Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Arrebatos carnales / 16

Las delaciones

“Hidalgo cumplía al pie de la letra el acuerdo con Allende de dedicarse a organizar y dirigir políticamente el movimiento, en tanto que él se ocuparía de la vertiente militar, en la que era un experto”. Hidalgo había coptado a varios soldados realistas, y el “4 de septiembre de 1810 Allende le encomendó al capitán Arias, al frente del batallón segundo de Celaya, la detonación del principal foco de conspiración: Querétaro”. La fecha en que “estallarían trescientos años de oscuridad, oprobio y explotación colonial” se acercaba; si aprovechaban el factor sorpresa, “cuando los realistas despertaran ya media colonia estaría tomada por los insurgentes”.
El 9 de septiembre se supo de la conspiración y el 10, asustado, el capitán Arias se delató a sí mismo y a sus “cómplices”. Riaño ordenó aprehender a Allende y a Aldama en San Miguel y a Hidalgo en Guanajuato. Allende captura al emisario de la orden y (el día 14) huye a Dolores “con el propósito de informar al cura Hidalgo que todo había sido descubierto. Mientras tanto, los delatores seguían saliendo de las alcantarillas”.
Y es que, dice el corregidor don Miguel Domínguez, “trabajábamos, sin saberlo, tras una vitrina. Josefa –informa– también había sido denunciada… mi esposa, mi familia, mi cargo, yo mismo, todos estábamos sentenciados… ¿Qué hacer?”.

Tacones para Allende

Frente a Josefa, Miguel invoca “la lealtad a mi cargo y la posibilidad de utilizarlo civilizadamente en beneficio de la causa…, mi dignidad de hombre y de marido y el buen nombre de nuestros hijos”, pero ella sólo tiene enfrente “el derecho a una patria libre” y la “más elemental dignidad humana”, lo que sólo se podría lograr recurriendo a las armas. “Agotado el diálogo”, Miguel la llevó del chongo a una habitación que cerró con llave, pues la fanática independentista era capaz de intentar cualquier cosa con tal de avisar a Hidalgo que la conspiración había sido descubierta, y se llevó la llave consigo.
El plan salvador de don Miguel consistía en “aparentar que ya había atrapado a una parte de los conspiradores (a los que luego liberaría), que estaba en contra del movimiento, y, de esa suerte, no se me podría tachar de cómplice de los insurgentes, aun cuando evidentemente lo era”. No contaba con que, en su encierro, la rebelde Josefa empezó a golpear la pared con el tacón de su zapato para llamar la atención del alcaide, Ignacio Pérez, “a quien pidió para que fuera inmediatamente a ver a Allende para avisarle las últimas noticias…” El alcaide robó un caballo y cabalgó toda la noche para cumplir el encargo de la corregidora. No conforme con eso, Josefa llama a Joaquín Arias, “el gran traidor, que nos había delatado un par de días atrás”, quien supuestamente iba a comenzar el levantamiento de Querétaro y ahora era confidente de los realistas. En una farsa, Arias también fue recluido en un convento, después de proporcionar todos los nombres de los “conjurados”.
Don Miguel, Josefa y otras quince personas fueron arrestados la noche del 15 de septiembre. Josefa, que estaba embarazada, fue enclaustrada junto con sus once hijos en el convento de Santa Clara.
Para entonces Pérez ya había comunicado el mensaje de Josefa a Allende y a Hidalgo. Adiós a la rebelión masiva. En lo que los insurgentes plantean la carencia de armas y municiones, don Miguel se pregunta: “¿Por qué tenía Josefa que avisarle a Allende y no a Hidalgo? ¿Por qué Allende, por qué, por qué?”…

El Grito de Independencia…

Merece la estampa completa:
“A las cinco de la mañana del 16 de septiembre de 1810, el cura Hidalgo arengó a la multitud en el atrio de la Parroquia de Dolores, diciendo que el movimiento que acababa de estallar tenía por objeto derribar al mal gobierno quitando a los españoles que trataban de entregar el reino a los franceses; que con la ayuda de todos los mexicanos la opresión vendría por tierra; que en adelante no pagarían ningún tributo y que a todo el que se alistase en sus filas llevando consigo armas y caballo pagaría él un peso diario y la mitad al que se presentara a pie. Muchos de los que ahí estaban se apresuraron a confundirse con los insurrectos y de aquella compacta muchedumbre salieron los gritos: ‘¡Viva la independencia!’, ‘¡Viva la América!’, ‘¡Muera el mal gobierno!’, ‘¡Viva Fernando VII, rey de España!’, preludio de los que mil y mil veces atronarían los campos de batalla durante once años de pavorosa contienda”.

Abogado con suerte

Don Miguel presumía de ser buen abogado… y de su suerte: “Josefa y yo –recuerda– fuimos liberados…, junto con otros conspiradores, una semana después por el virrey Venegas. Logré ser restituido en mi cargo, después de considerarse un atropello mi aprehensión. Mi esposa, en cambio, continuó vigilada y sometida a una sospecha y escrutinio permanentes”.

El principio del fin

Hidalgo empezó a arrestar a los párrocos “incondicionales a la Corona”… y en Atotonilco su talento político lo hizo vislumbrar que tomando la imagen de la virgen de Guadalupe como estandarte captaría “más la atención de las masas”. Sin aprobarlos, Hidalgo justifica los saqueos y asesinatos de la improvisada tropa como una “venganza ancestral”, Allende “se negaba a aceptar semejantes ultrajes, sobre todo tratándose de mujeres violadas, porque estas actitudes desprestigiaban al movimiento”. Y ocurrió un primer distanciamiento entre ellos.
Juntos condujeron las desordenadas y malcomidas tropas a Celaya, donde siguieron degollando españoles. Tras tomar Salamanca, Irapuato y Silao asaltaron “la Alhóndiga de Granaditas que acabó en una carnicería con la muerte de más de doscientos españoles y otros tantos indígenas”.
La Iglesia excomulgó al cura Hidalgo y a sus “secuaces” el 24 de septiembre de 1810. En Guanajuato, Hidalgo “se hizo llamar Capitán de los Ejércitos de América”, con lo que era claro, discierne don Miguel, que el cura “empezaba a perder contacto con la realidad”. Enseguida constata que “Allende e Hidalgo, al saberse perseguidos por Calleja y sabedores de que la ciudad de México estaba desguarnecida, trataban de decidir la conveniencia de tomarla después de apoderarse de Querétaro… y de apuntarse un éxito notable en el Monte de las Cruces, batalla en la que fue derrotado Iturbide. En esta decisión se encuentra la debacle del ejército insurgente puesto que Allende insistía en la toma de la ciudad de México en tanto que Hidalgo entendía como temeraria, peligrosa y suicida semejante decisión. No tomaron la capital de Nueva España y desperdiciaron una espléndida oportunidad estratégica”… “Miguel Hidalgo, en aquel entonces ya se hacía llamar Generalísimo…” y la división entre los jefes insurgentes se ahondaba.
Como Calleja advirtió la atracción que la virgen de Guadalupe ejercía sobre los rebeldes, “decidió nombrar a la virgen del Pueblito como generala de los ejércitos realistas” y “se entabló entonces un combate entre los poderes divinos”.
“Allende es derrotado en la Batalla de Aculco, en razón de que el cura de Dolores se había negado a mandarle los refuerzos imprescindibles para alcanzar la victoria”, y cuando Félix María Calleja recupera Querétaro y lo invita a celebrar, “me vi obligado a encerrar, de nueva cuenta, a Josefa en su habitación porque estaba decidida a “escupir a Calleja en pleno rostro”, “a pesar de que nos habían devuelto la libertad y a mí en el cargo público”, explica el corregidor.

La ratonera

Según don Miguel –o el tutor de su conciencia, don Francisco Martín Moreno–, Hidalgo no acudió a ayudar militarmente a Allende, que terminó siendo derrotado en el Bajío, y se hizo llamar Su Alteza Serenísima. Entonces Allende intentó envenenarlo, tres veces.
La permanente confrontación entre Allende e Hidalgo contribuyó a la derrota y exterminio de los insurgentes en Puente Calderón. “Hidalgo fue depuesto de todo poder político y militar y se le señaló como el causante de todas las derrotas”, y Allende marchó hacia Estados Unidos, “con el objetivo de rearmarse, reordenar su ejército diezmado y abastecerse de recursos…: ignoraba que se acercaba a una trampa mortal colocada por el clero de la que nadie saldría con vida”, a una “ratonera” dispuesta por el alto clero a través del obispo de Monterrey, que ya había ordenado la aprehensión de Ignacio Aldama…”
En la mortal emboscada participaron el traidor capitán Elizondo y los curas de la región. Fueron eliminando a los insurgentes con pausas, conforme llegaban, y, aunque se trate de su rival en amor, don Miguel afirma que, cuando advirtió la trampa, la traición, Allende, sorprendido y frenético, exclamó que no se rendía, que prefería morir, disparando su arma una sola vez antes de que Elizondo ordenara a los soldados realistas hacer fuego, causando la muerte del hijo de Allende.
Llegó Miguel Hidalgo y enseguida fue capturado. Elizondo ordenó fusilar a las huestes insurrectas de diez en diez, y, tras ser disque juzgados en Chihuahua, Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez fueron decapitados y sus cabezas exhibidas en la Alhóndiga de Granaditas.

Justiciera implacable

El descabezamiento de Allende estremeció en lo hondo a Josefa, que lloraba cuando veía a María Magdalena, “la hija de aquel amor furtivo e intenso con Allende”. Dice don Miguel que no se equivocó cuando pensó que su comprensión respecto a las fragilidades amorosas de Josefa a la larga se traduciría en agradecimiento y respeto hacia su persona, pero reconoce que “erré y volví a errar desde que observé las recurrentes visitas de emisarios enviados tanto por López Rayón, como por el propio José María Morelos y Pavón, con quienes ya había hecho contacto Josefa para insistir en la independencia de México con cualquier persona que deseara tomar la estafeta y continuar con ese proyecto humanista, político y social llamado libertad”.
Corría 1914 cuando la llevaron presa. “¿Qué esperan para fusilarme? –fustigaba a los gendarmes–. Mi sitio no es el convento…, sino el paredón. Fui tan responsable o más que los ajusticiados”… en la nueva Constitución había desaparecido el cargo de corregidor, y, desempleado, Miguel consigue en México “la libertad de mi esposa, con la promesa de vigilarla personalmente, además de pedir el apoyo de la familia. Se decía que… era un agente efectivo, descarado, audaz e incorregible que trataba desgraciadamente de imponer el odio a España”.
Volvieron a Querétaro. El fusilamiento de Morelos (1815) incentivó la rebeldía de Josefa, quien fue regresada al convento de Santa Catalina, donde permaneció durante cuatro años. “En 1820, enfermo, casi ciego, me dirigí al virrey Apodaca para suplicarle la libertad de Josefa, a quien ya iban a mandar a España, en calidad de presa incontrolable”. Como “el arzobispo no la deseaba en el interior de los conventos por tratarse de un ser altamente contaminante, y el virrey no la deseaba libre en las calles…”, Apodaca “accedió imponiéndole por cárcel la ciudad de México…, el menor de los castigos.”
Desde que salió de su enclaustramiento estableció Josefa que su “deber de esposa” le imponía “el sacrificio de venir a tu lado y aquí estoy”, no sin advertir que nadie debía esperar de ella “nada más”, pues antes prefería morir. “Una vez en casa se enteró de que nuestro hijo mayor había combatido a los insurgentes de Agustín de Iturbide”, y “jamás volvió a recibirlo a él, ni a su mujer, ni a sus nietos”, pues no podía admitir que “alguien de mi propia sangre sea capaz de derrochar su valor y su hombría por una causa tan mezquina”.

La reina de su casa no puede ser criada de un palacio

En casa, nadie hablaba de lo que quedaba de la insurrección independentista, pero Josefa intercambiaba información con Vicente Guerrero. Cuando supo que el general suriano se había abrazado con Iturbide en Acatempan, Josefa lloró: “Iturbide representaba a los bienes del clero, a la encomienda, y Guerrero a la insurgencia, a los esclavos”… Con Iturbide persistirían los privilegios de los españoles y el clero voraz. Por lo mismo, se negó a participar en los festejos de la independencia, a pesar de que Ana Huarte, la emperatriz de México, la había designado primera dama de honor de su corte. A la comitiva de la invitación imperial pidió Josefa que le dijeran a la emperatriz que quien es reina en su casa no puede ser criada en un palacio…
A Miguel le reclamó su acomodo con los usurpadores y le advirtió que si le volvía a hacer “otra invitación de éstas” lo iba a dejar para siempre.

Sin arrepentimientos

Iturbide fue desterrado y, luego, en 1824, fusilado. Josefa brindó por esto mientras don Miguel encabezaba “el triunfo precursor de la Constitución, en cuyo marco se me designó como Primer Magistrado y Presidente de la Suprema Corte de Justicia. Para qué decir –dice– que Josefa se negó a asistir a mi toma de posesión y prohibió cualquier festejo dentro de su casa, amenazando con abandonarla si alguien siquiera intentaba efectuar la mínima celebración…”
El presidente Guadalupe Victoria almorzaba en casa de los Domínguez cuando Josefa le reprochó lo del motín de La Acordada “que él mismo inició”, el subsecuente incendio del Parián y que haya apoyado a Manuel Gómez Pedraza y no a Vicente Guerrero. Hasta el sombrero olvidó Guadalupe Victoria por escapar de la discusión, de la ira y la intolerancia política absoluta de Josefa Ortiz de Domínguez.
Josefa murió en 1829, de un ataque al corazón. “Unos días antes de su muerte… –platica don Miguel–, nos aclaró que jamás se había arrepentido de nada…, mientras miraba a la cara a nuestra querida hija María Magdalena, quien estaba próxima a cumplir dieciocho años, sin que en ningún momento su rostro exhibiera el menor parecido con su padre”.

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