¿Quién es ella para opinar? ¿Se encuentra acaso por encima del Santo Padre?”. En juicio secreto, Francisco Aguiar y Seixas y su camarilla de enfermos asesinos acusaron a Sor Juana de pagana y, luego de que la obligaron a “arrepentirse de haber ofendido a Dios”, a reconocer que “la siempre Virgen María nuestra señora fue concebida sin mancha de pecado en el primer instante de su ser purísimo” y cosas así, la condenaron a deshacerse de sus libros, de plumas, tinteros y demás “herramientas de su existencia”, y a quedarse callada por completo.
La mayoría de los libros de Sor Juana fue a dar a la casa del mismo arzobispo Aguiar, quien nunca supo que la ingeniosa e irredenta monja supo esconder al menos cuatrocientos de sus libros consentidos.

Al infierno común

Las frecuentes inundaciones, las hambrunas y pestes que padecía la ciudad de México, así como la (poca) política, pasan a segundo plano ante tanta barbaridad aplicada en nombre de Dios. El súper poder de la iglesia católica aplicado con tanta rabia a la jovencita que un día hizo quedar mal a los cuarenta sabios del virreinato, a una mujer que había huido del yugo masculino y se había refugiado en mentidas vicarías divinas, a una pensadora que, en sus poemas (Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de los mismo que juzgáis…), obras teatrales y respuestas directas, ponía en jaque la interpretación masculina del mundo en que reinaban, donde acusaban, juzgaban y quemaban vivas a las personas. “Núñez aportó el estilete y Aguiar lo hundió y lo removió en la espalda de Sor Juana”. “Seres mezquinos, ruines y miserables como… otros de su calaña –los califica la condesa, mandándolos al pozo común de la historia y del propio infierno– jamás podrán opacar su santa gloria ni silenciarla para siempre ni esconder sus lúcidas razones ni destruir sus poderosos argumentos. Nadie se acordará de ellos, mientras Sor Juana será en academias y universidades a las que la sevicia, la crueldad y la sinrazón le impidieron ingresar”.
Llegó una peste y, aunque le habían recomendado que no se acercara a las enfermas, Sor Juana las atendió hasta que cerraban los ojos y se las encomendaba al Señor. No dormía, se pasaba la noche reclinada “con las manos cruzadas por varios rosarios. Todo parecía indicar que deseaba contaminarse y morir, sí, morir, y llegar a los pies del Señor para pasar a Su lado la eternidad”.
Sor Juana murió a las tres de la noche del 17 de abril de 1697. Para cerrar el círculo, el insaciable Aguiar y Seixas envió a un propio a cantarle el réquiem y a despedirla, por fin, de este mundo.

Epílogo

El primer libro de Sor Juana que su fiel amiga María Luisa publicó en España fue Inundación Castálida. Castálida significa “raudal de la fuente de Castalia, en aquel rincón de Delfos cuyas aguas inspiradoras de poesía… Su nombre se debe a una virgen, Castalia, ninfa que, huyendo de Apolo, prefirió ahogarse en la fuente que entregarse al dios… Éste, adolorido y arrepentido, concedió el don poético –y profético– a sus aguas, en las cuales se purificaban la Sibila y los peregrinos”…
Asegura María Luisa que cuando se atrevió a llamar a Sor Juana la Décima Musa en la portada de Inundación Castálida no olvidó “que lo de Décima Musa había sido aplicado por Platón a Safo y en México era identificada con el mismo sobrenombre nada menos que la propia Virgen María. ¿Qué más daba? ¿Sor Juana no era una virgen que superaba cualquier dimensión o figura humana?”.

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