Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Alcaldes de Acapulco (XVII)

Pa’rriba

Olvidémonos de Asia y miremos pa’rriba, para Estados Unidos, recomienda sin faltarle razón el alcalde de Acapulco, don Joaquín Zenón Doria. Y así será a partir de 1848, cuando la empresa neoyorquina Pacific Mail Steamship Company, concesionaria del correo estadunidense, establezca a este puerto como escala obligatoria de sus barcos cubriendo la ruta San Francisco-Panamá. Significará ello a partir de entonces y durante medio siglo un importante estímulo para la economía de la región, además de mantener la presencia de Acapulco ante el mundo.
Para entonces Mazatlán le habrá quitado la preeminencia comercial a San Blas-Tepic, y atrás Guaymas y Manzanillo. Acapulco había mejorado colocándose en el sexto lugar entre los trece puertos más activos del Pacífico. Luego las cosas cambiarán.
Para 1855 la Mail (“la mala”, decían los acapulqueños por lo de mail y seguramente por algo más) ya contaba en aquella ruta con media docena de barcos: Sonora, Orizaba, California, Constitución, Golden Gate y Panamá, con registro de casi cuatro mil toneladas. El número de pasajeros en tránsito fue siempre superior a los mil, en tanto que la travesía entre San Francisco y Panamá consumía de 21 a 25 días. El Panamá, adoptará el nombre de Benito Juárez cuando sea adquirido por el gobierno mexicano para transporte de tropas. La flota de la Mail llegará a poseer hasta 60 embarcaciones.
Refiere Concha Hudson (Del Acapulco de antes), que la presencia en la bahía del famoso y viejo barco Golden City (6 de marzo de 1867) provocará en el puerto comentarios fantasiosos. Todos relacionados con lo que cada acapulqueño podría comprar con el tesoro guardado en la gran panza de la nave: Oro con valor de un millón de dólares. No pasará mucho tiempo para que aquella fantasía se amplifique. Cuando se conozca, quien sabe cómo, la carga exacta del vapor Constitución: Un millón 546 mil 668 dólares. ¡Y nosotros siempre jodidos! será una queja recurrente.

Espíritu empresarial

Si bien escaso, el movimiento comercial del puerto se significará por su estabilidad. Aquí se embarcaban, entre otras mercaderías, artesanías venidas de Oaxaca, Guadalajara y Taxco y entre ellas los muy apreciados tejidos de lana, el vidrio soplado, los tejidos de palma, el barro negro y la platería. Procedentes de Europa, manufacturas como barras de acero, herramientas, abarrotes, vinos y licores. Ora que los productos agropecuarios locales representaban un mercado mucho muy limitado. Ello, se acusaba, por carecer ganaderos y agricultores de un “sólido espíritu empresarial”.

La Línea

La Línea, como era llamada coloquialmente la Pacific Mail, tenía su propio muelle de 30 metros con techo de láminas de zinc. A los lados astillero y bodegas (hoy, gasolinería del Malecón). Un lanchón-tanque servía agua a las embarcaciones mediante mangueras, recibiéndola a su vez de un depósito en la hoy calle Azueta. A este bajaba por gravedad del barrio de El Mesón. La empresa tenía sus oficinas en la calle Hidalgo, junto al consulado estadunidense (hoy, Telmex).

Los alijadores

La política de La Línea de contratar alijadores acapulqueños para las maniobras de sus barcos en Centro y Sudamérica, fue visto aquí como un reconocimiento a la laboriosidad, eficacia y honradez de los trabajadores acapulqueños. Llegaron a servir hasta en 20 barcos al mismo tiempo.
Los “vaporinos”, así llamados por servir en barcos de vapor, acaparaban la atención en cantinas y reuniones sociales contando las aventuras corridas en su viajes por todos los mares del mundo. El cronista don Carlos E. Adame, los retrata: “Vestían finos pantalones de casimir, azules o negros, y vistosas camisas floreadas de manga larga (ajustada con una liga de colores alrededor del brazo). Los zapatos relucientes con la punta levantada, todos de marcas extranjeras.
Los “vaporinos” –añade–, caminan por la calle con un ligero balanceo del cuerpo –la fuerza de la costumbre–, como si lo hicieran sobre la cubierta de un barco en movimiento. Uno de ellos muy respetado fue don Nicéforo Rico, del barrio de la Adobería, orgulloso de haber dado varias veces la vuelta al mundo en la fragata mexicana Zaragoza. Padre de Alfonso, Isidro, Santos y Clementina.

Testimonio

Poco antes de la llegada de La Mala fondea en la bahía el barco estadunidense Oré. Uno de sus pasajeros dejará testimonio de su corta estancia en el puerto:
“Acapulco fue algún día una de las ciudades más importantes de México y de su puerto partían inmensas remesas de oro para el Oriente. Yo tuve el gusto de llegar a dicha ciudad el 12 de julio de 1851 sobre el buque americano Oré, la más execrable embarcación en la que yo haya puesto los píes… Me hice conducir a tierra en una piragua, barco que yo no conocía. Desembarqué sobre el mercado próximo a la bahía, bajo los grandes árboles que adornan la plaza por el lado del mar.
“Vendíanse allí toda clase de frutas, tabaco, pescado y carne, llamándome la atención el que esta última se vendiese por varas, pues las reses muertas son reducidas inmediatamente a tiras, puestas a secar al sol para darle consistencia a la cecina. La moneda de cobre no es allí conocida, de modo que para facilitar las compras se hacen los cambios en pequeños objetos equivalentes… La plaza es grande y espaciosa y se une por una escalera de piedra a la calle que pasa por detrás de la iglesia. Esta es pequeña y está enfrente de la escuela cristiana que, sin que yo sepa por qué, se halla cubierta de máximas de moral cristiana en lengua francesa”.

El contrabando

Los nostálgicos de las grandezas de Acapulco recordaban que el comercio con Guayaquil y Lima era muy atractivo. Se movían muchas mercaderías y entre ellas cobre, aceite, vino de Chile, azúcar y quina de Perú y cacao de Guayaquil. De aquí para allá, los cargamentos más bien eran magros: algunos géneros de lana de Querétaro, un poco de grana y mercaderías de las Grandes Indias, estas últimas de contrabando.
A propósito de esto último, se reconocerá que el contrabando permeó intensamente el comercio de dos siglos y medio entre Acapulco y Filipinas. Se calculaba que, tan solo durante el siglo XVII, las dos terceras partes del comercio entre América y Asia se hizo a través del comercio ilícito. Contribuirán tal práctica las muchas limitaciones impuestas al comercio, pero sobre todos los desproporcionados derechos arancelarios. Se describió entonces una de las rutas del contrabando:
“Al aproximarse la nao de Manila al puerto, las cercanías del litoral eran surcadas en todas direcciones por pequeños barcos manejados por hábiles y audaces marineros de Acapulco. Las mercaderías eran transbordadas a barquichuelos en la Barra de Coyuca, en Pie de la Cuesta y en las mismas cercanías de la Bocana. El puerto del Marqués era un nido de contrabandistas. Había en Acapulco, sin embargo, el contrabando organizado en el que participaban los tripulantes del galeón, los oficiales reales encargados de impedirlo, el castellano de la fortaleza de San Diego, el propio alcalde de Acapulco y, en muchas ocasiones, el mismo virrey de la Nueva España”.

B. Fernández y Cía.

En 1836 –según información de los cronistas Liquidano y Tabares en su Memoria de Acapulco–, “llega al puerto el acaudalado asturiano Baltazar Fernández y funda una casa comercial grande. La llamó B. Fernández y Cía. Absorbió a varios comerciales españoles y a sus dueños los hizo socios. Instaló sucursales en Coyuca, San Jerónimo, Tecpan, Atoyac, Zihuatanejo y La Unión. Vendía sus mercancías a los comerciales locales y les compraba arroz, frijol, ajonjolí, maíz y ganado. Sus enormes instalaciones estaban después de la Botica Acapulco, que se extendía por más de 60 metros en la calle San Diego” (Morelos-Carranza).

Bye-Bye

(A propósito de tal personaje, los mismos cronistas narran que, “en 1915, don Baltazar y don Jesús Fernández, dos de los principales dueños de la Casa B. Fernández y Cía., habían sido embarcados y expulsados de Acapulco una noche. Nadie supo la causa de la expulsión de esos españoles, ni de quién los acusaba”). ¿?

Siempre no

El alcalde de Acapulco, Ángel Moncada, recibe respuesta a una petición suya al ministro de Hacienda. La propuesta para que el señor Lorenzo Liquidano fuera nombrado funcionario aduanal, encargado de todo lo relacionado con la prometida nueva categoría para Acapulco, la de “Puerto de Depósito”. Resultará que ni puesto ni categoría.
“Estando yo redactando el decreto con tal declaración en beneficio de ese puerto –escribe el secretario–, se producen las ocurrencias de Atoyac (¿?) además de otras especies, obligándome a suspenderlo. Finalmente se dictará un acuerdo presidencial para adjudicar la categoría que correspondía a Acapulco al puerto de de San Blas, Tepic.
–Ahora sólo falta que nos “mié” un perro –comentará sabiamente el secretario del señor alcalde.

La Pinzona

El propio alcalde Moncada, haciendo uso de sus facultades legales, confirma a la señora Estefanía Pinzón la propiedad del cerro conocido como el Aguaje de los Dragos, invadido por fuereños. Se trataba de una herencia –muy al “a’i te dejo eso, m’ija, cuídalo”–, de su padre, el general Eutimio Pinzón, originario de Corral Falso, Atoyac (de Álvarez), quien por cierto habilitará ese lugar como cuartel temporal de su jefecito Morelos.
Fue este uno de los muchos escenarios donde el cura guerrero jugará con la muerte. Disparado desde un sitiado fuerte de San Diego, un obús hace blanco en su tienda de campaña. Toca directamente al comandante Felipe Hernández, quien le muestra en ese momento un plano de la fortaleza. El Jefe Chemita cae derribado por el impacto del cuerpo despedazado de su lugarteniente. Desmayado y bañado en sangre, se le creerá muerto. Pronto, él mismo se encargará de desmentir con su presencia la versión fatal: recién bañadito y con la ropa limpia. Sólo se quejará de que ninguna receta le haya servido para quitarse el “chuquío” de la sangre que lo empapó.
Asentada en aquel cerro, doña Estefanía Pinzón, a quien no faltaba quien le llamara Estéfana, se casa con el señor José Romero, también de la Costa Grande, con quien procrea varios hijos y entre ellos Ana María Romero Pinzón. Una hija de esta, Sabina, se casará más tarde con el cantonés Pa Ho Pun, quien hará una curiosa españolización de su nombre: Pablo Apun, personaje muy popular en el puerto.
Tan fuerte e imponente como los dragos que la rodeaban, doña Estefanía Pinzón nunca consideró peyorativo que los acapulqueños hicieran referencia a sus dominios como el “cerro de La Pinzona”, ella misma, pues. “Por el contrario, decía, me gusta porque rima con chingona. Y lo soy”. Nombre que conserva hasta hoy el barrio de La Pinzona.

Breviario botánico

El drago es un árbol leguminoso de espeso follaje y flores amarillo salmón. El nombre le viene por la particularidad de su raíz de dragar y penetrar muy profundo el subsuelo hasta encontrar una filtración o corriente subterránea. Hace brotar el agua a la superficie formando los aguajes. Durante la Colonia se sembraba para dar sombra a la vera de los “caminos reales”. “Vera” es su nombre en los países centroamericanos, de donde vino. (Rubén H. Luz Castillo, Recuerdos de Acapulco).

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