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Arturo Solís Heredia

CANAL PRIVADO

*El derecho al alarido

No les quiero mentir, confieso que cuando Raúl Jiménez metió el gol de chilena en el partido de México contra Panamá, la semana pasada, grité y salté en eufórico festejo por la notable pincelada y el sufrido triunfo de la verde, con la escasa elegancia y total falta de decoro que distinguen a los enajenados fanáticos pamboleros.
Conste que lo digo con los cachetes enrojecidos, cual habitante de Toluca, pero la neta me emocioné gacho, tanto como los asistentes al estadio y casi tanto como los merolicos de la tele (creo que hasta exclamé “no mames”, como Luis García).
Lo confieso ruborizado, porque semejantes papelones no son bien vistos ni respetables, al menos para los intelectuales (sobre todo los conservadores), y para las mujeres (sobre todo las casadas con fanáticos).
Aclaro, sin embargo, que la chilena es solamente el pretexto para el tema de hoy, la defensa del derecho al alarido, que en realidad va más allá de la azarosa coyuntura actual de la selección tricolor, pues incluso entregué esta columna sin saber aún el resultado del partido de ayer.
Regreso al tema: separados por el tiempo y la distancia, dos notables intelectuales, nativos de dos de los países más futboleros del planeta, Inglaterra y Argentina, dejaron claro su desprecio por el deporte y sus practicantes, y por el espectáculo y su público.
En 1880, el escritor y poeta británico Rudyard Kipling se mofó del futbol  y de “las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”. Un siglo más tarde, en Buenos Aires, el escritor argentino Jorge Luis Borges fue más sutil: ofreció una conferencia sobre la inmortalidad el mismo día y a la misma hora, en que la selección de su país disputaba su primer partido del Mundial del 78… cuya sede era justamente Argentina.
Según muchos intelectuales, sobre todo los más conservadores, la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. “Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura”, sentenció el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Y no es que sea ni me asuma intelectual, ni mucho menos, pero soy y me asumo modesto escribidor de ideas y opiniones al que le daría hartísima pena ser descubierto por algún intelectual, cometiendo in fraganti los desfiguros ya confesados, y que le incomodaría gacho ser etiquetado de vulgar hincha.
Pero de que me emocioné gacho con la chilena de Jiménez, pa’ qué les digo que no, si sí. Y es que, neta, cualquiera con sangre azteca en las venas se deja llevar por dramas deportivos como el de la pasada semana: faltando diez minutos para terminar el partido, nos empata Panamá. Chingao, ya no fuimos al mundial, dijimos deprimidos los pamboleros mexicanos. Pero cinco minutos después, la chilena salvadora. Pinche éxtasis, me cai.
De hecho, ahora que lo pienso mejor, más pena debería sentir por los intelectuales anti futbol, incapaces de volverse plebe al menos durante dos horas a la semana (o cada vez que juega la selección), déspotas por temor a perder la compostura y la cara de circunstancia, apegados sin remedio a la razón fría y aséptica, ignorantes del placer liberador del alarido lúdico.
Con el respeto que me merecen, les diría que deberían respetar el derecho que merecen todas las almas pequeñas al alarido, pamboleras o no, aunque les parezca pedestre y vulgar.
Y si se pusieran rejegos, les diría que no fueran gachos y que al menos respetaran el disfrute pleno de ese derecho, de pueblos tan sufridos y golpeados como el mexicano, con tan pocas razones y ocasiones para lanzar alaridos de contento, y tantas para lanzarlos de encabronamiento, dolor, desesperanza, pobreza y desencanto.
Para reforzar mi petición, les diría lo que dice Juan Villoro, tan intelectual como ellos, pero tan pambolero como cualquiera: “De poco sirve hacer escarnio de quien ya sufrió lo suficiente al fracasar desde el palco, ante el ojo insomne de la televisión.
“El futbol es un estupendo pretexto para el alarido. La misma persona a quien su esposa le reprocha ‘¿por qué no dices nada?, ¿es que no me escuchas?’, toma las llaves y se va a rugir a un estadio”, dice Villoro en un artículo publicado en 2011 por el diario español El País, titulado El arte de gritar.
“El gol permite perder la compostura. En ese momento resulta no solo lógico, sino deseable, que el prójimo gima de satisfacción. Para consumar la tarea, hay que usar los pulmones, la garganta y la campanilla, pero también los pelos de la nuca. El grito solo alcanza su condición celebratoria si la mente se da unas vacaciones y permite que el cuerpo haga lo demás”.

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