Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Julio Moguel

HOY, HACE 200 AÑOS

Las batallas de Morelos

Sentimientos de la Nación

Gran estratega de imagen y de generación de sentido(s), Morelos se ocupó, para la apertura del primer Congreso de Anáhuac, de que el pueblo de Chilpancingo fuera elevado al rango de ciudad, con el título de Nuestra Señora de la Asunción.
Como nunca antes, se respiraba entonces en la breve concentración urbana un aire de trascendencia. El ir y venir de grupos de militares y la presencia de civiles foráneos, que tenían alguna tarea que desempeñar en la ruta que llevaba al Congreso, cambiaron bruscamente el ambiente. Todo era agitación, tropiezo, expectativa. Y era Morelos, allí desmecatado, jefe de las reuniones más diversas; centro receptor de cualquier cantidad de preguntas y requerimientos; prolífico escritor de notas, cartas, mensajes; infatigable escucha de penas, exigencias, peticiones, litigios y reclamos. Se encargaba de ver que todo estuviera en orden en el plano de las armas, pero ahora tenía que ocuparse también, con precisión milimétrica, de las complejas tareas que se había impuesto para llegar con bien a la inauguración y al desarrollo del Congreso. ¿Dormía? Cualquiera hubiera dicho que no, aunque se viera fresco, activo, acomedido. Y es que todo lo que allí entraba al horno o a la fragua del quehacer político y militar, pasaba antes de una u otra forma por sus manos.
¿De qué estaba hecho el personaje? Muchos se hacían esta pregunta, como se la habían hecho otros en muy distintos momentos. Acababa de tomar el fuerte de San Diego y ya se dedicaba en cuerpo y alma a la realización del encuentro de Chilpancingo. Una diferencia de días, dos o tres semanas apenas. Era entonces, de cierto, “el rayo del sur”. O tal vez una especie de Dios o de Mahoma, como le había escrito en tono grave a Venegas el mismísimo Calleja cuando el sitio de Cuautla. Muy bien ganada la fama. Dentro del marco del Congreso, y en la perspectiva de predefinir la nueva estructura estatal al menos en dos de sus poderes (¡de formar una República se trataba!) –la existencia del poder judicial estaba más o menos predefinido en otro plano–, el cura de Carácuaro lanzó la orden a los cuerpos del ejército, para que escogieran a un generalísimo –en calidad de poder Ejecutivo– entre los cuatro capitanes generales existentes (Rayón, Liceaga, Berdusco y el propio Morelos).
El 13 de septiembre de 1813, el abogado Rosains –secretario de Morelos—, frente a los electores agrupados, leía el reglamento establecido por su jefe para elegir a los representantes soberanos del Congreso. Al siguiente día, en “presencia de los electores de la provincia de Tecpan y de multitud de oficiales y vecinos del pueblo y de sus inmediaciones, expuso Morelos la necesidad de que reemplazara a la antigua Junta un cuerpo de sabios varones que, con la denominación de Congreso Nacional, fuera el representante de la soberanía, centro d gobierno y depositario de la suprema autoridad que debían obedecer todos los que proclamaban la independencia de México” (Julio Zárate, México a través de los siglos). Para luego pasar a dar a conocer la lista de los diputados comprometidos: Ignacio Rayón, por Guadalajara; José Sixto Berdusco, por Michoacán; José María Liceaga, por Guanajuato; Andrés Quintana Roo, por Puebla; Carlos María de Bustamante, por México; José María Cos, por Veracruz. Completaron la lista los diputados elegidos en Oaxaca y en la recién formada provincia de Tecpan, respectivamente, José María Murguía y José Manuel de Herrera.
Llegó, en un punto y aparte que todos esperaban, la lectura, por parte del secretario Rosains (a nombre de Morelos), de los Sentimientos de la Nación. Entonces todo el espacio se electrizó. El ruido generado por las moscas no alcanzaba a romper el silencio, ni a quitar al momento su carácter profundamente solemne. Palabra por palabra se regodeaban los tímpanos:
“Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
“Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud”.
“Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que nos agobian, y se señale a cada individuo un cinco por ciento de semillas y demás efectos u otra carga igual, ligera, que no oprima tanto, como la alcabala, el estanco, el tributo y otros; pues con esta ligera contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados”.
Los que sabían a ciencia cierta el significado de estas líneas entendían perfectamente que se estaba viviendo un momento clímax en el proceso de lucha.
“[Que] la América era libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía, y que así se sancionase, dando al mundo las razones”.
Lejos ya de todo fernandismo, los Sentimientos marcaban entonces la ruta franca de la verdadera independencia nacional. Diciendo que la soberanía emanaba inmediatamente del pueblo; que la nueva organización política del país se integraba por tres órdenes de gobierno; que eran los americanos los que debían ocupar los puestos públicos.
El día 15 se hizo el nombramiento del generalísimo, recayendo por supuesto en la persona de Morelos. Las dificultades vividas en torno la legitimidad de los comandos del más alto nivel de la insurgencia, expresadas a lo largo de 1813 en las fisuras y conflictos de la Junta de Zitácuaro, obligó al cura de Carácuaro a la realización de un movimiento táctico sobre el terreno: rechazó el encargo por considerarlo superior a su capacidad y a sus merecimientos. Lo que llevó en el acto a que se tensionaran las cuerdas y se descompusiera el ambiente. Pidió el Congreso tiempo para deliberar sobre el punto en litigio, pero no tardó en aparecer un grupo de militares y decenas de civiles que exigían a gritos que fuera rechazada la dimisión. Y fue en medio de esta especie de trifulca en la que los concurrentes soberanos tomaron la decisión de no aceptar la renuncia. Quedó así nombrando José María Morelos como primer jefe del ejército y depositario del poder ejecutivo.
Apareció entonces el ungido en el recinto solemne, aceptando ya sin dilación el doble poder que se le confería. Con la clara encomienda de “defender a costa de su sangre la religión católica; la pureza de María Santísima; los derechos de la nación americana, y de desempeñar lo mejor que pudiera el empleo que la nación se había servido conferirle”.
Visto a distancia es difícil pensar que las cosas hubieran podido marchar de otra manera, pues nadie tenía a esas alturas del partido el peso de mando político-militar y el prestigio de Morelos. Pero algunos actores pensaban de manera distinta y quedaron descontentos. Uno entre otros, el más y con mayor poder: Rayón, quien mantenía otro juicio y otros criterios. Sobre este punto volveremos.

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