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Netzahualcóyotl Bustamante Santín

Ayotzinapa, un conflicto desbordado

Llegado al cargo tras la matanza de Aguas Blancas, el gobernador interino Ángel Aguirre Rivero se mantuvo en permanente zozobra ante la posibilidad de que se repitiera un hecho similar durante su gestión. Pero nueve meses antes de concluir su periodo, la desgarradora realidad política de Guerrero se impuso: el 7 de junio de 1998 en la comunidad de El Charco, distante unos 35 kilómetros de Ayutla, fueron masacrados once campesinos.
Entonces, Aguirre acusó al Ejército federal de realizar el operativo sin su conocimiento y deslindó a su gobierno de haber urdido la fatídica intervención armada en la comunidad mixteca.
Así cerraba Aguirre los últimos meses de su primer mandato; y ahora carga con la criminal acción en la que murieron dos estudiantes normalistas, a tan sólo ocho meses de iniciado su segundo periodo como gobernador.
En esta ocasión, Aguirre y sus colaboradores han sostenido que fueron elementos de las fuerzas federales los autores materiales del doble crimen de los jóvenes de 19 y 20 años, quienes quedaron tendidos sobre el asfalto después de haber recibido uno un tiro en la cabeza y otro en el cuello (según el informe preliminar de la CNDH), lo que habla de una indiscutible precisión de tiro. Pese a lo irrefutable de las imágenes que constatan la presencia de policías ministeriales armados, ningún funcionario local se atreve a insinuar que algunos de estos pudo ser el responsable del múltiple homicidio.
En todo el debate sobre el conflicto entre normalistas y gobierno estatal, poco se repara en el hecho de que la Policía Ministerial (antes judicial) y la Policía Estatal (antes conocida como motorizada), actúan ahora contra los movimientos sociales (como los normalistas de Ayotzinapa) como antes contra los campesinos miembros de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, OCSS, esto es, se mantienen incólumes sus estrategias represoras.
El afán persecutor de esos cuerpos policiacos contra cualquier organización disidente del gobierno en turno, los ha vuelto enemigos de estos grupos y lo que demuestra Aguas Blancas y lo sucedido en la carretera de Chilpancingo el 12 de diciembre, es que las corporaciones policiacas locales no han cambiado su actitud ni su fobia contra los movimientos sociales, a quienes repelen, disuaden y persuaden a punta de balazos como una circunstancia que parece ya normal.
Debe decirse sin embargo, que la inquina y la antipatía hacia los movimientos sociales proviene del estado de ánimo de los funcionarios que a su vez trasladan a los responsables de garantizar el orden público.
En la cascada de declaraciones de las últimas semanas, es harto lamentable el papel de actores políticos como Camilo Valenzuela o Jesús Zambrano que apoyan la tesis de que fuerzas oscuras pretenden acabar con un gobierno de “compromiso social” y que se pretende cancelar la estrecha relación que tenía con las organizaciones sociales. Ellos que en su carácter de ex guerrilleros fueron perseguidos y encarcelados por el régimen priísta, ahora se ponen del lado del garrote y no de los estudiantes que no salieron a protestar por vez primera hace un mes, mucho menos enfocaron sus baterías hacia Aguirre, sólo se limitaron a continuar una larga defensa de sus derechos y a hacer evidente el desdén de las autoridades educativas, las de antes como las de ahora, por dar plena solución a sus demandas.
En lo general, sigue siendo penosa y vergonzosa la defensa que se hace de la figura del gobernador tanto por funcionarios estatales, dirigentes perredistas y ahora hasta líderes de organizaciones ciudadanas de la capital del estado. Se demuestra que la cultura política en este país no evolucionó, ni siquiera con la pluralidad política expresada en los tres órdenes de gobierno.
Más desafortunada es la estrategia gubernamental de usar la pérdida del trabajador de la gasolinera para reivindicarse y como distractor mediático y manipulador de los sentimientos colectivos; la asistencia de Ángel Aguirre a las exequias de Gonzalo Miguel Rivas Cámara y no a la de los dos normalistas asesinados, ofrece una idea del rasero con el que mide Aguirre las muertes de los normalistas y del empleado de la gasolinera.
La desabrida manifestación de apoyo al gobernador del jueves 5, auspiciada por funcionarios de la administración estatal no hace sino escalar la confrontación entre los vecinos de la capital y los estudiantes de Ayotzinapa, en momentos en que el gobierno estatal hace alarde de usar el diálogo y la concordia para dirimir controversias, pero al mismo tiempo alienta las expresiones de odio e intolerancia hacia los normalistas mediante estas concentraciones.
Integrantes de la sociedad chilpancingueña que salieron a las calles el jueves, en otro momento fueron fervientes defensores y solidarios con el gobierno de Zeferino Torreblanca como se demostraba con su presencia en los informes de gobierno que éste presentaba en la plaza principal de la capital. Ahora se colocan la cachucha de detractores y lo acusan de estar detrás del plan para desestabilizar al gobierno aguirrista que muy estable no estaba.
Durante años los estudiantes de Ayotzinapa, cuyos métodos de lucha no son los más idóneos, habían sido dispersados de plantones con gases lacrimógenos ante la nula respuesta a su añejo pliego petitorio, pero nunca, ni en tiempos de Zeferino, habían sido víctimas de una irracional agresión armada.
Como era de esperarse, tras lo ocurrido hace un mes, los normalistas han radicalizado su postura y sus protestas. Ahora ya no piden plazas sino que Aguirre renuncie a su cargo y esa exigencia la mantendrán durante el resto del cuatrienio, su postura parece inamovible e innegociable; trasladar sus demandas al Distrito Federal, epicentro político del país, les ha permitido granjearse el apoyo de organizacionales sociales de carácter nacional y que su movimiento cobre fuerza.
El conflicto de Ayotzinapa está desbordado, ha salido del control del gobierno local y cobra ya dimensión nacional; incapaz de sentarse a ofrecer respuestas a los estudiantes (más que recurriendo al estilo caciquil de sobornar a líderes del movimiento), Aguirre y sus colaboradores sólo emiten soliloquios y subterfugios para ocultar la crisis política en que se halla entrampado su gobierno.
Conocedor de los sótanos del poder, Ángel Aguirre tiene razones para estar preocupado como se ve en los últimos días, en los que su sonrisa se ha difuminado. Al fundado temor que tuvo en su interinato para que no se repitiera Aguas Blancas, se interpuso la realidad de El Charco y la contundencia de los hechos, en un estado cuyos gobiernos emplean la represión para la extinción de un conflicto social. Ahora esa zozobra ha vuelto a aparecer en su gestión.
El Aguas Blancas de Aguirre es ya el doble crimen de estudiantes en Chilpancingo. Y también después de Aguas Blancas hubo consecuencias políticas que alcanzaron incluso, al propio gobernador.
Si usamos el paralelismo de que el guión de 2011 se parece mucho al de 1995, quizá ahora pueda ocurrir el mismo desenlace que Aguas Blancas tuvo para Rubén Figueroa y su grupo.

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