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Tlachinollan

Racismo rancio y ramplón

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

*En la medida que las comunidades avanzaban en su organización y cuestionaron la inacción y la colusión de los gobernantes con el crimen organizado, se desató una embestida contra ellas.

El talante racista que mostraron sin ningún empacho el pasado miércoles 4 de septiembre, tanto el secretario general de Gobierno Jesús Martínez  Garnelo, como el procurador de Justicia del estado Iñaki Blanco, al comparecer a puerta cerrada en el Congreso local, retrata de cuerpo entero a la clase gobernante del estado, cuyos personajes transitorios representan y defienden a ultranza los intereses de una oligarquía sumamente racista. Esto explica sus ideas cargadas de prejuicios raciales y sus comentarios capciosos hechos con sorna contra la población indígena y contra quienes luchan a su lado. Con gran arrogancia se exhibieron como poseedores de la verdad. Su identificación con los intereses económicos de las elites políticas, los llevó a asumir el papel de apologistas  del derecho de los conquistadores. Se lucieron emitiendo infundios  contra los derechos de los pueblos originarios, reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Tratar el derecho indígena como la expresión del barbarismo prehispánico (que recurrentemente es comparado con la justicia por propia mano) o como una ley que está hecha para resolver asuntos triviales que acontecen en la familia, como recientemente lo hizo ver el gobernador Ángel Aguirre Rivero con su estilo mordaz, es una forma efectiva de descalificarlo y colocarlo fuera del sistema jurídico dominante, para justificar su sometimiento, prohibición y criminalización.
Junto a estos juicios sumarios emitidos por estos gobernantes contra autoridades indígenas que han sido nombradas en asambleas comunitarias para realizar funciones de administración de justicia, se ha sumado una campaña de linchamiento mediático por parte de los medios masivos de comunicación, que se empeñan en denostarlas y en presentarlas como personajes siniestros. Aparecen en las pantallas como los protagonistas del salvajismo, como los que ejercen la violencia y que actúan con sadismo para someter a los detenidos y obligarlos a realizar  trabajos forzados. Son la gran noticia en los programas estelares, porque no sólo ayudan a reafirmar el sistema jurídico dominante y a darle la razón a sus gobernantes, sino que alimenta el morbo y alienta los prejuicios raciales y los odios, justificando la persecución y encarcelamiento de sus líderes. Esta focalización de las inconsistencias de un sistema de justicia indígena que es perfectible, contrasta con el silencio y la complicidad de las mismas empresas televisivas, que no dicen nada de las condiciones de miseria, olvido, discriminación y racismo que padecen desde hace siglos los pueblos originarios, y que a pesar de este trato indigno que le han dado los gobiernos, son capaces de resistir y de organizarse para defender los derechos de la colectividad.
El racismo acendrado en las autoridades manifiesta el complejo de  supremacía de una casta gobernante que no tolera a la población pobre que es portadora de otra cultura y que se rebela contra todas las formas de exclusión social y contra la discriminación racial y étnica. Las formas racistas de cómo han gobernado los caciques y sus secuaces han segregado a la población indígena en enclaves étnicos como la Montaña y parte de la Costa Chica. Estas regiones olvidadas son como un apartheid al estilo del cacicazgo guerrerense.
Los indios de la Montaña, para las autoridades y un buen sector de la sociedad guerrerense,  son todo lo negativo que podemos imaginar; nos relacionan con el atraso, la ignorancia, el salvajismo, la brujería, la brutalidad, la ingenuidad y la sumisión. Somos la vergüenza nacional, las estadísticas del oprobio, los predestinados para vivir en el cerro con hambre. Los que no tenemos dignidad y que estoicamente soportamos engaños, injurias, persecuciones encarcelamientos y burlas permanentes.
Este arquetipo de la indianidad es la que sí toleran los gobernantes, porque no les causa conflicto en su forma paternalista de gobernar, por el contrario, les viene bien tener indígenas dóciles, porque se pueden lucir con elegancia ante los medios impresos y televisivos. Sin muchas complicaciones  pueden aparecer como benefactores de los indios; como bienhechores de los pobres. Como gobernantes que son condescendientes  y muy generosos con las y los trabajadores del campo. Son además apapachadores de los niños y viejitos y esto los hace ver divinos. Gracias a esta población pueden promover su imagen carismática y solidaria, además de que ayudan a mantener vivo el folclor,  y se aseguran de tener muchos votos. Las despensas, el fertilizante, los apoyos de los programas Oportunidades y Procampo, el atún que preparan los militares para darle de comer a niños desnutridos de la Montaña, forman parte de la genialidad de los gobernantes quienes creen que han diseñado los mejores planes para hacer sentir a los pobres que no son tan pobres, y que más bien cuentan con varios apoyos para que vivan felices, tal como aparecen en la propaganda panorámica de las autopistas, donde los ricos tienen la oportunidad de conocer a los indios de Guerrero.
Esta máscara del racismo domesticado aplicado a los indígenas, es la que más dividendos económicos le ha dado a los grupos políticos del estado. La discriminación forma parte de una política encubierta, porque en la práctica no es otra cosa que la negación o conculcación  de derechos; implica el no reconocimiento a la dignidad y el respeto a todas las personas por encima de su origen étnico. Se legitima un orden social injusto y se promueven la introyección de un sistema de estamentos y clases sociales. Se justifica la superioridad de los sectores acomodados y la inferioridad de la población depauperada. De estos últimos, por no tener oportunidad de estudiar se duda de su racionalidad y su civilidad. Con estas visiones etnocéntricas y racistas, a la gente indígena se le invisibiliza, se le ignora, excluye y maltrata. Le atribuyen una naturaleza salvaje que todo lo puede soportar y aguantar, hasta los chistes del racismo más rancio y cruel.
Cuando la población indígena se asume como sujeto de sus derechos, cuando rompe con las ataduras de la sumisión política y ya no permite más tratos denigrantes,  ni está dispuesto a ser objeto de conmiseración y lástima de los políticos embaucadores y racistas, es cuando las autoridades actúan con virulencia, sienten que los sacan de sus casillas y se alebrestan. Porque ese no es el indígena que necesitan para sus planes futuros. Ante este despertar de los pueblos, los grupos de poder, más allá de sus marcas partidistas, se acuerpan para denostarlos,  atacarlos y someterlos.
La discriminación y el racismo que corre por las venas de los políticos mestizos se transforman también en un arma venenosa que busca transmitir el desprecio, el odio y la persecución contra la población indígena que se organiza y que alza la voz. La que sin tapujos desenmascara la corrupción de los políticos, la que denuncia las complicidades y colusiones que existen entre las autoridades y los grupos de la delincuencia organizada.
El racismo y la discriminación étnica promovidos por las autoridades tiene el interés avieso de negar o suprimir derechos y de colocar fuera del sistema dominante a los críticos y disidentes que forman parte de otra cultura. Esta práctica sucedió con los colonizadores españoles cuando despojaron de sus territorios a los pueblos originarios con el argumento de que carecían de propiedad privada, lo cual consideraban como un signo de su atraso y su estado de salvajismo. Al que se domina se le atribuye también su estatus de un ser inferior, que se le objetiviza y estigmatiza.
A los pueblos indígenas de la Costa-Montaña, que de manera autónoma y a contrapelo de la misma autoridad civil y militar, decidieron conformar sus sistemas de seguridad y justicia y sus policías comunitarias y ciudadanas, en un primer momento, las autoridades las persiguieron y las encarcelaron. Posteriormente, al ver la fuerza y la determinación de las comunidades, las autoridades del Estado no tuvieron otra alternativa que tolerar y replegar a sus fuerzas represivas. En la medida que las comunidades avanzaban en su organización y no eran dóciles a los dictados de los gobernantes, y más bien aparecían como una amenaza para los intereses oscuros de las autoridades civiles y militares, fue cuando se desató una embestida contra los grupos que increparon al poder y cuestionaron la inacción y la colusión de los gobernantes con el crimen organizado.
La persecución encarnizada que está padeciendo la Policía Comunitaria de El Paraíso, municipio de Ayutla y sobre todo los grupos y líderes de Tixtla, Olinalá, Tlatlauquitepec y mismo Paraíso, forma parte de una estrategia del Estado para desmantelar esta sede y desalentar su organización en otras comunidades indígenas y no indígenas. Las amenazas vertidas por el mismo gobernador contra la policía ciudadana de la UPOEG, de que una fuerza militar se prepara para entrar a la comunidad del Mesón para liberar a los detenidos que están acusados de delitos graves, conlleva la postura intransigente de no tolerar que las comunidades que se autoadscriben a un pueblo indígena, ejerzan su derecho colectivo a contar con su propio sistema de seguridad y justicia, basado en sus sistemas normativos que están reconocidos en leyes estatales, nacionales e internacionales. La autoridades de manera burda acuden al descrédito, la persecución, el escarnio y las posturas racistas para justificar la represión, la destrucción de su sistema y el encarcelamiento, como está sucediendo con Nestora Salgado García y Bernardino García Francisco, líderes morales y autoridades de la policía comunitaria de la Casa de Justicia de El Paraíso. Solo si se es dócil y displicente, los gobernantes se dan el lujo de asumir posturas de perdona vidas y de darle trato preferencial a quien los llene de complacencias. De lo contrario todos los insumisos sentirán no sólo el látigo de la persecución y el desprecio, sino la malignidad de su racismo rancio y ramplón.

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