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Presentarán novela premiada del acapulqueño Julián Herbert en la FIL de Monterrey

Daniel de la Fuente / Agencia Reforma

 

 

Monterrey

 

 

El escritor acapulqueño Julián Herbert habla sobre Canción de tumba, novela celebrada que se une a una serie de títulos en los que autores, sin desprenderse del todo de la ficción, narran sus orígenes.

“Mamá nació el 12 de diciembre de 1942 en la ciudad de San Luis Potosí. Previsiblemente, fue llamada Guadalupe. Guadalupe Chávez Moreno. Sin embargo, ella asumió –en parte por darse una aura de misterio, en parte porque percibe su existencia como un evento criminal– un sinfín de alias a lo largo de los años. Se cambiaba de nombre con la desfachatez con que otra se tiñe o riza el pelo. A veces, cuando llevaba a sus hijos de visita con los amigos narcos de Nueva Italia, las fugaces tías políticas de Matamoros o Villa de la Paz o las señoritas viejas de Irapuato para las que había sido sirvienta cuando recién huyó de casa de mi abuela (hay una foto: tiene 14 años, está rapada y lleva una blusa con aplicaciones que ella misma incorporó a la tela), nos instruía:

–Aquí me llamo Lorena Menchaca y soy prima del famoso karateca.

–Aquí me dicen Vicky.

–Acá me llamo Juana, igual que tu abuelita.

(Mi abuela, comúnmente, la llamaba Condenada Maldita mientras la sujetaba de los cabellos para arrastrarla por el patio, estrellándole el rostro contra las macetas.)

La más constante de esas identidades fue Marisela Acosta. Con ese nombre, mi madre se dedicó durante décadas al negocio de la prostitución”.

Éste es el inicio de Canción de tumba, novela de Julián Herbert basada en su propia vida y en la de su madre Guadalupe Chávez, o Marisela Acosta, uno de los tantos nombres de los que ella solía echar mano para encubrir su identidad. Ella se dedicó a la prostitución, oficio que la llevó por muchos lados. Herbert, nacido en Acapulco en 1971, radicado en Saltillo, pero presente desde hace años en el medio literario de Monterrey, anduvo con ella y sorteó riesgos con sus hermanos.

Celebrada por la crítica, la novela, editada por Mondadori y que será presentada mañana en la FIL Monterrey por Isadora Montelongo y Margarito Cuéllar, tuvo su génesis tal y como inicia la narración: al lado de la cama del hospital en que la mujer cayó por la leucemia, que al poco, le arrebataría la vida.

“Empecé a escribir la historia en el 2008 y me tomó dos años y medio”, comenta Herbert en entrevista. “Es un libro que, digamos, tuvo tres fases: la primera parte, escrita en el Hospital Universitario de Saltillo, cuando escribí a diario y con disciplina; la intermedia, donde avancé otro tanto, y la última cuando mamá murió en el 2009 y que fue la etapa más larga en la que no pude avanzar hasta que, a principios del 2011, me encerré en una casa de Lamadrid, Coahuila, y lo terminé”.

Ya antes había hecho piezas autobiográficas, advierte el autor de los libros de poesía El nombre de esta casa (1999), La resistencia (2003), así como de la novela Un mundo infiel (2003) y del libro de cuentos Cocaína (Manual de Usuario) (2006).

“La infancia te da grandes herramientas”, afirma. “Para mí significó un paisaje y un lenguaje. Crecí entre Monterrey y Monclova, ciudades no tan distintas, así como en Ciudad Frontera, con un feeling más rural. Aunque ahora me he distanciado de eso, me significó una cierta idiosincrasia, chovinista si tú quieres, sobre lo norteño”.

También desarrolló una libertad que, pese al riesgo, le dio seguridad.

Julián nunca habló del oficio de su madre, un poco por vergüenza. Fue a partir de la enfermedad y que se puso a escribir cuando se percató cómo la realidad, a través del lenguaje, se transforma y puede ser liberador.

–¿Cómo percibes la recepción del libro?

–En general he recibido buenos comentarios y mis hermanos se lo tomaron muy bien, pero mi madre no alcanzó a leerlo. Intuía que estaba escribiendo algo que tenía que ver con ella, porque le hacía preguntas, pero a ella le daba pudor cuestionarme más que nada porque en el pasado habíamos tenido discusiones y establecimos que nunca más me iba a preguntar sobre qué escribía, porque yo escribo de lo que se me da la gana.

Cuando apareció el avance de Canción de tumba en Letras Libres: Mamá Leucemia, el ámbito cultural dio un respingo. Aquella prosa, que más tarde ganaría el Premio Jaén de Novela, era de una contundencia significativa.

“El pudor desapareció cuando asumí la historia como una novela, entonces nada se interpuso”, añade. “Siempre he creído que uno como escritor tiene que ir hasta sus últimas consecuencias. Por ello, en este libro no me quedé solo en lo autobiográfico, sino que hay algo de ficción debido a la técnica narrativa”.

La ficción está en detalles, por ejemplo, poner al padrastro de su madre como líder del sindicalismo ferrocarrilero, potestad del escritor que, reconoce, quizá pueda parecer abusivo, pero va acorde con aquello que le dijo alguna vez, citando a Faulkner, su maestro y colega Rafael Ramírez Heredia: “si tengo que robarle a mi madre para escribir una novela, voy a robarle a mi madre”.

“Uno tiene que hacer todo para que los libros cuajen, tienes que confiar en que tu libro salga y bien para que el mundo te perdone las desviaciones y los hurtos”, ríe.

Herbert ha sido una presencia constante en Monterrey, ha participado en cuanto encuentro literario ha habido y es recordado porque suele culminar sus participaciones con música.

Vocalista de bandas de rock, es coordinador del colectivo El Taller de la Caballeriza. Actualmente participa junto a Jorge Rangel en el proyecto de poesía multimedia Soundsystem en Provenza, y en el grupo Las Madrastras.

“Conocí a Julián hace poco más de 20 años en un encuentro de escritores en Saltillo”, ha escrito Dulce María González. “Recuerdo que lo traían de novedad. Y es que Julián Herbert era un jovencito talentosísimo, su personalidad de joven-poeta-genio hiperactivo y súper energético resultaba muy seductora”.

Al tiempo y sin perder la frescura, Herbert maduró al punto de escribir Canción de tumba. La escritora Elia Martínez Rodarte dijo en su presentación en la Casa del Libro: “En esta novela de Julián Herbert se revela uno de los estadios con mayor luminosidad en la obra del autor, con mucho oficio, amigo de las palabras y con la prudencia suficiente, ahora veo, para detenerse a mirar con cuidado y luego contarlo”.

Herbert explica que uno de los aspectos más afortunados de la aparición de Canción de tumba es que apareció a la par de otros libros ciertamente emparentados por desprenderse de raíces genealógicas.

“Mi generación entre 2010 y 2012 saltó con textos un poco en este registro, no que sean fusiles unos de otro, sino que salimos al mismo tiempo y algunos son espléndidos: El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel, súper intenso, el mejor de ella”.

Otros, reconoce, son Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, y El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Alejandro Pron.

“Me parece de gran peculiaridad que se dé en lo generacional este tipo de novelas autobiográficas, de confrontación con figuras paternas o maternas”.

Con su libro, Herbert quedó satisfecho. Dice que no puede afirmar que sea un gran libro, pero es con el que se comprometió como escritor y, en última instancia, como quisiera escribir en adelante.

–¿Cómo te liberarás de tu propia autobiografía?

–No tengo la menor idea, pero déjame decirte que para mí una de las claves es el discurso mestizo y multigenérico. Acabo de empezar las primeras páginas de una novela y he estado haciendo libro de poemas. Hay un distanciamiento ya fraguado por el mismo ritmo de la escritura, por una parte, y por la otra he estado tratando de ejercitar otra sintaxis más que otros temas.

“Me interesa seguir narrando en primera persona, aunque tampoco me preocupa si lo que escriba ahora es muy distinto a lo de antes o no. Me interesa disfrutar y que se produzca la mejor literatura que pueda. Si es en el mismo tono o en otro, qué importa, la literatura es una cosa que no puedes condicionar”.

Concluye: “La actitud con la que uno afronta el lenguaje es como la de un piloto: agarrando las curvas como vienen”.

No sé en qué momento se volvió Marisela; así se llamaba cuando yo la conocí. Era bellísima: bajita y delgada, con el cabello lacio cayéndole hasta la cintura, el cuerpo macizo y unos rasgos indígenas desvergonzados y relucientes. Tenía poco más de 30 años pero parecía una veinteañera. Era muy agogó: aprovechando que tenía caderas anchas, nalgas bien formadas y un estómago plano, se vestía sólo con jeans y un ancho paliacate cruzado sobre sus magros pechos y atado por la espalda.

De vez en cuando se hacía una cola de caballo, se calzaba unos lentes oscuros y, tomándome de la mano, me llevaba por las deslucidas calles de la zona de tolerancia de Acapulco –a las 7 de la mañana, mientras los últimos borrachos abandonaban La Huerta o el Pepe Carioca y mujeres envueltas en toallas asomaban a los dinteles metálicos de cuartos diminutos para llamarme “bonito”– hasta los puestos del mercado, sobre la avenida del Canal. Con el exquisito abandono y el spleen de una puta desvelada, me compraba un chocomilk licuado en hielo y dos cuadernos para colorear.

Todos los hombres viéndola.

Pero venía conmigo.

Ahí, a los cinco años, comencé a conocer, satisfecho, esta pesadilla: la avaricia de ser dueño de algo que no logras comprender.

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