Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Anituy Rebolledo Ayerdi

Las calles de Acapulco V

Aquiles Serdán

La calle Aquiles Serdán es brevísima, está formada por una cuadra que la comunica con Cuauhtémoc. Arteria prolongación de la antigua avenida Costa Grande, bautizada más tarde por celos localistas como Pie de la Cuesta. Lleva al sitio que ofrece la puesta de sol más hermosa del mundo y por ello imprescindible para el turismo nacional e internacional.
Arreboles aquellos venturosamente encendidos. Hubiera sucedido lo contrario si el fuego del astro rey fuera alimentado con combustible adquirido con dineros públicos. Recursos federales administrados durante 12 años por hombres de profunda fe religiosa, de esos de sonoros golpes de pecho. “Ratas de dos patas” (Paquita, la del Barrio dixit), creyeron que sus diputados habían derogado el Artículo Cuarto de la Ley de Dios, ese que les prohíbe robar. Si Pie de la Cuesta sigue incomunicado por más tiempo será señal segura de que los roedores no se han marchado.

El “Puente Alto”

El “Puente Alto” fue la referencia icónica de Aquiles Serdán. Sobre su altura de más de cuatro metros subiría el tren entre Acapulco y Zihuatanejo, para de ahí pitar hasta la ciudad de México. Un último proyecto de los muchos elaborados en más de un siglo, para comunicar con el caballo de hierro al puerto con la capital del país. Todos fallidos, por supuesto. El tren corrió algunas ocasiones en una vía tendida detrás del panteón de San Francisco, bautizado por ello como callejón del Ferrocarril. Más adelante estará el Pocito (hoy, Pasito), donde abrevaba agua para discurrir hasta un “túnel sin horadación”. Y no hay que admirarse de ello, pues en un país que tuvo como presidente de la República a Vicente Fox, hoy adalid de la mariguana, eso y más puede suceder.

Acapulco, capital

Aquiles Serdán luce profusamente adornada con pasacalles de papel picado y banderines tricolores entrecruzados. Los vecinos han pintado sus fachadas y en muchas de ellas se inscribe el nombre de Francisco I. Madero. Acapulco recibe en triunfo aquel 2 de junio de 1911 a las fuerzas revolucionarias del general Sil-vestre Mariscal (apenas ayer profesor de párvulos en Atoyac de Álvarez, su tierra, y tenedor de libros de la Casa Bello de Acapulco). Mismo día en el que el apóstol Madero establece un gobierno provisional en Chihua-hua.
El convite de la victoria revolucionaria va con dirección al Zó-calo. Lo componen dos mil hombres armados. Marchan detrás de una descubierta formada por 25 jinetes y las bandas de guerra y de música de Atoyac. Vienen enseguida los mandos militares con el general Silvestre Mariscal y su Estado Mayor, seguidos de la infantería a cargo del coronel Valeriano Vidales. Y cierra la parada un impresionante despliegue de 400 jinetes comandados por don Julián Radilla, provocando una feliz conmoción en un centenar de chiquillos que siguen el desfile. Unos imitan a los infantes con palos y escobas al hombro, mientras otros marchan al compás dando sonido con sus gargantas a tambores y clarines.
Si el mexicano es por naturaleza adicto a convites, mitotes y desfiles, esta vez Acapulco vibra particularmente de emoción porque ve en aquella marcha vibrante la esperanza de una paz duradera. Los aplausos y vivas arrecian y las flores vuelan al paso de los revolucionarios acapulqueños. Ahí van ostentando grados militares diversos: Crispín Escobar, Constancio Martínez Ramos, Al-bino Lacunza, Dunstano Montano (médico); Amado Olivar, Fer-nando Heredia, Nicolás y Manuel Uruñuela, Octaviano y Daniel Lobato, Antonio Fernández, Sabi-no Deloya, Salomé Castrejón, Crisóforo Cárdenas, Eliseo Escobar, Juan H. Luz Apun (telegrafista); Francisco Carmona, Miguel Valeriano, Daniel Lobato, Pedro Olea, Matías Sánchez, Palemón Gómez, David S Arizmendi, Ramón Arvizu, To-más López, Enrique Liquidano, Marcos Sánchez y más.
Seis años más tarde, el presidente Venustiano Carranza nombra a Silvestre Mariscal gobernador de Guerrero, en sustitución del zapatista Simón Chon Díaz. El nuevo mandatario declara a Acapulco capital del estado y establece su gobierno en la calle Felipe Valle, misma casona que ocupará más tarde el hotel Monterrey de don Alfonso Sáyago. (Y allí está).

Los otros desfiles

Otra clase de desfiles, menos patrióticos aunque si más apremiantes y calenturientos, discurrieron por Aquiles Serdán en las primeras décadas del siglo XX. Y es que en su esquina con Humboldt se localizó la “zona roja” de aquel momento, tradicionalmente en las goteras de la ciudad para evitar malos ejemplos y despertares tempranos. El cronista Carlos E. Adame recuerda al famosísimo cabaret Foco Rojo, anunciado en época de escasez de energía eléctrica con un débil foco en su fachada, rojo, por supuesto. Y es que la autoridad municipal no permitía letreros que identificaran el giro de aquellos establecimientos, non sanctos, oficialmente inexistentes.
En el “Foco” las movía en todos sentidos Chucho La Temblorina, llamado así porque sus enormes caderas le temblaban al caminar. Un popular joto (la palabra homosexual era entonces desconocida), quien se decoraba el rostro como luego lo hará Irma Serrano, cantante de ranchero que dejó tuerto de un zapatillazo al Matón de Tlatelolco. Colegas del mismo dolor y placer, incluso rivales, Custodio, El Pinto, Felipón y El Mariposo, la rifaban en el Bar 50 y en el cabaret Lemonparnás (en francés costeño). Vecinos, los “cabareces” Río Rita, Balajú y Bagdad que alcanzarán gran fama cuando la zona se recorra más tarde hacia Aguas Blancas.
En el otro lado, en el cerro de La Candelaria floreció una primera “zona roja”, llamada oficialmente de “tolerancia”, por más que no se tolerara ni una leve “miadita” en la vía pública. (Orson Wells la vislumbra en su película La Dama de Shanghai, con su entonces esposa Rita Hayworth, filmada aquí mismo en 1947). La Gloria se localizaba a tiro de resortera del muelle donde desembarcaban marineros ayunos por largo tiempo de caricias femeninas. Allí, arribita las encontrarán, “más o menos ardientes, ofrecidas por mujercitas como La Niña Verde (¡uta, desde endenantes!), La Estrellita, La Pata de Oso y La Manos de Oro (Alejandro Gómez Maganda, Acapulco en mi vida y en mi tiempo).
La Reina de la noche de aquel lupanar será, no obstante, Florindo Flores (de la Floresta, añadido popular) quien negaba ser aficionado al “arroz con popote”, o sea, joto. Lo hacía envuelto en un caftán chino y los ojos sombreados a la manera de Gloria Swanson, la diva estadunidense del cine mudo. ¡No lo soy, no lo soy!, rechazaba indignado desde la altura de sus zapatillas doradas con tremendos tacones de aguja.

Callejón de La Chata

No obstante su estrechez, la calle Humboldt se dará el lujo de un callejón sin salida con asentamiento nutrido. Será bautizado por los vecinos como el Callejón de La Chata, en honor de la señora Natividad Romero Galicia, conocida popularmente como La Chata Galicia, mismo nombre de su restaurante esquinero. Fue ella madre de Beto Hudson Romero, un hombrazo con corazón de niño, amigo grande y generoso.
La avenida Aquiles Serdán es también de circulación intensa por ser la vía más rápida para llegar a los barrios de El Comino, por Juventino Rosas y La Cuerería, por Juan Azueta.

Avenida Pie de la Cuesta

Ya está dicho que el nombre de Pie de la Cuesta se impuso sobre su original de avenida Costa Grande, para formar un binomio con el puerto en materia de atractivos turísticos. La vía arranca de su confluencia con Aquiles Serdán y fue una suerte de vía dolorosa por albergar a partir de 1847 y hasta 1947, el panteón de San Francisco. Morada final de muchas generaciones forjadoras de la grandeza de Acapulco.
Pie de la Cuesta deslumbró a las primeros visitantes por sus majestuosos acantilados y su playa larguísima con tumbos del tamaño de un edificio. Un primer espectáculo aéreo cuando se construya allá mismo el primer aeropuerto formal del puerto. Un impacto gozoso para el visitante primerizo, incluso mexicano, enfrentarse al esplendor inédito de verdiazules. Por un lado el mar encrespado y rugiente y por el otro los vaivenes de la tupida alfombre de cocotales. Fue el propio presidente constructor, Miguel Alemán Valdés, quien puso en servicio la entonces moderna terminal aérea.

Don Félix Terán

Los ejidatarios del lugar exigen un espacio en la ceremonia de inauguración. Desean manifestar al Presidente el agradecimiento popular por la magnífica obra. Se anuncia entonces la participación del presidente del Comisariado Ejidal de Pie de la Cuesta, don Félix Terán, quien viste sus ropas habituales y sin faltar su sombrero de palma. Su discurso será brevísimo porque el aplauso de la concurrencia así lo exigirá:
–Señor licenciado don Miguel Alemán Valdés, presidente de los Estados Unidos Mexicanos, quiero expresarle, señor licenciado, hablando de Presidente a Presidente, el eterno agradecimiento de nuestro pueblo por obra tan maravillosa.
Y ya no dirá más porque la reacción del público se lo impedirá con un aplauso cerrado, acompañado por carcajadas sonoras por la ocurrencia. Seguirá un abrazo apretado del mandatario sonriente:
–¡Así se habla, colega presidente Terán!

La Frente del Diablo

La hoy poco conocida Frente del Diablo, un acantilado feroz a lo largo de la avenida Pie de la Cuesta, fue un paredón favorito de algunos jefes policiacos de Acapulco. En ese lugar se hacía, sin los engorros de la ley, justicia pronta y expedita. Desconocida la palabra presunción, el acusado de haberse robado una gallina o de haberle dado chicharrón a un cristiano, era llevado a ese lugar y no precisamente para solazarse con aquel espectáculo salvaje.
Se les conducía con la complicidad de las sombras de la noche hasta un sitio bautizado como El Clavado, en la parte central de aquella auténtica frente del Diablo. Bastaba entonces el leve toque con la mano para que el individuo volara por los aires, lanzando gritos desgarradores, apagados enseguida al chocar con rocas tan filosas como cuchillos. A las acusaciones de crueles matones, los ejecutores bromeaban: “No hay violencia, golpes ni disparos, tan solo un leve empujoncito”.

La “Z” del general

Aunque seguramente se trató de un viejo paredón, quien lo pondrá de moda será el general Miguel Z. Martínez, cuando se desempeñe como jefe de las operaciones militares de Acapulco y ambas costas. Un hombre con historias como ésta:
“Se vivía la elección presidencial de 1940 compitiendo los generales Manuel Ávila Camacho y Juan Andrew Almazán. Cono-cedores de la casilla en la que votaría el presidente Lázaro Cár-denas, los almazanistas la toman a sangre y fuego. ‘¡El señor presidente viene en camino, ¿ qué hacemos?’. Alguien sugiere en tan dramático momento al general Miguel Z. Martínez como el indicado para solucionar el problema: –Ríndanse hijos de la chingada, que aquí viene el Huevos de Oro –lanza un estentóreo grito el general Miguel Z. Martínez, más tarde jefe de la policía alemanista en la ciudad de México”.
“Los defensores de la casilla capitulan enseguida y previa cañoniza en la cabeza se retiran uno a uno: ¡‘al cabrón que se detengan lo cazo como venado’!, advierte Z. Los Bomberos lavan la sangre derramada, se arregla la mesa electoral con casillas vacías y entonces el presidente Cárdenas ya podrá votar”. (PRI, renovación o desaparición, Felipe Moreno). Una “Z” hoy muy comprometedora.
Serán aquellos los imposibles crímenes perfectos pues nunca existirá el famoso cuerpo del delito, ello con la complicidad eficasísima de los tiburones que convertirán aquél lugar en un merendero favorito.

La Marañona

Circulando en la propia avenida y en el mismo sentido, llegamos al sitio donde floreció “La Marañona”, un huerto de casi tres hectáreas sembradas exclusivamente con marañonas (hoy, Transportes Figueroa). Un auténtico vergel dedicado a una fruta de procedencia asiática y cultivado por un hombre no menos extraño. Fue él, B. Traven, el escritor que encarnará el más cerrado misterio literario del siglo XX y por ello el más buscado en el mundo.
Cuando el periodista y escritor Luis Spota descubra en la avenida Pie de la Cuesta, la identidad del autor de Macario, El Tesoro de la Sierra Madre, La Rosa Blanca y La Rebelión de los Colgados, entre muchas, huirá a la ciudad de México donde permanecerá, igualmente escondido, hasta su muerte.

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