Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Silvestre Pacheco León

Re-cuentos

Por sí o por no, te voy a dar tu chinga

Aporrear a la mujer era ya una costumbre en el matrimonio de Celia y Nicolás. Todos los días era lo mismo. Los golpes de Nicolás sobre Celia obedecían a la vieja idea machista de que así conviene para la estabilidad del matrimonio.
Le pegaba por cualquier cosa para hacerla obediente y sometida, temerosa del marido. Nada sobresalida.
Hasta que un día la sufrida de Celia dejó de recibir su ración de golpes de parte del marido.
No podía creerlo cuando cayó en la cuenta de que un día entero transcurrió sin los golpes de Nicolás.
Cuando llegó el segundo día los dos reposaban la comida en el corredor de su casa, Nicolás recostado en la hamaca y Celia sentada en la barda, meciéndolo de vez en cuando.
Platicaban cosas sin importancia. Que si la gallina graniza ya está poniendo en su nido, que si mañana hará buen día para ir a pescar porque se me antojó un caldo de robalito.
Todo iba bien y Celia celebraba para sus adentros aquel cambio en el que no figuraban los golpes, hasta pensaba en darle a conocer a su familia la noticia de que iniciaba una vida nueva con la lista de cosas buenas que ahora encontraba en su marido.
Pero el gusto le duró poco a Celia porque sus cavilaciones fueron interrumpidas desde la hamaca donde oyó la voz de Nicolás quien como no queriendo la cosa, le dijo con toda calma:
?o, esto no está bien. Por sí o por no, aunque sea sin coraje te voy a dar tu chinga.
Diciendo y haciendo, Nicolás arremetió contra su mujer como todos los días.

¡Si quieres chulo!

Eran las primeras horas de la tarde un día de septiembre cuando José venía de Chilpancingo para la Costa Grande en la Flecha Roja. Tenía dos días de andar gestionando su acta de nacimiento en la oficina del Registro Civil del estado para quedar inscrito en la secundaria.
Dice que no había probado alimento en todo el día y sentía que se desmayaba de hambre cuando el autobús se detuvo en la terminal de Tecpan y escuchó la algarabía de las mujeres que ofrecen todo tipo de comida y antojos a los viajeros.
Sentado en la última fila dice que no se animaba a bajarse del camión ni para desentumirse, a pesar del calor que hacía, nomás de pensar en la tentación de ver las quesadillas, las tortas y los tacos.
No traía ni un peso de sobra. Todo el dinero que le dieron en su casa se lo había gastado el día anterior en pagar el hotel porque el trámite de su acta lo tardaron dos días y la verdad se le hizo pesado a José irse hasta su pueblo del Coacoyul nomás a dormir para regresarse al otro día a Chilpancingo para recoger su acta.
De manera que lo más inteligente que se le ocurrió fue ahorrarse el dinero de la comida para pagar el hotel y quedarse en Chilpancingo un día más hasta recoger su acta.
En cuanto le entregaron el documento José se fue a la terminal de la Flecha Roja que en aquellos años estaba en la calle Alemán, cerca del cine Colonial, muy cerca de la plaza.
Compró el boleto del primer autobús que salía a la Costa Grande pensando en la recompensa de la comida abundante al llegar a su casa con su acta bien guardada en la mochila.
Recuerda que ése día en la terminal de Tecpan además del hambre que le hacía chillar sus tripas, se moría de la sed porque no era capaz de pedir un trago de agua nomás por la pena. Así que traía la boca reseca y ni ganas de hablar le daban, pues dice que desde chamaco tenía la debilidad de que si tantito se le pasaba la hora de su comida empezaba a desesperarse, y ése día nomás veía estrellitas y como que se le quería nublar la vista de la traspasada que se estaba dando.
Pero ni hablar, decía José para sus adentros, decidido a soportar como los machos el ayuno con tal de presumir a su familia el acta de nacimiento que llevaba consigo.
En esas reflexiones estaba cuando la algarabía de las mujeres con su venta de comida la escuchó más cercana.
El chofer había permitido a las mujeres más insistentes subirse al autobús para ofrecer su mercancía a los viajeros que permanecían en sus asientos, y como si la señora que vendía las tortas de chorizo con huevo hubiera adivinado el hambre de José se fue directa a su asiento ofreciéndole la comida muy al estilo de las costeñas.
-¡tortas, tortas!
Hasta que la charola con las tortas quedó exactamente frente a José, como si la vendedora hubiera adivinado su ayuno.
Dice José que empezó a hacérsele agua la boca desde que el olor del chorizo inundó el ambiente.
–¡tortas, tortas, chulo!
José resistía al ofrecimiento mientras sus ojitos casi lloraban viendo la charola copeteada de tortas en las que se veían las huellas del chile colorado manchando las las servilletas, y hasta creyó ver los trozos refritos de chorizo que salían de las rebanadas de pan.
–¡No, gracias señora! Repetía José con las palabras que se atoraban en su gaznate reseco esperando que la señora en un arranque de bondad estirara la mano ofreciéndole una torta de pura caridad.
En vez de eso, la vendedora levantó la charola, se la puso en la cabeza y se dio la media vuelta rezongando:
–¡Bien que quiere!, pero no compra nomás por no gastar.

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