Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Julio Moguel

Acapulco, my love

(Sueños de una noche de lluvias / I)

Llegó el avión de Interjet al aeropuerto de Acapulco sin ninguna complicación. Viaje regular, de la ciudad de México: salida a las 14:20 llegada a las 15:15. Día: 15 de septiembre de 2013. A nadie inquietó que hubiera un poco de turbulencias ni el anuncio de que en el puerto nos esperaba algo de lluvia. Quince minutos de retraso era todo lo que había por reclamo.
Pero en el momento de pisar la plataforma del ducto que desde la puerta del avión introduce a los viajantes al edificio portuario algo nos inquietó: llegábamos a la parte por la que se recibe a los turistas extranjeros –la aduana estaba presente, con sus típicos mobiliarios de revisión– y no a la parte ya conocida, de recepción nacional. Hubo que dar un largo rodeo para llegar a la banda 1, que fue la que se nos asignó.
No más de dos decenas de pasajeros esperábamos pacientemente que la consabida banda empezara a girar, cuando, por la tardanza, a mí y a otro de los presentes se nos hizo necesario averiguar qué pasaba. Nos asomamos entonces por un costado del rectángulo que sirve como paso para la introducción del equipaje y vimos, desconcertados, incrédulos, que la parte por la que corrientemente se hace la descarga desde los carritos maleteros estaba totalmente inundada: medio metro o más de una plancha de agua que sólo por un milagro no escurría ya violentamente hacia nosotros y hacia el resto del lugar.
No habíamos empezado a vociferar sobre tal descubrimiento cuando un empleado del aeropuerto, nervioso y con ademanes de monje japonés, indicó a todos que las maletas se encontraban en la otra ala del aeropuerto. Que había que peregrinar. Y allí fue el tropel viajero hacia su próximo destino para rescatar sus (nuestras) pertenencias. ¿En la banda de otra sala? No: en una puerta corrediza ubicada en el costado derecho del enorme edificio aeroportuario, donde un trabajador hecho una sopa entregó a los demandantes las piezas esperadas.
Un pánico incipiente empezó a caminar en nuestras mentes (se notaba en los ojos, en las miradas): habíamos llegado, bienvenidos, al espacio de un desastre. Pero, ¿de qué tamaño era? Siendo gente racional y razonable –siempre hay que suponer que uno lo es, pues de otra forma no hay manera alguna de razonar–  pensábamos que en breve todo se aclararía y el mundo maravilloso en el que vivimos seguiría su equilibrado curso, simple, previsible, normal.
No había persona alguna despachando en el área interior de venta de boletos de taxis, así es que me precipité a la salida para ver en definitiva cómo podría escapar. Un taxista acomedido (había sólo siete operando, me dijeron) me encaró para ofrecerme sus servicios. Imposible negarme. Lo tomé entonces preguntando de inmediato si creía que tendríamos alguna posibilidad de llegar a la Costera; que iba a la altura del hotel Elcano. Y me dijo que no: que la cosa estaba complicada, que me llevaría hasta un VIPS que se encontraba justo en el punto donde ya era imposible pasar, pero que de allí, caminando –con aguas de por medio, a la altura de los pies o las rodillas–, podría yo alcanzar la otra orilla del “río” para tomar el taxi que me llevara hasta el requerido lugar.
A la salida del aeropuerto un letrero visible decía, palabras más palabras menos: “Llegaste a Acapulco: ¡sonríe!” Y, realmente, sonreí. Pensé entonces que, sin duda, los responsables gubernamentales de haber puesto allí el mencionado espectacular tenían un extraordinario sentido del humor.
El taxista llegó a sólo tres kilómetros del aeropuerto. Las aguas no nos dejaron avanzar. Fue entonces cuando tuve la inevitable sospecha: ¿sabía el del volante que no habría forma de pasar? Regresamos entonces al aeropuerto y, cuando me cobró completa la cuota de viaje hasta la Costera (270 pesos), entendí que todo el numerito se había hecho para engañar (pues, ¿acaso no sabían los taxistas que a sólo tres kilómetros del aeropuerto ya era imposible pasar?). “Esa es la tarifa, señor –me dijo–, y si no la cubre usted la pago yo”. Mis ínfulas guerreras se hicieron añicos con una simple y llana reflexión: “No es el momento de hacerse el valientito pues lo que ahora requiero son amigos, no enemigos”. Pagué entonces la requerida cantidad.
El gesto me sirvió de alguna forma pues, cuando los empleados de Interjet y  de Aeroméxico me dijeron que no había más nada que hacer “por el momento” (“el momento” ya se medía en días, no en horas), regresé con suma diligencia a buscar a mi nuevo “amigo” para pedirle que me sacara nuevamente de allí (supuse, por supuesto, que el nuevo viaje lo pagaría en oro, pero, ¿qué era posible hacer?).
Un hotel. ¿Habrá hoteles a la mano? Esa fue mi primera pregunta. La segunda fue: ¿habrá lugar en alguno de esos hoteles a la mano? Y allí fuimos a lo que, pensé, ya era una búsqueda imposible… Pero el milagro llegó: después de tres o cuatro inútiles intentos, el encargado del Ashley –hotel con no más de quince cuartos, ubicado a sólo dos kilómetros del aeropuerto– nos dijo que sí. Qué sólo contaba con una habitación de dos camas, por módicos 500 pesos al cash. Desenfundé entonces cartera y pagué rápidamente la cuota referida, pues justo detrás de mí, en menos de un minuto, tres personas demandaban un espacio y, ¿debo decirlo?, ofrecían por éste algo más.
Después de todo el asunto no estaba totalmente mal. Al menos para mí. Otros tendrían otra suerte: dormir (¿dormir?) en el aeropuerto (pienso aquí en los viajeros aéreos); o dormir-vivir en los albergues que, me dijeron, ya se habían armado cerca de allí (pienso aquí en los pobladores del lugar que habían perdido sus pertenencias y hogar).
Al día siguiente –16 de septiembre– llovió muchísimo más. Cada hora, cada minuto, cada segundo. Torrenciales fuentes de líquido llegaban y se estrellaban en el techo de lámina galvanizada que nos protegía en el –ahora– estrecho restaurante (podríamos llamarlo así, de nombre “Doña Mary”) que, sin ser parte propia del hotel, funciona adjunto a su arquitectura. Las gotas de agua, multiplicadas, producían en ese techo un ruido descomunal, semejante acaso al que pudieran producir cien martillos acompasados en un afán obrero por trabajar.
En la noche, insomne, y con agua hasta en los huesos, empecé a delirar (no es ello para mí una absoluta novedad). Pensé, por ejemplo, que la posibilidad de que llueva durante meses o años es imposible. Pero que una determinada cantidad de lluvia, medida en días o en semanas, puede generar en la mente del humano la sensación de que nunca acabará. Es ello lo que vuelve verosímil, por ejemplo, la lluvia interminable de Macondo.
Como a las 2 de la mañana decidí cambiar el cassette. Pensé que, guardadas todas las proporciones, así vendría el fin del mundo: un día cualquiera, sin previo aviso, en viaje a Huatulco o a Cancún, a Los Cabos o a Acapulco, nos informarían al llegar al aeropuerto que algo andaba mal; que habría que recoger nuestro equipaje de manos del ejército; que no habría paso a nuestro destino, pero tampoco habría retorno. Y que no teníamos posibilidad alguna de comunicarnos telefónicamente con nuestros seres queridos (los celulares habrían quedado sin señal), atrapados ellos mismos en otras latitudes, sin salida.
Se me ocurrió, de paso, que acaso la tremenda tempestad había sido suscitada por la furia del espíritu de José María Morelos (en el bicentenario justo del Congreso de Anáhuac, el 15 de septiembre de 1813), enojado en su más alta potencia por los estragos que nuestra muy omnímoda y patética modernidad (no es esta la palabra precisa, pero dejémosla así) han generado e impuesto a nuestras vidas.
Y entonces pensé, ya con disposición a dormir (ya eran pasadas las 4 de la mañana), que en algo, con todo, estaba agradecido. Por ello, en forma de oración, dije para mí mismo con voz susurrante: “¡Oh, Acapulco, my love, cuánto me enseñas.”

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