Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Carmen de Laúd, el nombre como destino / y 3

Las manos de Carmelita

Carmelita, decíamos, siempre habla en Sol Mayor. Y la seguridad de las palabras de esta hermosa señora, y la exhibición de su alegría vital, me trae a la memoria lo que una vez me dijo un poeta de su capilla personal:
–Veo a Carmelita y hago de cuenta que estoy frente a una diosa del amor venida a menos. El tiempo infame, que todo lo destruye, como en el tango. Una mujer hermosa que, a su modo, anda jugándole contras al tiempo y enriqueciendo la vida con sus artes y sus modos.
A todo dar: Carmelita se encarga de mantener viva la llama de la credulidad, la mística sensualidad con que a diario enfrenta los problemas de la vejez y los anuncios de la muerte, como si sólo fuera la resaca de El Laurel, donde el viernes termina el domingo.
Voz de mando en la cocina, donde supervisa cuánto le falta al cabrito, a la orden de chorizo; a Teresa le encarga varias tareas y ella misma se encarga de saludar clientes y atender las mesas que faltan.
Y sus manos demiúrgicas: si este texto fuera una película (y yo Gabriel Figueroa) no me cansaría de enfocar de cerca sus manos rebanando cebollas, tocando la guitarra, acariciando la copita y, en la plática, retrocediendo en el tiempo, forrando botones y cosiendo brasieres y maquillando artistas y peinando señoras ricachonas y, en fin, haciendo el chorrotal de cosas en tantísimas tardes de su vida.

Recuerdos de Carmelita

Estamos en El Laurel. A nuestra mesa se acerca una señora de rebozo, morena, anciana.
–Esta mujer fue cocinera del general Berber, hace mil años –dice Carmelita, refiriéndose a Alberto Berber, quien gobernó el estado de Guerrero de 1937 a 1941–. Yo la quiero, a mi manera. Y la ayudo, como puedo. Ella es algunos años menor que yo, y sin embargo, mírala: se ve más vieja.
Carmelita, que abrazaba a la señora por la cintura, la suelta y se aleja de ella, como para enfocarla mejor. La señora cabecea afirmativamente, luego murmura algo que no alcanzo a escuchar. Carmelita la despide: “Ándale pues, mi viejita, ya váyase…”
Asocio este episodio al don de gentes de Carmen de Laúd, a la bondad que ha demostrado lo mismo “donando terrenos a miles de colonos y un espacio para la escuela que lleva su nombre”, que apoyando a estudiantes y a personas necesitadas que han solicitado su ayuda. La colonia Los Ángeles se llama así en honor a quien fuera su esposo, don Ángel del Castillo.

Ángel del Castillo

Dice Carmelita:
–Yo compré el terreno de esa colonia, que era de labor, de milpas. La compré baratísima, en 25 mil pesos. Eran ocho hectáreas. De eso ya hace mucho tiempo. Entonces… Yo en ese tiempo tenía relaciones amorosas con el licenciado Ángel del Castillo, él todavía no estaba divorciado pero estaba tramitando su divorcio. Nos conocimos. Él era magistrado y nos quisimos, pero desgraciadamente… Él era de aquí, de Guerrero, él iba a ser gobernador pero estaba enfermo. Cuando nos conocimos él padecía cáncer. Todavía no era muy avanzada la enfermedad, todavía él tenía chapas –era guapísimo–, pero la enfermedad crecía y él sufría mucho. Entonces nos fuimos a México; le habla Sánchez Taboada, que era jefe del PRI, y el mismo Ruiz Cortines (entonces presidente de México): le hablan por teléfono porque habían desaparecido los poderes y… iba a ser gobernador y… Esa noche, ya estaba divorciado y me dijo: Nos vamos a ir a casar sin hacer tanto hongo ni nada: solitos los dos, nos vamos a ir a casar. Toda esa noche estuvimos contentos, él no durmió. Ya en el hotel pedimos camas separadas porque ya estaba enfermo. Al otro día me levanto y le veo las piernas, las tenía así, y los tobillos… Bueno, “qué tienes”, le digo. “No, nos vamos a ir al médico”. No llevaba más que tres mil pesos porque pensábamos regresar pronto. Pues fuimos al médico y… Bueno, Pepe, es una cosa dolorísima, nos fuimos a verlo; él tenía un amigo muy íntimo, compañero de él, el doctor Truci. Él le dijo: “Ven, te voy a presentar a mi nueva esposa, mi mujer: se llama Carmen”. “Bellísima dama”. Y: “estoy enfermo”. Ya no regresé. “Ya no regresamos”, me dijo él.
“A los ocho días lo estábamos sepultando. Bueno, perdí el sentido, estuve tres meses loca, ya no salía –ya tenía el restaurante–… Bueno, me iba, así estaba de loca que me iba al panteón –al Español, ahí quedó sepultado–, me iba solita todo el día; me bajaba del camión y me iba al panteón; me venía del panteón en la noche y amanecía aquí, bueno, sin sentido, sin razón, porque era una cosa tremenda, tremenda, sí.
A los tres meses, como que me rehice: lo hecho, hecho. Nadie se vuelve, ese cuerpo está hecho tierra pero mientras yo viva va a vivir en mi alma. Ese hombre ha sido mi vida. Había yo tenido algunos amantes y ninguno con importancia… ¡Pero Ángel!…”
El silencio que cae sobre la mesa equivale al mundo sentimental que no olvidará jamás pero al que no le concede el manejo de su vida. “Nada se vuelve. Lo hecho, hecho”, pues hay que persistir. La mujer mito, la dama institución, el personaje novelesco que suele aparecer caminando despacio, como sobre ruedas, en el foro de El Laurel, es también una mujer de carne y hueso. “Estaba en esa edad –dice Yukio Mishima– en que puede ponerse una espesa capa de afeites sin temor al ridículo”… Si no fuera  porque sé que Carmelita siempre fue así como es de batalladora e ingeniosa, de festiva y hermosa –¡la Güera Rodríguez en Chilpancingo!-, me atrevería a decir que los trabajos del tiempo, sus rasguños, sus zarpazos tenaces, han obligado a su espíritu a aparecer líricamente, con azul violencia. Su espíritu es la coraza de Carmelita, su mandil del diario y su vestido de amistad: su bandera.

Vivo el presente

Me cuenta Carmelita de sus lecturas juveniles. Entre ellas: El sexo manda, de Gregorio Marañón, y Los irresponsables, de Pedro Mata, un “bello libro, un grito en la noche, un hombre joven que se enamora de una mujer madura; qué bello libro…”
Hace poco llegó a mi casa una invitación para integrar el club La Ínsula Barataria, cuyo fin será “reunirse en torno a la ilustre figura de Don Quijote de la Mancha y unificar criterios para asimilar y difundir la genial obra de Don Miguel de Cervantes Saavedra”. La Ínsula Barataria es promovida por “Su afectuosa amiga: Carmen D’ Lahud”.
En El Salvador yo tenía fama de inteligente –dice ella– y todos llegaban a prestarme Don Quijote de la Mancha, pero ahí la letra era tan bendita que nunca terminé de leerlo. Aquí en México vine a aprenderlo…
Tras los cristales de El Laurel la tarde cae y anuncia el final de la entrevista. Todavía recuerdo figurarme a Carmelita como una anciana dama de contornos desvaídos, parecida a como las pinta Alberto Gironella. Es la tarde, que todo lo desborra y vuelve incierto. Pero brilla, Carmelita, por dentro. ¡Y qué antorchas terribles! Sentimientos amplios y largos como calles. Me apantalla su vitalidad, su nervio, su memoria. Lo demás es silencio.
–¿Sabes cómo me llamo yo? –me pregunta antes de despedirme y como adivinándome el pensamiento.
–¿Cómo, Carmelita?
Me mira fijamente. Extien-de un brazo hacia mí, pone los dedos rígidos como si estuviera sujetando manzanas con las yemas de los dedos y…
–Me llamo… ¡El Tiempo! –dice explosivamente.
Me le quedo mirando en silencio.
En casa, todavía pergeñado de la entrevista, del rostro emocionado, voluntarioso y amable de Carmelita, entresaco de mi carpeta un folleto de citas literarias, pensamientos y versos que hace años Carmen de Laúd repartió entre sus amigos. En algún lugar, Carmelita escribió:

Nada hay en mí.
Nada tuve cuando fui joven.
Lo de niña se perdió.
Ya madura nada pude retener.
Hoy, ya anciana, ni recuerdos
tengo.
¡Vivo el presente!

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