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José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 15

Josefa Ortiz

Del matrimonio de Juan José Ortiz Vázquez, que había llegado de su natal Vizcaya a Nueva España en busca de fortuna, con Manuela Téllez Girón, nació María Josefa Crescencia. A los cuatro años quedó viudo y en 1784 él mismo encontró la muerte, “dejando a la pequeña Josefa en la más horrenda orfandad”. Ésta vivió con su media hermana Manuela Sotero Ortiz de Escobar, hasta que (1785) por falta de dinero ésta tuvo que enviarla al orfanato del Colegio de las Vizcaínas.
Josefa estaba muy chica y sólo un año soportó las normas estrictísimas y los trabajos fatigosos y humillantes a que la sometían en el orfanato, al que, sin embargo, volvería al cumplir 16 años de edad. Ahí fue donde la descubrió don Miguel Domínguez, con quien poco después contraería matrimonio.

Destapando caños

Ya es común que los personajes que Francisco Martín Moreno retoma de la historia de México desde su espectro “más humano”, sacudan las sábanas de sus arrebatos carnales en la antesala de su muerte, en un acto comunicativo que, por despeñado y honesto, puede funcionar como destapacaños de la conciencia atormentada por los remordimientos, las atriciones o los celos. De paso, aprovechan para defender o expiar su participación en hechos históricos.
Es el caso de don Miguel Domínguez Trujillo, quien, de la mano de Martín Moreno, con paciencia suprema relatará su vida junto a Josefa Ortiz, desde que la asediaba en la Alameda (ella con un grupo de monjas) hasta que a ella se le paró el enjundioso y –adelantemos- libertario corazón. A la vista pone don Miguel a sus dos contrincantes fatales; uno es sentimental: Ignacio Allende, y el otro, la lucha por la independencia del país, político.

Del colegio a la insurgencia

Casi dos años pasó Miguel carteándose y visitando a Josefa (que “no era bonita, ni fea”) en el colegio. En 1791 lograron distraer a la chaperona monástica y se amaron un rato. Él desaparece dos meses y, cuando vuelve a las Vizcaínas, le informan que hace rato que Josefa volvió a la casa de su hermana. Él la busca. Ella está embarazada pero pierde a la criatura. En julio volvió a embarazarse y en enero (sic) nació María Ignacia Domínguez Ortiz. Como Josefa anunció el nacimiento de otro descendiente y no quería que fuera “otro bastardo”, se casaron secretamente a inicios de 1793, en el Sagrario Metropolitano, “ya que no nos permitieron casarnos en la catedral”.
Josefa se hizo cargo de las dos hijas que Miguel traía de su matrimonio anterior y le parió once hijos más. Miguel afirma que fueron felices hasta que el virrey Marquina lo nombró corregidor de Querétaro, en 1802. Ya conocía las elementales pero poderosas tendencias ideológicas de su mujer desde que empezó a platicar con ella, y quizá el carácter con que las defendía fue uno de los detalles que lo decidió a conquistarla. Viajar a Querétaro les cambió la vida. Si para Miguel “se trataba de un puesto más en mi carrera política”, a Josefa “le aportaría los datos necesarios para entender las razones por las que había llegado a este mundo”.

Madre de los desheredados

En Querétaro, don Miguel legisla en favor de los desheredados y en contra de la Iglesia y de empresarios españoles. Orillado por éstos, el virrey Iturrigaray lo destituye del cargo. Iturrigaray volverá a la Madre Patria, don Miguel expondrá su caso al virrey Marquina, y en 1808 será repuesto en el cargo por las meras cortes españolas, “con la obligación de pagar los dos años de salario que había dejado de percibir… ¡Para algo era un buen abogado!”.
Entre que vigilaba el pago justo a los jornaleros y los impuestos, en lo que “encarcelaba pillos… y asistía a juntas de la policía”, don Miguel procuraba el trato digno en las prisiones y seguía promoviendo “la libertad de los indios en los obrajes, esas malditas empresas cuestionables que empleaban a personas condenadas por diversos delitos a la prestación de servicios forzosos y trataban de retenerlas endeudándolas con el adelanto de salarios y pagos en especie, otro tipo de esclavitud disfrazada”…, sin advertir que “Josefa se convertía, con el paso del tiempo, en la madre de los desheredados queretanos”.
En Querétaro “Josefa había comenzado a vivir de cerca la institución de la esclavitud. Enloqueció con la explotación infame de los indios”. Antes de que visitara las cárceles a escondidas ya le había externado a Miguel que “la única forma de hacer justicia” era “lograr la independencia total de la Nueva España y expulsar a los encomenderos”. Ahí empezaron las discusiones. Miguel le recuerda que ante el cura que los casó juró someterse a su autoridad como jefe de familia, y Josefa responde que él no sólo es jefe de familia, “sino el jefe de una región del país a la que no se refirió el cura”.
–Roma no se hizo en un día –se justifica él.
La indignación y el odio contra los peninsulares desquicia a Josefa, que no reprocha a Miguel que tenga un cargo en el régimen, reconoce lo que ha hecho por los indios, pero le pide que haga un “cambio desde adentro” y que sea innovador.
“En 1807 –recapitula Domínguez– Josefa contaba con treinta y cuatro años de edad y una madurez propia de una mujer mucho mayor. La adversidad sufrida en su infancia y juventud estallaba ahora volviéndola fanática defensora de los derechos de los indígenas. Sin duda… influía la sangre negra que corría por sus venas, el haber nacido y crecido en un cuarto de vecindad y palpar en carne propia la pobreza y haber visto la opresión y petulancia con que los españoles trataban a los indios, mestizo y criollos”.
La derrota de la armada española, otrora Invencible, en Trafalgar (1804) puso sobre la mesa el hecho de que la riqueza de Nueva España sirviera para sufragar flotas de guerra (“perdedoras”), lo que sacudió las conciencias novohispanas y “desquició la vida política, económica y social de las colonias de ultramar”. Pronto se enterarían de “las vergonzosas abdicaciones de la familia real y de la imposición de José Bonaparte… como rey de España”, y de que “España se había levantado en armas en contra de la dominación francesa”.
Los jerarcas eclesiásticos acordaron expulsar al virrey por “anticlerical y corrupto”. A la silleta llegó Pedro Garibay y enseguida Francisco Venegas, “quien se presentó… el 14 de septiembre de 1810, dos días antes del estallido de Guanajuato”. Y es que, para entonces, “el caos cundía… La independencia era un secreto a voces. Sólo había que seguir el paso de la pólvora incendiada que se dirigía a un barril ubicado en el centro mismo del Bajío, en Querétaro, precisamente en mi jurisdicción”…, revela el corregidor, seriamente alarmado.

El impresionante capitán Ignacio Allende

Desde 1808 existía en Querétaro una academia literaria “llamada Los Apatistas, en la que se aparentaba llevar a cabo reuniones de tipo literario, cuando en realidad en ellas se conspiraba en contra del gobierno español”. Don Miguel apoyaba el movimiento de independencia, “siempre y cuando no estuviera inspirado en la violencia”, y asistió a algunas reuniones. En una de esas el capitán del Regimiento de Dragones de la Reina Ignacio Allende dijo un discurso tan sustancioso y emotivo que, junto con sus naturales y estudiadas dotes de orador, llamaron la atención de Miguel y… de Josefa. Don Miguel empieza a sentir celos retroactivos cuando no sin admiración recuerda cómo, en un jaripeo, Allende enfrentó y derrotó al toro sin capote ni banderillas, aunque la angustia se le concentre en la escena anterior, cuando Allende “mandó colocar el capote de paseo sobre la breve barda de nuestra barrera en primera fila”, puesto que, como comprendería después, “el homenaje no estaba dirigido a mi persona”, sino a la que los lectores ya se imaginaron.
Tras algunas reuniones conspirativas, don Miguel descubre que “en ocasiones Josefa y él utilizaban… los mismos términos”. Allende había sido perdonado junto con los conspiradores de Valladolid (1809), quienes “se refugiaron en Querétaro para continuar su lucha por la independencia. ¿Dónde se reunían?”. En la casa de don Miguel Domínguez y doña Josefa Ortiz.

Una hija de Allende

Don Miguel creía que Allende visitaba su casa con tanta frecuencia porque cortejaba a una de sus hijas. Un día llevó al propio Miguel Hidalgo y Costilla, con quien don Miguel reafirmó su ideario independentista, pero “con reservas”. Josefa dejó de ir a misa y empezó a ausentarse en el desayuno, la comida y la cena, y los celos comenzaron a carcomer a su marido, que para entonces ya soportaba el nombre de Allende como si se tratara de un sello maldito y doloroso sobre la frente.
El movimiento detonaría la primera semana de octubre de 1810. En julio, Hidalgo invitó a Josefa a que conociera de cerca la labor social y cultural que realizaba en Dolores, Guanajuato, y, “contra mi intuición y mis deseos, dejé partir a Josefa rumbo a Dolores”, desconociendo que tras la piadosa invitación de Hidalgo “estaba Ignacio Allende, con planes opuestos a la caridad y el respeto…”
Y don Miguel no estaba lejos de sus celos: después de acompañar a Hidalgo, Josefa se retiraría a su habitación, en la hostería El Fogón Mágico, donde más tarde recibiría la visita de Allende. Sufre don Miguel al imaginar cómo se juntaban sus cuerpos, incentivados por la latente posibilidad de la independencia de Nueva España. Sacando cuentas, don Miguel colige que su esposa había tenido relaciones sexuales con Allende desde antes de la invitación de Hidalgo, antes de la cual el mismo capitán había difundido que andaba tras los huesos de una de sus hijas, y luego que a ésta sólo la usó de escudo distractor, pues “en realidad” pretendía a otra. El 14 de marzo de 1811 Josefa dio nuevamente a luz, sin que hubiera tenido relaciones con su marido durante mucho tiempo. La aritmética casi enloquece a don Miguel, pues “no resulta complejo colegir que mi mujer se embarazó en julio del año anterior”, cuando visitó al cura Hidalgo y Allende la poseyó en El Fogón. Una semana después (dos días antes de que muchos insurgentes fueran arrestados en Acatita de Baján), Allende le platicó a Mariano Abasolo el acostón que había tenido con la corregidora, Abasolo se lo contó a su mujer, la mujer de Abasolo se lo reveló a un cura y éste se lo comentó a su amigo Miguel.
Don Miguel aceptó a la niña como hija. En dulce y bíblica venganza, la registró como María Magdalena Longinos, por la pecadora María Magdalena, y por Longinos, “el centurión que atravesó el costado de Cristo”.

Titubeante pero derecho

Francisco Martín no le quita méritos patrióticos a don Miguel, a quien permanentemente muestra soñando “con un nuevo país, en devolvérselos a sus dueños originales, en erradicar la histórica desigualdad, en generar riqueza y en compartirla…, en permitir el acceso de todos a la toma de decisiones nacionales, en educar… ¡Bienvenida la independencia, pero sin recurrir a las armas!”, pregonaba.
Josefa le pedía que reaccionara y que acudieran a las armas, pero, antes de jugarse el pellejo, Miguel decidió permanecer en el cargo y ayudar al movimiento “desde dentro”, a sabiendas de que Josefa no comprendería su actitud… “¡Qué lejos estaba yo de parecerme a Allende montado en su hermoso caballo blanco, desafiando, espada en mano, al universo!”, clama don Miguel, todavía de una pieza, antes de que empiece a contarnos su informada y tan sentimental versión de ese capítulo inicial de la historia de México.

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