Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Los pregoneros

Con puntualidad inglesa cuando despunta el día los vecinos de Zihuatanejo se despiertan con el pregón del periodiquero que vocea desde de su carro: ¡Compre su periódico y entérese de la noticia!
Es la hora de levantarse para quienes tienen la encomienda de llevar niños a la escuela.
Si hace una década podía ser noticia ver a la gente de la calle leyendo la prensa, ahora eso es parte del paisaje urbano, aunque dicha práctica haya sido alentada por el nada noble tema de la violencia.
Inspirados en el amarillismo algunos medios impresos sacaron provecho de los estragos causados por la violencia en los años más álgidos de la década pasada, explotando el morbo de la sociedad.
Desde muy temprano brigadas de voceadores recorren la ciudad ofreciendo el periódico que trae como primicia las noticias más alarmantes que acompañan la vida de los guerrerenses.
El voceo en carros equipados con amplificador y bocina cobró auge en la primera mitad de la década pasada, con un anunciante peculiar que nadie conocía y cuya voz se hizo harto familiar porque además de despertarnos nos ponía al tanto de la tragedia que empezamos a vivir.
El voceador anónimo era único en el puerto. Su voz estridente, sin entonación ni pausa decía las noticias de los hechos violentos con urgencia y determinación y siempre concluía con el grito: ¡Compre su periódico y entérese, peeeeeero entérese bien! Y como si fuera él la persona que conducía el vehículo que llevaba su voz por toda la ciudad, callaba cada vez que despachaba, alimentando más la curiosidad y el morbo.
El éxito de aquel pregonero de la noticia fue tan amplio que después lo aprovecharon las grandes tiendas departamentales del puerto para sus promocionales.
Si después de haber pasado el voceador algún vecino pudo mantenerse durmiendo, no tarda en pasar como por encargo la camioneta del gas que a falta de aparato de sonido y bocina, utiliza su claxon para anunciarse. Después de un fuerte y prolongado pitido se escucha la voz ronca del ayudante cargador de los cilindros de gas, ¡el gaaaassss! Como si la persona urgida del combustible tuviera dificultad para identificar al surtidor.
Más tarde, con el sol alumbrando, pasa por mi casa la señora de los bolillos. ¡Bolillossss calientitossss! Y camina tan rápido con su canastón en la cabeza que uno se ve obligado a esperarla en la puerta de la calle si no quiere tomar su café sin el crujiente pan de la mañana.
Es curioso pero esa misma señora pasa también al oscurecer pero entonces su pregón dice ¡bolillitoooos! la verdad no he averiguado a qué se debe el diminutivo.
A media mañana, y casi todos los días, desde lejos los vecinos escuchamos la proximidad del camión recolector de basura. Se anuncia con una grabación del ¡talan–talan–talan de la campana que precede al imperativo, ¡la basuraaaaaa! ¡la basuraaaa! Con una entonación que suena entre ruego y súplica.
Después del carro del servicio de limpia, en esta temporada de lluvia y cuando hace buen tiempo para la pesca no falta la señora que vende pescado fresco, lo trae en bolsas, ya pesado y por kilos. A veces también ofrece camarón de laguna que despacha con una jícara como medida.
De la sierra en esta temporada extrañamos al vendedor de esos crustáceos demasiado grandes para ser camarones y pequeños comparados con las langostas, pero que todos en la costa conocen como “langostinos” con su tenaza descomunal, que se pesca en los ríos crecidos con los famosos y antiquísimos “chundes” hechos de varas, como trampas que se colocan en la fuerza de la corriente.
Las vendedoras de queso fresco, requesón y jocoque, que antes pasaban por mi calle ahora se han ausentado, seguramente por la misma razón que el de los langostinos: ha habido poca lluvia en la sierra donde nacen los ríos y en la zona de potreros donde pastan las vacas de ordeña.
Sin embargo, puntualmente, cada semana pasa con su cubeta la señora que vende las toqueras o tortillas de camagua, de maíz de temporal. Viene a Zihuatanejo desde un pueblo que se llama El Tuzal. Las tortillas que vende llegan calientes, recién hechas. Trae de dulce y de sal.
Antes del establecimiento de las modernas cadenas de tiendas que golpearon mortalmente la vida del mercado municipal y los tianguis campesinos, a mi colonia llegaban las camionetas de Michoacán cargadas con las verduras y hortalizas un día por semana. Se anunciaban también con amplificador y bocina. En el estacionamiento las amas de casa hacían cola para ser despachadas.
Los aguadores en cambio pasan por turnos durante todo el día, unos empujando su triciclo, otros en camionetas y últimamente en camiones. ¡Aguaaaaaa! ¡aguaaa-aaa! hasta saciar la sed de tantos.
Los aguadores se quejan porque en esta temporada, baja el consumo en los hogares. Ellos son los que están más al tanto del pronóstico del tiempo y también los que celebran la ineficiencia del organismo municipal encargado del abasto de agua ahora que por descuido dejó contaminar los mantos freáticos que abastecen los pozos de extracción en la ciudad.
Cuando el sol alumbra más fuerte los aguadores andan felices. ¡Acósamelos calor!, grita mi aguador sonriente con un garrafón  al hombro y otro en una mano atendiendo el pedido de la vecina.
La mujer que vende el pollo ofrece su mercancía a la hora en que ha de prepararse la comida. Lleva las aves destazadas en una cubeta que carga en su cabeza. Con una mano jala a su hija pequeña y con la otra sostiene la cubeta. ¡Polloooo! ¿No va a querer pollo? Si alguien la llama aprovecha para descansar su carga, escoge entre la carne la pieza que le piden a la vez que saca del mandil la bolsa de plástico para despachar. La niña mientras tanto se entretiene siguiendo con la mirada al gato callejero que  cruza  corriendo.
Ha pasado el medio día cuando aparece el pregonero más folclórico del puerto. Viene en una camioneta de redilas con toda su familia en sofisticada división del trabajo. Mientras su mujer maneja, él se aplica al micrófono con una voz que se amplifica desde la bocina colocada en el toldo. ¡Ya llegaron los tamales calientitos! ¡tamales de pollo de a tres por diez pesos! “acérquese y llévese los tamales para que los pueda saborear con una cocota de a litro sudando de fría”. “Imagínese, sus tamales, su coca y un pedazo de queso fresco, para hacerse agua la boca”. Va anunciando y pide que quien quiera tamales le haga una seña para detenerse, y mientras los clientes llegan por los tamales el pregonero aprovecha para saludar desde el micrófono por su nombre a los vecinos mientras sus hijas que viajan en la batea de la camioneta despachan los tamales.
Todavía está alto el sol y el calor no cesa cuando en la tarde se escucha el agudo y destemplado silbato del carro de camotes. Perlado de sudor el camotero que en realidad vende plátanos asados con leña, no grita y sólo espera impaciente que sus clientes respondan al silbido.
El zapatero remendón no ha perdido la fe en la utilidad de sus servicios, trae su taller ambulante en un triciclo que estaciona donde se requiere de sus servicios. No pita ni suena campana, sólo grita con voz potente: ¡Zapatero! ¡zapatero!
El afilador, en cambio, trae silbato cuyo sonido todo mundo identifica, y como en algunas casas prevalece la creencia de que las malas vibras se alejan si uno da vueltas al compás de sus notas, además de agradecer sus servicios para sacar filo a los cuchillos, la gente aprovecha para hacerse una limpia.

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