Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLEVERDE

* Chilpancingo superstar / 1

El altar de María Félix

 

La cantina de don Alfonso Parra Marquina se llamaba Río Escondido y quedaba en la avenida Alemán, a unos pasos del centro de Chilpancingo. Qué iba yo a saber, cuando niño, que por ahí hacían parada la gamba de bohemios que encabezaban Rubén Mora, Juan García Jiménez y Agustín Ramírez, si las dos o tres veces que entré a la cantina fue para llevarle un recado a mi papá. Un angosto corredor llevaba a un amplio rectángulo de muy pocas mesas y dos o tres altas palmillas en maceta. De entrada se topaba uno con María Félix, en una de sus poses de ceja levantada y manita semicaída y sensual. Atrás de la barra, en la pared principal, los ringleros de botellas habían hecho espacio para que la Gran Diva del cine nacional presidiera las tertulias bohemias de esa cantina de leyenda.

En Cosas del ayer (sin fecha de edición), don Félix López Romero recuerda que Río Escondido sólo daba servicio de dos a seis de la tarde, que, aparte de la moronga, todas las botanas que servía doña Chofi, hermana de don Alfonso, eran vegetarianas, y, desde luego, que el mezcal de ahí “no tenía rival”.

Don Alfonso era delgado, con el bigote muy recortado, posiblemente narizón y de adusto semblante. Lo de adusto (y lo que resulte) puede ser un cuento de mis recuerdos infantiles, ya que, si alguna vez lo vi, no sólo no lo vi enojado sino que creo que nunca oí su voz, y mucho menos sabía que era poeta.

En 1962, Alfonso Parra Marquina publicó Mis recuerdos. Treinta y siete poemas en los que hace honores a la rima y a familiares y personas a quienes estimaba. Hay poemas para bautismos, quinceañeras y matrimonios (nuevos y viejos); a la novia o esposa, a la madre, a la sobrina y la nieta; al amor y al devenir de la humanidad; a tres médicos (Abarca –el pulso me toma con grande atención / y el bisturí de los grandes doctores / mi cuerpo corta, / poniendo en sus manos todo el corazón…–, Olea y Vélez), a los camineros de los caminos y a los camioneros de la Flecha Roja. Le dedica versos a Acapulco, pero también se acuerda de Guadalajara y Orizaba.

Algunos poemas llaman la atención: los que le dedicó a John F. Kennedy y a Adolfo López Mateos, y al “Devenir de la Humanidad”. Y es que don Alfonso envió sus respectivos versos al presidente de Estados Unidos, al presidente de México y a la UNESCO. Al poco tiempo (el mismo año en que escribió dichos poemas y en que publicó su libro), por correo recibió agradecimientos del presidente Kennedy, saludos de López Mateos y la promesa de la mera UNESCO de que le enviarían un ejemplar de la revista donde, llegado el caso, apareciera el poema

Miren ustedes: estamos platicando de rimas excesivamente sencillas, muchas meramente descriptivas e incluso algunas (como las dedicadas al periódico Excélsior y a los choferes de la Flecha) que rozan el reino del humor involuntario de Margarito Ledezma. También hay versos degustables. El poema dedicado a Elvira Ríos empieza como tango (No te conozco Elvira, / pero las notas filigranescas de tu lira, / han embriagado mi ser / de placer), pero ¿qué va a importarnos la tirada que el cantinero le echa a la candente y talentosa Elvira, si acabamos de leer las 13 páginas, o sea: los 87 cuartetos que, como ofrenda, el poeta dejó a los pies de “María Félix, Eximia y bellísima artista mexicana”.

Los primeros versos descontrolan:

 

Te vi llegar con tu rebozo blanco

imitando a la maestra provinciana

y subir las escaleras dando al flanco

del Palacio Señorial una mañana.

 

Sigue uno leyendo y resulta que el Palacio Señorial es el Palacio Nacional y pronto estamos presenciando la aventura de una maestra rural que acaba de recibir el encargo –del propio presidente de la república– de abrir una escuela primaria que había cerrado el cacique de la región.

 

Señorita Rosaura Salazar

–parándose le dice el

/ Presidente–:

la Patria su labor no olvidará,

y le estrecha la mano frente

/ a frente.

 

Rumbo al pueblo, Rosaura se desmaya, y es atendida por “un médico que tropieza con tu cuerpo” y que queda enamorado de ella. Con todo que estaba enferma, así la contempló Don Fonchito:

 

El aire te volaba tus cabellos

haciendo tu figura esplendorosa;

vi en el mirar de tus ojos dos

/destellos

bendiciendo a ese Dios que te hizo

/hermosa.

 

Luego viene el cuarteto que dice:

 

Tú sigues adelante con ahínco

preguntando por el pueblo en el

/olvido,

y te dicen que llegas ya de un

/brinco

al famoso lugar de Río Escondido.

 

Y hasta entonces nos cae el veinte: ¡don Foncho nos está contando la película… en rimas! Río escondido, desde luego. Con María Félix como Rosaura Salazar, Domingo Soler como el cura y Carlos López Moctezuma como el cruel explotador. También salen Fernando Fernández (el médico galante), Columba Domínguez (Merceditas) y Roberto Cañedo. Dirige el Indio Fernández, la fotografía se atribuye a Gabriel Figueroa, el guión es de Mauricio Magdaleno y, por si fuera poco, los “títulos con grabados” son de Leopoldo Méndez.

Tan descollantes nombres del cine (y la literatura y el grabado) mexicano se pasaron de tueste, pues, según internet, “el academicismo de Emilio Fernández y su tendencia al didactismo llegaron a un punto culminante con Río Escondido, cinta polémica desde su estreno debido a los excesos fotográficos y demagógicos que desbordan sus imágenes”.

No lo creía así don Alfonso, quien, como para exhibir su excesiva devoción por la protagonista, sobre la angosta puerta de la calle que daba al corredor que daba a la barra de servicio que daba a la pared que albergaba la fotografiota de María, la “eximia y bellísima artista”, había mandado escribir, con letras altas, pero discretas: RíO ESCONDIDO.

En la película del Indio y en los cuartetos de don Alfonso la maestra se enfrenta al cacique, quien en las primeras discusiones la cachetea y amenaza. En su largo poema, don Alfonso cubre los asuntos principales y las más fuertes escenas de la película, hasta llegar al dramático final en que, después de vivir lo que vivió (pobreza, explotación, machismo, humillaciones, violencia, epidemia, etcétera), el presidente de la república se acuerda de ella y…

 

Por fin ese diploma ambicionado

lo recibe Rosaura en su agonía,

y después de leérselo… ha expirado,

defendiendo su honor con mucha

/ hombría.

En su emoción, don Foncho le atribuye hombría a una mujer. Podríamos creer que es un error, pero si tomamos en cuenta que se trata de La Doña, la aplicación de la palabra no está tan mal.

Después de 87 cuartetos de película y 13 páginas de religiosa devoción por María, el Envío a la diva sonorense suenan cortés tirando a tímido. Las dos primeras cuartetas van más o menos así:

 

El arte y tu belleza son tus glorias

en la interpretación de Río

/ Escondido,

y en los anales del cine y de su

/ historia

tendrás siempre un lugar muy

/ distinguido.

 

Eres genial estrella y, cintilante,

tu belleza al mundo ha cautivado;

eres un astro y brillas cual diamante

en el sentir del mundo aficionado.

 

…Pa’ mundoaficionados, don Alfonso. Ya vimos cómo se carteó con Kennedy y López Mateos. No hay rastro de la publicación de su poema que le planteó la UNESCO, pero casi estamos seguros de que lo que le dedicó al Excélsior apareció en Últimas Noticias de la Tarde. Donde no vemos el contacto es con María Félix… Quizá un duende viajero le llevó el larguísimo y admirativo poema, y otro le contó que en un pueblo quelitero llamado Chilpancingo había una cantina presidida por una enorme foto de ella, ésa donde medio levanta la ceja y pone la trompita como si acabara de soplar entre sus dedos. Pudo haber ocurrido así: cierto día que iba para Acapulco, le dijo al chofer que entrara a Chilpancingo, que buscara el centro del poblacho.

–Ya me habían contado que en este… paso turístico, tenía yo un altar –dijo, modosa, y mediotorció el cuello de garza norteña, vio pacá y pallá, y ¡me gustáaa…!, golpeó, dándole severa palmada a su poeta cantinero. Más que un altar, esta cantinita simpática… ¡es un templo!, alardeó María, que tan bien había salido en la foto. Feliz, festejó que la cantina se llamara Río Escondido, pidió que le bajaran su fotografiota para dejarla firmada de puño y letra y, antes de despedirse, dejó estampada la roja huella de sus labios junto al bigotillo de su poeta predilecto… después de Agustín.

Imposible imaginarse la alegría del cantinero, menos la del poeta.

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