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Federico Vite

¿Qué será?

¿Qué tendrán los narradores argentinos actuales que llaman tanto la atención a las editoriales europeas? En teoría tenemos la misma tradición literaria, con rasgos distintivos geográficos, pero a final de cuentas es la misma escuela. Me intriga, por ejemplo, que un escritor como Eduardo Berti, actualmente radicado en París, sea tan poco comentado en América. Digámoslo así: es una rara avis de la literatura en español. Poniendo atención a su libro Los Pájaros (Páginas de espuma, 2003) notamos que sus textos van en contra de las teorías que los maestros del cuento en Hispanoamérica han considerado un canon. Para empezar, sus textos no tienen arranques contundentes, se da tiempo de cachondear con el lector presentando personajes, alargando oraciones y generando digresiones casi infantiles, pero el desarrollo de las historias realmente genera suspenso. Uno quiere llegar hasta el final para saber por qué, cómo y cuándo se fueron sucediendo los hechos. No inicia sus cuentos con los consabidos: “Cuando fulano estaba en tal lugar… mengano tomaba conciencia de la muerte…” A veces da la impresión de que no hay centenares en escritores, sino que uno solo es el encargado de publicar tanto, a veces muy malos trabajos, con heterónimos diversos. Lo pienso al descubrir que la gran mayoría de cuentos de noveles narradores parecen haber sido escritos por García Márquez, Revueltas, Arreola o de plano, en el peor de los casos, Guillermo Fadanelli, David Miklos o Juan Villoro.
Los textos de Berti, quien se dio a conocer en su país con la novela Agua (Tusquets,1998), no buscan quedar bien con nadie. Pareciera que los narradores (de los 12 cuentos, 11 están en primera persona, sólo uno en tercera persona) mantienen monólogos desde antes de que inicie el texto y el lector llega al momento en que se enciende la tensión e intensidad.
Cito el comienzo del cuento Hugh Williams: “Me faltaba la pierna, Joyce me paseaba en silla de ruedas. Parecía que iba sobre un muslo doblado de tal modo que escondía mi pie izquierdo bajo el culo. A veces olvidaba el accidente y era como si mi cerebro arrojase instrucciones al vacío, al despoblado sitio de un recuerdo […]”. Durante cinco párrafos, de ocho líneas cada uno, diserta sobre la singularidad de no tener una pierna y las dificultades que implica tener sexo con su esposa, pero la frase que reengancha al lector es: “Yo necesitaba dinero para seguir con mi rehabilitación y puse a la venta mis armas. Después de escoger un revólver viejísimo, pagarlo y comprobar que mi accidente menguaba mis capacidades físicas, me propuso un negocio. Te daría una buena suma de libras si me cazas, dijo. Me regresó el arma. Con este revólver quiero que me asesines. Acordamos que después de que comenzara a usar mi prótesis empezaría el trabajo. Nos dimos un apretón de manos. La cacería comenzó en Inglaterra […]”. La resolución del texto es magistral, termina en un buque, justo cuando el mítico Williams cumple 200 años de haber sido el único sobreviviente de un naufragio. Claro, suena muy sencillo llevar al lector por vericuetos imaginarios, pero lo atractivo es que a pesar del aparente desparpajo en la estructura de este relato hay una enorme verosimilitud que se concreta con los pequeños detalles que se revelan gradualmente.
Otro de los textos, el que da nombre al libro, Los pájaros, refiere una extraña construcción de espantapájaros. Entierran, hasta la cintura, hombres vivos para que las aves siniestras (cuyos picos que rompen los cráneos de un movimiento) dejaran que la tierra diera su cosecha. Las aves son tan grandes que no permiten el paso del sol al sembradío.  Quien narra es un crucigramista y en momentos de tensión máxima hay pequeños cortes a la página en los que se se evidencia el temor por detallar aquellas escenas góticas. Por ejemplo: “Espantapájaros. Vertical (pl). Catorce letras. Con las criaturas de Vieytes, el cielo se limpió al instante, tan eficaces eran estos semi-hombres”.
Este cuento inicia de la siguiente manera: “Amarilleadas, todas las páginas que arranque del cuaderno de Vieytes: ‘La costura. Debería probar con hilo más delgado… ¿Y por qué no amputar al ras de la orejas, dejando un buen tramo del cuello?’ Unos párrafos después: ‘Se trata de lograr resultados iguales en los seres vivos. Para ello será necesario ampliar. Problema: la sangre de los pájaros parece más espesa’.” Son 28 páginas de dinamita pura. Pareciera que este hombre, como varios de sus compatriotas, entiende que se ha vuelto muy fácil seguir los cánones y contar bien una historia. Es como si las recetas, me parece, ya se hubieran agotado y algunos argentinos (Alan Pauls, Rodolfo Fogwill, Copi, Guillermo Piro, Juan Rodolfo Wilcock, entre otros) problematizan la literatura, la llevan a los extremos y extraen algo que está en ciernes, pero revitaliza pues.

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