Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Víctor Cardona Galindo

PÁGINAS DE ATOYAC

*Leyendas de mi pueblo… El Cuera Negra

(Segunda y última parte)

En el invierno de 1980, mis padres fueron contratados para trabajar en una finca cafetalera, allá en El Plan del Carrizo, en lo alto de la sierra. Nos fuimos todos: mi madre de cocinera, mi papá de peón, mi hermano Valente y yo de cortadores. Nos tocó salir a cortar con Agustín Hernández, El Bola de Oro, y sus hijos. Agustín hablaba que El Cuera Negra se llevaba las almas de los hombres. Luego se ponía a gritarle: “Cuera Negra, Cuera Negraaa”, sus gritos resonaban en los cerros, mientras nosotros veíamos para todos lados asustados. Esas leyendas eran pan de todos los días.
En ese camino rumbo a Pie de la Cuesta antes de llegar al Plan del Carrizo está otro lugar llamado La Piedra del Diablo. Al pasar por ahí se apagan los motores de los carros y no prenden por un rato, ante la desesperación de sus choferes por hacerlos arrancar. Y mientras el vehículo está detenido se escucha arrastrar cadenas, atraviesan la carretera toda clase de lamentos y sonidos espantosos. Por eso muchos conductores se apresuran a pasar por el lugar antes de las 12 de la noche.
También en el Cerro de las Patacuas habita nuestro personaje. Dice don Simón Hipólito Castro que la patacua es un árbol de fronda verde oscura y de fruto amarillo encendido que predomina en el cerro del mismo nombre. De esa montaña nace un gran arroyo que forma una cascada de aproximadamente 50 metros que cae en una poza. Cuenta la leyenda que mujeres hermosas salen a juguetear en noches de plenilunio, y durante el día adornan las orillas de la poza convertidas en lirios de diferentes colores.
Rosa Santiago Galindo (la tía Rosita) quien trabajó muchos años de cocinera en las huertas de café de la sierra, a sus 90 años recuerda que en Las Patacuas al Amigo le llamaban Pancho La Riva,  quien seguido iba al campamento, a media noche para gritarle a Francisco Lezma, quien no contestaba cuando oía: “Te están esperando en Atoyac”. Luego se escuchaba un habladero a lo lejos, el casco del caballo y el rechinar de la silla que se alejaba en esa serranía. Los perros aullaban cuando pasaba por el camino a media noche. Los campesinos en los campamentos se quedaban estáticos al oírlo pasar y las mujeres elevaban sus plegarias.
Nadie se explica por qué ese jinete que habita en esos solitarios lugares del cerro de Las Patacuas mucho le gritaba a Pancho Lezma. Un día Francisco Lezma bajaría a Atoyac pero como en la noche le habló La Riva ya no bajó. Pensó que tal vez era el aviso de alguna celada en el camino.
Dice la Tía Rosita que ese Pancho La Riva vive en un cerro muy alto donde un día extravió al “pabellonero” Pedro Alcaraz. Estuvo perdido ocho días hasta que los vecinos lo buscaron. La gente le gritaba y don Pedro contestaba a lo lejos, cuando lo encontraron derribaron un árbol para que se bajara por las ramas. Pedro Alcaraz bajó del cerro trastornado. Otro campesino de apellido Santiago después de estar perdido en el cerro de Las Patacuas enloqueció. A Juan Fierro le decían Juan La Riva porque era tan Diablo como Pancho.
Cuentan también que un día un incendio quemaba la selva cerca del cerro de Las Patacuas, los campesinos no encontraban la manera de controlar el fuego y de pronto vieron parado arriba de una piedra a un hombre elegantemente vestido de negro que les sonreía mostrando un diente de oro. Aquel hombre les indicó por dónde tendrían que chaponar la guardarraya y hasta ahí llegó el fuego.
El cronista que mejor retrata el Atoyac de antaño es el ex presidente municipal Luis Ríos Tavera en el texto “La Cruz de Ramas” en su libro Los Cuari: “El Malo es el demonio, tal como se les aparece a los hombres y a las mujeres que viven en la sierra.  El Malo en la forma de bestia, o de ser humano, o de rufián, o de jugador o de bandido. El Malo camina de noche y se detiene a contemplar las chozas de su imperio de noche y las gentes no abren a nadie porque así llega El Malo… El Malo toca la puerta y pide una caridad, a las 12 de la noche. Un fuerte olor de azufre impregna el ambiente. Los caballos relinchan. Los perros aúllan. Las gallinas cacarean y vuelan espantadas sobre los tejados a los árboles… La familia pide protección a los santos… pero ya es tarde: El Malo se ha posesionado de sus almas”.
Pero a decir de nuestros viejos en muchos de los casos el Diablo es benevolente, concede deseos sin compromisos a los que le caen bien, a veces los cuida, les avisa de una desgracia y los guía por el camino. A otros se los lleva en la oscuridad de la noche y aparecen lejos de sus casas, los pierde en los montes o los encarama en gigantescas rocas de donde solamente rezando pueden bajar.
El 10 de diciembre de 1983, Esteban Reyes salió de cacería con Brígido Santiago. Emprendieron el camino como a las 5 de la tarde y en la montaña se separaron para “echar arriada” a los venados. Pero de pronto antes del oscurecer, Esteban sintió que estaba extraviado y fue a dar a un arroyito en el que crecían plantas acuáticas en la superficie. Caminó por la orilla y se detuvo en un árbol de limones dulces del que se dispuso a comer sus frutos, cuando sin esperarlo salió de la maleza un niño como de 12 años con una “tirinchita” colgada, un machetito, vestido de manta y un sombrerito. Tenía rasgos indígenas. Con su machetito ayudó a Esteban a pelar los limones dulces y se los dio para que los comiera. El niño le dijo –ustedes son tres– pero al hablar no le daba la cara, Esteban dijo que sí y comió limones. Luego tomó agua del arroyito hasta llenarse y comenzaron a caminar. Oscurecía cuando llegaron a una barranca tan empinada que al bajar Esteban iba deteniéndose con las plantas de café. Llevaba un rifle calibre 22 así que sólo le quedaba una mano libre. Por eso resbaló varias veces y en una de ésas se fue de boca y cuando estaba a punto de desbarrancarse el niño lo detuvo con tal fuerza que impidió la caída. Su manita quedó marcada en el antebrazo de Esteban.
Caminaron un rato. Como a las 10 de la noche subieron a la cima de un cerro con pasto verde y en medio estaba una piedra grande como de 10 metros con una cueva en uno de sus costados. Al llegar a ese lugar el niño se paró y le dijo –ya aquí te voy a dejar, vengo al rato voy a cenar, vivo a un ladito, si quieres te traigo de cenar.
Al principio Esteban no se imaginaba de quién se trataba, pero algo sospechó cuando lo agarró del brazo con mucha fuerza para su edad. Además era un chamaquito muy listo y no mostraba miedo en la oscuridad de esas soledades.
Con su rifle en la mano se metió a la cueva. Como a las 11 llegó de nuevo el muchachillo y le preguntó que si quería cenar, Esteban contestó que no. Le dijo ‘aquí te vas a quedar el resto de la noche te vas a ir a las 6 de la mañana’. Para entonces ya traía un perrito negro bravo que le ladraba con mucha insistencia.
–¿No sabes quien soy? –preguntó. Esteban dijo que no. Yo soy Lucifer, –agregó aquel. Entonces Esteban se espantó y quería rezar, pero no pudo.  No tengas miedo me caes bien para amigo –le dijo. Te voy a conceder lo que quieras, sin compromiso. Vivo aquí cerca en un lugar que se llama Tixtlancinguillo. Si no llego a las 6 te vas. Si tengo tiempo yo vengo por ti.  No regreses a ver para atrás porque no podrás irte. Ahí atrás hay personas que no me obedecen.
Esteban vio la cueva y parecía que tenía luz. Había unos alacranes de una cuarta de grande pegados a las paredes. Abajo, en el suelo había arena finita, la sentía a pesar de que  llevaba unas botas gruesas. Se arremangó el pantalón para sentir cuando se le subiera un alacrán. El niño se fue y al poco rato llegó el perro solo, le ladraba mucho parecía bravo. El perro se iba pero regresaba, como tres veces fue a verlo durante la noche.
Como a la una de la mañana Esteban se abrazó de un palito que parecía de molino. El muchachito le había dicho –no tengas miedo, voy a estar pendiente, voy a estar mandando al perro para que te cuide. Durante la noche Esteban hizo seis disparos del rifle calibre 22 al techo de la cueva, con la idea de que si estaban buscándolo alguien escuchara las detonaciones.
Parecía que amanecía. Había neblina. Sentía como que lo agarraban de la cabeza para que no saliera de la cueva. Pero al final pudo salir y descubrió que lo que en la noche parecía un prado era un bosque de grandes árboles de pino y pronunciadas barrancas.
El niño le había dicho –si no vengo sigues el ruido de los carros, por ahí te vas. Siguiendo el ruido de los motores que escuchaba a los lejos caminó y llegó a un arroyo, donde una mujer estaba lavando y al verlo se asustó porque llevaba el rifle en la mano e iba todo desgarrado de la camisa y el pantalón.
Al ver la mujer asustada Esteban le dijo –no tenga miedo soy gente buena, sólo que estoy perdido.
La señora al verlo le comentó –a ti te llevó el diablo, anoche se escuchaban los gritos donde te andaban buscando. Siguió caminando y salió a San Vicente de Benítez como a las 11 de la mañana, cuando todavía había gente buscándolo. Al llegar al pueblo le dio un ataque de nervios que sintió que iba a enloquecer. Iba peleando con el sentido para no perderlo.
Al llegar a San Vicente de Benítez tiró el rifle a un montón de leña, sin importar que fuera un Winchester nuevecito de seis cartuchos. Un anciano le dio un té de canela con alcohol.
Esteban recordó que cuando estaba en la cueva tiró seis balazos y al revisar el rifle tenía todas las balas.
En ese momento su hermano José lo andaba buscando con gente en el cerro. A San Vicente de Benítez pasó Arturo, La Coneja y lo llevó al campamento de su hermano. Ya lo daban por muerto, al verlo lo abrazaron con gusto, lo bajaron a la ciudad de Atoyac y lo internaron en la clínica del doctor Juventino Rodríguez. Luego lo llevaron con el padre Máximo Gómez que le rezó.
Esteban Reyes es fotógrafo y trató de olvidar esa experiencia en el cerro de Las Patacuas, pero un día amanecieron en su casa un par de huarachitos de niño y un peso con un cero, de los que llaman “un peso mocho”. Los llevó a la iglesia y los colocó en el altar, pero al día siguiente los huarachitos y el peso mocho estaban ahí otra vez. Durante mucho tiempo por donde quiera que anduviera escuchaba la voz de aquel niño que le hablaba: “Quería ser su amigo sin compromiso”. En ese tiempo Esteban vendía libros y un día no tenía dinero y por eso le quedó a deber 700 pesos de libros a su proveedor de Acapulco. Era claro que no tenía ni un peso, pero cuando llegó a su casa a Atoyac se percató que llevaba 700 pesos en su cartera. Exactamente lo que le había quedado a deber a su proveedor. En otro viaje al puerto se los pagó. Donde quiera escuchaba su nombre y poco a poco se fue acostumbrando a esa vida. Hasta que aquel muchachillo lo dejó en paz.
Cuando contó esto sus amigos organizaron una expedición pero no pudieron subir a la montaña. “Porque al cerro de las Patacuas no se puede subir”, dice Esteban.
“Me dijo que quería ser mi amigo sin compromiso. Yo no acepté ser su amigo porque me acordé de aquel a quien un toro se lo llevó con todo y ataúd cuando estaba tendido allá por 1937, en un pueblo de la Costa”.
Nota: Lamento mucho la pérdida de Mauro Adame, de su esposa Magdalena Castorena, su familia y de todos mis grandes amigos de La Pintada. Ellos fueron siempre muy trabajadores, grandes anfitriones y grandes amigos. La última vez que estuve en la casa de Mauro su esposa echó las tortillas y me invitaron gallina en caldo. Nunca los voy a olvidar. Como nunca olvidaré a los hijos de don Lupe Castorena, a La Borrega y a todos aquellos que perecieron en el derrumbe.

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