Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Julio Moguel

Acapulco, my love

(La diáspora en el miedo / y 2)

*El sismo de 1985 fue un parteaguas en la historia de la ciudad de México. Entonces, una so-ciedad civil movilizada armó sobre la marcha imaginativas formas de rescate, resistencia y solidaridad, y se volvió poder, fuerza, gobierno.  Acaso es eso lo que hoy pueda surgir también del tremendo desastre guerrerense.

Es 17 de septiembre, martes, y aún estamos en el hotel Ashley. Recordará el lector que haya leído mi columna anterior que el domingo 15 llegué a Acapulco desde la ciudad de México en avión, y que quedamos atrapados por la lluvia.
Ese día, hacia las 4 de la tarde, había cumplido 48 horas de aislamiento en el mencionado hotel, lugar muy modesto pero distinguido por la cercanía de un Oxxo que, literalmente hablando, se había vaciado (¿es la palabra correcta?) de todo lo que tuviera forma y cara de comestible. Incluidos los refrescos, el agua, dentífricos (aún quedaba papel de baño) y otras mercancías que no alcancé a inventariar en el poco tiempo que allí estuve. Lo cierto es que amplios anaqueles se encontraban vacíos, en un mundo de gente que se apretujaba para hacer las denominadas (últimas) compras de pánico (aún no había literalmente pánico, pero digámoslo así).
La veintena da personas que cohabitaba conmigo en el hotel Ashley, concentrada durante horas en el restaurantillo adjunto, empezaba a desesperar. Las noticias hablaban sobre lo que “ya está haciendo el gobierno” (¿el gobierno?, no sé si esa es la palabra correcta), pero otras nuevas decían que no: que todo estaba paralizado, que las carreteras estaban colapsadas y el aeropuerto seguía totalmente inundado. La escueta pero terrorífica noticia era que se había desbordado la laguna de Tres Palos, combinado ahora ese hecho con el desbordamiento de una parte del río Papagayo. Los vuelos rasantes de helicópteros no aportaron nada para generar una pizca cualquiera de optimismo, y el paso de camiones del ejército sólo dio pie para que algunos de los damnificados ensayaran con saña un muy propio –mexicano– sentido del humor.
El desayuno de ese día se inició hasta las 11 de la mañana. El retraso se debió al hecho de que la muy amable responsable del negocio, doña Rosy, tuvo que ir hasta no sabemos dónde para conseguir unos cuantos blanquillos. Mientras tanto, una mujer amiga de la dueña del lugar preparaba unos suculentos chilaquiles. La fila para tomar los sagrados alimentos se extendió hasta la parte externa del recinto, pues ya no sólo estaba formada por los habitantes temporales del hotel Ashley sino también por damnificados de otras partes. Nos tocó entonces menos de lo esperado: los ya mencionados gloriosos chilaquiles y una pizca de huevo. La pregunta que se encontraba entonces en la mente de todos era: ¿lograríamos conseguir algo más de comer durante el día?
Personas que empezaron a llegar de las partes más afectadas por la inundación cargaban ya con historias en extremo preocupantes: el centro principal que había sido tomado como albergue (el Forum Imperial, junto a La Isla) era un mar de gente que había perdido todo o casi todo. Por otro lado, nos decían, un nuevo flujo masivo de personas salía sin remedio de las colonias ahora mancilladas por el agua. Una señora, platicaban, lloraba inconsolablemente porque había logrado salir a tiempo en el nuevo ciclo del desastre, pero su hijo no había gozado de esa suerte. A un costado del aeropuerto, detrás del Parque Ecológico de Viveristas, lanchas de diverso tipo y tamaño mantenían una permanente entrega de pobladores del lugar a la zona sana del asfalto. “Muchos se niegan a salir, porque no quieren perder sus pertenencias”, nos confesó un agente de la policía estatal que, malhumorado, se encontraba de guardia.
Las historias de algunos foráneos, como la de Enrique Pardo Rodríguez, habitante del Ashley desde el sábado 14, son menos dramáticas que otras, pero no por ello menos relevantes. Resulta que, en su ocupación como guía-chofer-operador de turismo, residente de Puebla, trajo, en una Toyota de catorce plazas, a un grupo de once jóvenes (tres brasileños, tres franceses, tres españoles, un alemán y dos mexicanos) que disfrutarían de cuatro hermosos días en las playas ardientes de Acapulco. De viernes a sábado sufrieron los embates de las lluvias, pero el flujo acuático no les impidió pasearse por la playa e ir a la discoteca. Mas el domingo comenzó para ellos el calvario: quedaron varados “de este lado”, con las imaginables restricciones, penas, consecuencias.
Un policía estatal que se encontraba comprando una cajetilla de cigarros en el Oxxo que se encuentra frente al Ashley nos permitió ampliar nuestro horizonte informativo: traía bajo el brazo un periódico El Sur, del mismo día 17, con la nota simple y llana: “Devastación en Acapulco y Chilpancingo; 34 muertos en tres días de la tormenta”. La movilización de los tres niveles de gobierno para enfrentar los tremendos daños mencionados tenía, en las notas, un lugar relevante. Pero más adelante habrá que rehacer los planos de secuencia para encontrar la punta del hilo en la madeja.
Hacia las 7 de la tarde de ese día 17 otras noticias empezaron a llegar: las que hablaban de saqueos en Costco, en WalMart y en Elektra. Negocios situados como a tres kilómetros del Ashley.
En la mañana del miércoles 18 llegaron, combinadas, buenas y malas nuevas. La mala: lo de la salida en avión implicaba ir a fletarse durante infinidad de horas en el Forum, con la práctica seguridad de que no podía haber seguridades de nada. Ni siquiera para los que teníamos ya comprado nuestro boleto de regreso (así me lo dijo sin pestañear y sin misericordia el empleado de Interjet al que abordé con todo tipo requerimientos y preguntas). La buena: que ya se podía transitar a la Costera, cosa que hice para poder alojarme en casa de unos buenos amigos. En el camino hacia mi nuevo destino pude ver otras facetas del desastre: a la altura de Costco –espacio comercial, que como decíamos, había sido totalmente saqueado–, camiones del Ejército y de la Marina entregaban cajas de víveres a una multitud de demandantes visiblemente desesperados, quienes, con todo, guardaban el orden necesario para alcanzar el preciado tesoro de, entre otros productos, frijoles, manteca, jugos, leche, atún.
¿Por qué no se declaró a tiempo el estado de emergencia? ¿Cómo es que una ciudad tan importante en el plano del “sistema urbano y turístico internacional”, como Acapulco, puede caer vertiginosamente en unas cuantas horas en el desastre? ¿Cómo es que el aeropuerto internacional del puerto carece de sistemas de prevención y protección que le permitan enfrentar estas situaciones extremas? Y multiplicados cómos más.
Esta línea de preguntas tiene que ligarse con otra, en mi opinión igualmente pertinente: ¿Cómo es que no existen mecanismos que permitan una reacción inmediata, de solidaridad y apoyos, para que los damnificados locales y foráneos puedan enfrentar de la mejor forma posible la contingencia más extrema? Aquí podríamos extender la plataforma de preguntas hacia otras que lleven a indagar sobre vicios de gobierno, incapacidades o problemas –estructurales– de gestión de política política y de política social y, por supuesto, sobre el por qué los más pobres de los pobres tienen siempre que pagar el pato.
El sismo de 1985 fue un parteaguas en la historia de la ciudad de México. Entonces, una sociedad civil movilizada armó sobre la marcha nuevas e imaginativas formas de rescate, resistencia y solidaridad, con lo que se volvió poder, fuerza, gobierno.
Acaso es eso lo que hoy pueda surgir también del tremendo desastre acapulqueño (extendido, como sabemos, a otros importantes puntos del estado de Guerrero).

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