Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Jaime Castrejón Diez

Pacto y anarquía

Hay dos aspectos que en estos momentos dominan la vida nacional: el Pacto por México y un movimiento anarquizante que sacude la vida del país. El primero es un intento de romper la parálisis política que se ha dado por la misma estructura del país, que cada partido solamente alcanza la tercera parte del electorado y no se pueden aprobar las reformas necesarias sin el apoyo de otros partidos. Esto es consecuencia de la pluralidad  ideológica del sistema. El segundo se da por irrupción de una tendencia destructiva que ha sido aprovechada por grupos que ven sus privilegios amenazados.
La llegada de un nuevo Presidente aunado al regreso de la vieja guardia del PRI requería de un enfoque que permitiera las reformas necesarias, tantas veces esperadas y el Pacto era una forma de cooperación interpartidaria que  propiciara los cambios. Además era un intento de lavarle la cara a la clase política que a lo largo de los años no solo había perdido prestancia, sino que había llegado a su nivel mas bajo de legitimidad. Este instrumento permitiría adecuar la legislación a las necesidades presentes, inclusive hacer reformas constitucionales que requieren ser votadas por una mayoría especial.
Por otro lado, en el afán de mostrar una nueva cara se pusieron límites a los sindicatos que habían acumulado privilegios que el mismo sistema político había propiciado. No es un secreto que la clase política generó un cierto sistema de recompensas que hacía fuertes a los liderazgos sindicales para asegurar su hegemonía. El charrismo no surgió solo, había el mecanismo de que se apoyaba en un liderazgo a cambio de apoyo político. Al querer cambiar las reglas revientan los conflictos.
La violencia que se ha desatado en algunos estados y universidades tiene el mismo origen, pero la sociedad ha cambiado. A medida que se repitieron los hechos de anarquía, la reacción de la sociedad ha sido diferente. Ya no existe el apoyo social que llegaron a tener en otros momentos los movimientos contestatarios. El tomar la calle ya irrita a los ciudadanos porque altera sus actividades y a base de repetir esas actividades, el conjunto social los reprueba.
Si vemos el panorama completo nos damos cuenta que ambos fenómenos tienen el mismo origen. Ha habido dos tendencias políticas muy claras, una tradicional que utilizó los liderazgos sindicales para asegura el poder y otra contestataria y anarquizante que aspira a derrocar al otro grupo y asegurarse el poder. Los maestros formaron parte de la escenografía de asegurar el poder a través del corporativismo y por muchos años fueron efectivos. Cuando el Presidente Zedillo hizo la descentralización del sistema educativo, no solo entregó a los gobernadores el sistema educativo sino también el control político de sus entidades. En ese proceso los grupos disidentes afloraron y algunos gobernadores alentaron a ciertos grupos. Por eso en esos estados se ha recrudecido la lucha sindical.
Otra parte de la clase política impulsó el estilo anárquico de la protesta y la de llevar a las calles el conflicto político. Desde los problemas de 1968 y de 1970 el interferir con las manifestaciones de inconformidad se consideraba represión y los gobernantes daban instrucciones de no interferir con este estilo de protestas. Así fue cómo se consideró normal impedir el libre tránsito y agredir a las instituciones.
Como los tiempos cambiaron, los problemas evolucionaron y en algunos estados y universidades se convirtieron en campos de batalla en la lucha por mantener privilegios o generar anarquía. Aún cuando los movimientos son diferentes tienen en común el alterar la vida institucional. Se trata de hacer prevalecer el Estado de derecho o mantener las apariencias de que vivimos en un Estado democrático. Se puede fingir que se enfrentan los problemas o encontrar paliativos, pero alguna vez se tienen que confrontar, ojalá sea antes de que la anarquía acabe con el Sistema.

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