Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*La Toña o Alicia ya no vive aquí

La Toña? ¿Vas a escribir sobre La Toña? ¡Qué buena onda! –exclama Tito revolviendo los terrones de azúcar en su café. Su sonrisa es estimulante, pero…
Le confieso que sé muy poco de La Toña. Como qué tan poco, pregunta, y casi nada, le digo, como de su casa para afuera. Lo conozco caminando en la calle, pasando a saludar a charlotear con medio mundo en el salón de Silvina…, comento desviando la mirada hacia los montones de tierra que los bulldozer van dejando cerca del espacio que en la era de la canica ocupó el hotel Bravo. Casi un trance, pues es casi imposible no reconstruir mentalmente el obelisco que nadie sabe a qué héroes estaba dedicado, las horribles jardineras de cemento, la fuente, cuadradota y permanente seca, que quedaba en el centro de la explanada…
Sugiere Tito que empiece contando “lo principal”, que La Toña era un joto azotado, la primera loca que recuerda el quelitero pueblo de Chilpancingo.
–Pon eso –apunta, luego de darle un sorbo a su café-: que La Toña es el antecedente chilpancingueño de los chavos que pululan en los restoranes de la carretera vestidos de mujer y pintados como muñecas fatales.
–Bueno, La Toña todavía no se pintaba así…
–Por ahí iba, por ahí iba: se enrimelaba las pestañas ¿no?, se echaba cierta sombra en los párpados…
–Y no andaba ofreciéndose o buscando clientes…
–Le decían “Alicia”, ¿te acuerdas?
–Por la radionovela. Cómo no.
–Tenía su dicho: “Tú qué sabes de amores, si nunca te han besado”.
–¡Se parecía bastante al Loco Valdés!
Muy cierto, para muchos era igualito al Loco: la boca, las entradas panorámicas en la frente, las mismas cejotas de patas de araña y, sobre todo, su forma de hablar, pasadita de gesticulante y locuaz. La Toña no era comediante, pero lo parecía. Era un mimo emotivo que, en su tremendo por hacerle a la mujer, caía en lo grotesco y terminaba en la purita variedad.
Todavía no se vestía de mujer, pero, dijera Tito, por ahí iba la cosa. Con las puntas de su camisa anudadas arriba del ombligo, caminaba por las calles –de la colonia Guerrero al centro, ida y vuelta– disque muy cachondoso, causando la impresión de que viniera avanzando por sobre una alfombra espesa. De vez en cuando le daba por torcer retadoramente la boca y por quedar con la palma de la mano hacia arriba, como si acabara de soltar un yoyo…
–Era muy divertido. Tras él siempre traía la chamaquiza –recuerda Tito con entusiasmo–, el montón de escuincles desmadrosos pastoreándolo provocativamente, para que soltara la sopa. El pueblo era chico y el morbo gigantesco y la gente salía de sus casas, ¡a verlo!
–¡Ahí viene La Toña! ¡Córranle! –gritaba alguno hacia el comedor, y los familiares volaban para tratar de saludar al divo espectacular.
–Adiós, Antonia. Pérfida.
–¡Mujer perjura!
–¡Ingrata!
–Mira, Toñita, ¿no te gusta este chamaco guapetillo? –decía un maloso señalando un pariente. Otro preguntaba:
–¿Nos vemos al ratito, Toñita?
La Toña ignoraba a los más groseros. Cuando se dignaba a contestar, cuidado: detenía su paso de vampiresa, con los dorsos de las manos en jarras semigiraba el cuello, barría al impertinente con su mirada vidriesca atestada de pestañas y con la voz montada en un columpio mascullaba:
–¡Estúpido!… Tú qué sabes de amores, si nunca te han besado!
Sacudía la cabeza con comediante violencia, entornaba los párpados y continuaba su paso, indignadísima, su mano una sensual violeta desmayada en un vaso, el chasquido de sus chanclas de pata de gallo perdido entre las descuadradas risas de sus fans.
–¡Estúpido! –se quedaba remedando el socarrón a su pariente, con el torpe regusto de los demás: ¡Tú qué sabes de amores, si nunca te ha besado un puto!
En Chilpancingo escuchábamos varios programas de la XEB y la XEW. Los románticos, los rockanroleros, los del Panzón Panseco, los concursos de chistes (aún salían Chaff y Kelly) y de artistas aficionados, y la serie de Rafles, El ladrón de las manos de seda. La XELI ya había entrado al aire y en esa época estaba de moda, además de Kalimán, El Hombre Increíble, y Porfirio Cadena, El Ojo de Vidrio (¡créiban que mihabía muerto!…), Una flor en el pantano. Creo que esta novela iniciaba con unos ruidos extraños (de algo que ocurría casi enfrente), tras los cuales una voz femenina gritaba:
–¡Dispara, Carlos, dispara!
Tras un silencio misterioso, se escuchaba la angustiosa voz de un hombre gritando:
–¡Aliiiciaaaaa…!, ¡Aliiiciaaaaa…
Luego, un estruendoso vozarrón anunciaba:
–Una flor… ¡en el pantano!
Los chilpancingueños nos sabíamos las radionovelas, aunque no tanto como La Toña, que hasta las ponía en escena. Conocía los parlamentos del día y, si andaba de gusto –coronado por una obtusa y disque artística vanidad–, mientras recorría las calles, saludando a personas que lo estimaban e incluso a las que no, con cualquier pretexto de pronto sacaba un frasezón de aquellos, sentimentales, melodramáticos, que daban cuenta del mundo deatiro cerrado del mimo de las radionovelas e impedía a sus cotorroescuchas tomarlo en serio.
–Estábamos platicando de los salones de belleza de Chilpancingo. ¿Por qué sales con una chingadera del radio, Antonia?
¡Que nadie, en las casas o sitios públicos que frecuentaba, se atreviera a refutar no sus puntos de vista sobre equis producto químico que, aplicado después del tinte, daba un brillo especial al cabello, sino los sentimientos encontrados y la acción dramática de los personajes radionoveleros que sospechaba en cualquier fulano que tuviera enfrente.
–¡¿Lo niegas, eres capaz de negarlo?! –se aceleraba la dama de la sensualidad ficticia y el desengaño general, la del corazón enorme pero roto, mejor que nunca en su papel de Alicia–. ¡Qué cruel y desgraciado eres, Ramiro! Ya lo sabía, pero ahora lo compruebo…
–¡Pos qué pasó, mi estimada Toñita! Me estás confundiendo. Soy Pedro, Pedro García Aponte, esposo de Hildegunda Ramos, tu viejo amigo.
–¡Ramiro! Porque nos conocemos te digo que eres igualito de falso y mentiroso que Ramiro! ¡El mismo hipócrita!… Pero pagarás. ¡Juro que pagarás por todas las contras que le has jugado a tu mujer, Ramiro!…
Salía, comediantemente biliosa, nunca de veras iracunda. Una flor aprensiva en un vaso casi casi sin agua. Sudorosa, se largaba por ahí, a saludar a los vecinos de más allá, a platicar con mejores radioescuchas.
–Me acuerdo que así se le quedó: Alicia.
Tito hace a un lado la taza de café. Le hace señas al mesero para que le traiga otra. Sí, así la nombraba mucha gente. Ni la llegada de la televisión le amelló el apodo.
–Que no se te olvide contar cómo murió.
El mesero rellena la taza de Tito, me pregunta si me sirve más café y por respuesta echo sobre la mesa una moneda de a cien y me levanto. Tito remueve el líquido y el humo y
–Porque sí sabes cómo murió, ¿verdad? –insiste.
–No. No sé.
–¿No te contaron? ¡Escribe eso!
Agarra la taza por la oreja y da un largo sorbo al café humeante, como si estuviera empinándose una copa:
–Pon que La Toña, es decir Alicia, es el inventor del sida, el primer caso de esa enfermedad que anda de moda…
–No; en ese tiempo no había aparecido el sida.
–En algún lado tienes que escribir que esta Alicia vivió como una flor en el pantano y murió con… un pantano en la flor.
–Lo voy a poner.
–Porque sí vas a contar cómo murió, ¿verdad?
No, me niego a contar cómo escarnecieron, hasta matarlo, varios sujetos de cabeza más trasvestida que la de él.
–¡El título! ¡Seguro ya pensaste en el título!…
Casi de espaldas, rumbo a la salida, impulsado por el título de una novela que por entonces circulaba entre jóvenes escueleras (el caso de una chica que se las vio tremendas contado de manera trágica y ejemplar) y por ir a tijeretear con la máquina de escribir los chismes de Tito y lo escasos datos de mi memoria, le grito que sí, que se va llamar La Toña o Alicia ya no vive aquí, como se llama.

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