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Silvestre Pacheco León

El grito de la creciente

En la década de los sesenta los vecinos de Quechultenango todavía mostraban congoja pensando en el riesgo de que la creciente del río Huacapa pudiera meterse al pueblo si la lluvia tardaba más de un día por el rumbo de la cañada, allá en el poniente.
La experiencia remota de la inundación que sufrieron mis paisanos y parientes en 1912 todavía estaba presente en la memoria de muchos trasmitida de padres a hijos.
Cuando en la plática de los hechos pasados tocamos el punto de las crecientes mi madre que pronto cumplirá 87 años aún repite para nosotros lo que su suegra le contaba de aquella vez en la que una torrencial lluvia que duró una semana arrasó todo el pueblo.
Vivíamos en este mismo lugar, hija –le decía cariñosa mi abuela Luciana a su nuera en amena plática bajo la sombra de los mangos. “Me acuerdo que teníamos un montón de frijol de mongo en la esquina de la casa y una guajolota criandera debajo de la cama. Nos despertó el ruido de los ejotes del frijol que tronaban al mojarse y el de los guajolotitos nadando asustados”.
“Cuando nos levantamos el agua de la creciente nos llegaba a las rodillas. Nomás pudimos salvar mi baúl donde guardaba las cosas importantes y nos subimos al tecorral. Después supimos que el río se había llevado al pueblo.
“Tu abuela me decía que aquí en la casa no llegó la corriente, nomás era un remanso de agua el que se hacía en el patio, gracias a que vivimos en lo alto”, concluía su plática mi madre recordándonos que después de casada todos los años era la misma historia de quedarse aislada del pueblo por la creciente del río que arrastraba animales y troncos.
En el siglo pasado la amenaza más seria de inundación fue en 1965, y lo recuerdo porque entre los chistes que se platicaban en la escuela secundaria después del susto, se repetía el que aludía a Toño Salgado, un señor alto y delgado al que le decían La Calaca quien vivía con su hijo Jorge a quien apodábamos La Cuarraca.
Toño Salgado era un hombre muy relajiento, apasionado de los juegos de basquetbol y el más desinhibidos porristas que apoyaba a los equipos locales haciendo bromas contra sus adversarios, poniéndoles apodos para el regocijo del público. En los partidos de compromiso La Calaca se emocionaba tanto que se levantaba de su asiento, se quitaba el sombrero y lo tiraba en el piso, indignado por el error de algún jugador o por qué el árbitro no marcaba las faltas como a él le parecía.
Toño y Jorge vivían en la mera esquina de la primera cuadra en la calle principal por la que se llega viniendo de Chilpancingo. El rumor de que la creciente del Huacapa en aquel año estaba encumbrando por la carretera provocó el pánico de los vecinos quienes se movían de prisa para salvarse tratando de llegar al barrio de La Grupera pasando el puente donde vivía doña Zenaida La Turca.
Entre la confusión de la gente apresurada se le vio a Toño La Calaca corriendo rumbo a su casa instruyendo a gritos a Jorge.
–¡Jorge, Jorge, sácate lo más valioso y vámonos porque el río se va a llevar el pueblo!
El chiste dice también que en seguida vieron salir a Jorge de su casa muy aligerado de carga porque siguió al pie de la letra las instrucciones del padre: en una mano llevaba el petate enrollado que usaban de cama y en la otra un viejo radio de bulbos.
De lo más valioso que cargaba La Cuarraca aquel día hacía se burlaba mi amigo Desiderio Gutiérrez, ahora vecino de Chilpancingo, a quien todos en el pueblo conocemos como El Cuachi.
Ya olvidados del susto, cada vez que El Cuachi veía a Jorge La Cuarraca en la calle le gritaba: ¡Jorge, sácate lo más valioso!, provocando las risas de mis compañeros.
Pero la amenaza de la creciente nunca pasó a mayores y la prueba de lo confiado que después se volvió el pueblo es que en lugar de construir una fortificación en el punto más vulnerable para detener y desviar la corriente del río en una creciente, como la que se registró en la madrugada del 15 de septiembre, mejor permitió la construcción de un puente para pasar sobre el Huacapa a la escuela secundaria Técnica, precisamente donde el cauce debería estar libre de obstáculos y, como era de esperarse, con tanta agua que bajó a lo largo de la cañada el río se desbordó por donde todo mundo sabe que lo haría.
Ah, pero la confianza de mis paisanos no se quedó en el asunto del puente de la secundaria, sino que algunas familias de plano construyeron sus casas en el cauce del río sin que hubiera autoridad para impedirlo. Bueno el ejemplo de esa irresponsabilidad lo han dado las sucesivas autoridades municipales que sumaron cada una y desde hace varios trienios, inversiones significativas para construir la unidad deportiva en la playa, precisamente enfrente del puente donde confluyen los ríos Huacapa y Limpio. Una obra magnífica para el desastre.
Es posible que haya sido precisamente la barda perimetral de la unidad deportiva mencionada la que provocó o ayudó a que la corriente de los ríos se desviara sobre las casas construidas en el límite con el río. Al parecer son más de 10 casas y la unidad deportiva completa lo que ahora forma parte del inventario de pérdidas.
Mi pueblo se localiza en la parte más plana, la más amplia y también la más baja, de los valles que se forman en la cañada de la cuenca del río Huacapa y, como Mochitlán, es el más vulnerable frente a las avenidas pluviales que se forman por los escurrimientos de todos los cerros a lo largo de casi 40 kilómetros hasta el norte de Chilpancingo.
Como todo mundo sabe, el principal riesgo de inundación que corren los pueblos de la cuenca del Huacapa lo constituye la presa del Cerrito Rico, precisamente la que hace tiempo es administrada por manos inexpertas que la desfogan sin la oportunidad debida ni la graduación adecuada. Ellos sólo se fijan en el nivel de la presa sin tomar en cuenta lo que puede pasar con el volumen de agua desfogada río abajo.
Pero si a la inexperiencia en el manejo de la presa se suma la absoluta falta de coordinación con los responsables de Protección Civil, las inundaciones que provocan lluvias como la recibida se convierten en una consecuencia natural.
Por boca del mismo subsecretario de Protección Civil en el estado, sabemos de su absoluta incapacidad para prevenir desastres como el que se está viviendo, pues resulta inaudito que busque justificar los hechos culpando a la naturaleza de haber dado lugar a una lluvia provocada por “dos fenómenos erráticos” cuando ahora existen los medios tecnológicos para saber con anticipación la cantidad de agua que se precipitará en las 24 horas siguientes.
Ahora sabemos, por la información de Alejandro Nadal, investigador del Colegio de México, que el Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM tiene una página electrónica, a la que todo mundo puede acceder, en la que se registran los datos de las precipitaciones que se acumulan a lo largo de 120 horas en cualquier parte del territorio nacional y que gracias a ese modelo para los pronósticos metereológicos, desde la tarde del 14 de septiembre se sabía del riesgo que corría todo el estado y que se complicaría el día 15 porque la mitad sureste de Guerrero tendría una precipitación acumulada de 400 mm, (¡casi medio metro de agua!), lo que significaba severos riesgos de inundaciones y deslaves.
Con esa herramienta tecnológica disponible para los encargados de prevenir los desastres ¿quién confiaría en el titular de la Secretaría de Protección Civil cuando el subsecretario que debiendo alertar sobre una posible inundación se defiende diciendo en una entrevista publicada en El Sur el jueves pasado, que tenía “un plan” y que su alerta se limitó a una llamada a los “medios” y a la emisión de un boletín”?
En Quechultenango mi familia abandonó la casa cuando la creciente comenzó a pasar por arriba del puente. Una de mis hermanas dice que esa madrugada todos dieron el Grito pero del susto por la creciente, que velaron la madrugada del 15 salvando las gallinas y los tanques de gas cuando el río estaba entrando a la vivienda y se llevaba con su fuerza incontenible las casas vecinas, derribando cada obstáculo a su paso.
Cuentan que cuando el puente se convirtió en obstáculo para el paso de tanta agua, la corriente excavó uno de sus extremos, tiró el poste de luz, arrasó el horno de pan de mi tío Rosaliano y se enfiló sobre nuestra huerta. Primero tiró el portón, luego arrancó la cerca y con ella se llevó la producción de abono orgánico y cada uno de los gigantescos árboles de aguacate y zapote. También los limoneros y ciruelos junto con la joven jacaranda y el roble de flores amarillas.
Por fortuna sobrevivió la única palmera del huerto junto al tulipán de la India, y me cuentan que el roble derribado sirvió de contención para proteger la parota que creció donde termina la cerca. Es cuanto. (como dicen los diputados, porque no es todo).

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