Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Víctor Cardona Galindo

PÁGINAS DE ATOYAC

*Agua desbocada (Tercera parte)

El río Atoyac es río de zarcetas, pichiches, patos buzos y de martines pescadores. En sus orillas las garzas levantan el vuelo y las libélulas de varios colores vuelan explorando la corriente, y se posan en lirios o en las plantas acuáticas que se asoman a respirar.
Salvador Téllez Farías en su novela Agustina se refiere al río como un padre amoroso que todo lo baña y da vida: “río claro de aguas dulces y coquetas, que llevan los secretos de los enamorados, cuyos cuerpos temblorosos se juntan por primera vez para confundirse en un beso que es promesa, grito de almas apasionadas; río que canta, que da vida, inspiración de noches de plenilunio haciendo eco al trovador José Agustín Ramírez, sus versos líricos de amor, vida y esperanza”.
Nuestro río es sinónimo de productividad. La presa derivadora Juan Álvarez lleva agua a los ejidos de El Ticuí, El Humo, Boca de Arroyo, Corral Falso y San Jerónimo.
Los españoles de la firma Alzuyeta, Quirós y Cía, a principios del siglo pasado construyeron un canal que tenía la función de traer abundante agua hasta la fábrica de hilados para generar la energía eléctrica que diera movimiento a la maquinaria. Ya mucho antes la familia Bello había construido un ducto que llevaba agua a la fábrica La Perseverancia, de recuerdo quedó el lugar conocido como El Barreno que está en la orilla izquierda del río. También el general Antonio Ramos construía cada año hasta 1984 una presa provisional para llevar agua a su rancho por un canal de piedra levantado paralelo al río cerca de Huanacaxtle. En la pasada avenida el río descubrió los muros del viejo canal, porque tarde o temprano el Atoyac vuelve a modificarlo todo.
En 1937 una creciente inundó el pueblito de La Sidra, destruyendo cultivos y viviendas del lugar. Para Domingo Benítez Jiménez nacido en La Sidra el río “era una rica fuente de alimentos, ya que en sus aguas se podían encontrar diferentes especies de peces como robalos, roncadores, huevinas, bobos, truchas, camarones, charros y otros”.
Luego “a finales de octubre de 1950, un tapaquiagüe que azotó la sierra y que hoy se conoce como ciclón, originó la segunda inundación de La Sidra vieja, obligando a los habitantes a salirse, abandonando sus pertenencias; se dispersaron, yéndose algunos a radicar a otras comunidades… Con esta emigración formaron La Olímpica y la colonia Quinto Patio”, escribiría muchos años después Benítez Jiménez, el cronista de esos pueblos.
El huracán Behulat una vez más agarró desprevenidos a los sidreños aquella madrugada del 28 de octubre de 1967. Dice Domingo que “las aguas, corrientes que arrasaban con árboles arrastrando serpientes, troncos e inmundicias característicos de estos casos dando un espectáculo aterrador que mezclado con el zumbido de los vientos huracanados que sobrepasaban los 100 kilómetros por hora daba una aspecto desolador”.
Simón Hipólito Castro escribió: “Hasta principios de la década de los 40, el río Atoyac era toda una belleza natural. Ambas márgenes las sombreaban verdes frondas que se dibujaban en sus aguas, donde danzaban las lianas en interminables movimientos. El playón del río lo amarilleaban las flores de ahuejotes… Por las mañanas, antes de que llegaran a lavar ropa las lavanderas profesionales, hiladas de jóvenes mujeres llegaban por agua que recogían en botes que se llevaban en sus cabezas amortiguando el peso con  yaguales. Del río nacieron grandes romances que terminaron en el altar de la iglesia del pueblo”.
Recordó: “En dicho playón había un árbol de amate prieto con muchas ramas y tupida fronda. Allí arriba, un señor improvisó una vivienda donde se instaló con todo y familia. Una creciente del río estuvo a punto de llevárselas; la pronta intervención de la policía municipal, el que escribe este trabajo y otros voluntarios logramos salvarlos. El hombre insiste de nuevo y vuelve a improvisar el hogar arriba del árbol. Otra creciente del año siguiente se llevó a su familia, esposa e hijos. Él pudo salvarse”.
Wilfrido Fierro registró lo ocurrido el 29 de septiembre de 1954 a causa de los torrenciales aguaceros, la casa del maestro albañil Armando Alarcón, ubicada en el playón fue arrasada, la casa estaba arriba de un grueso amate. Salvaron a los tres chiquillos, la señora Maura esposa del maestro fue salvada por el policía Carlos Gómez. Mientras el albañil pasó la creciente arriba del árbol.
Dice don Inés Galeana Dionicio que era un tapanco lo que un “viejo loco” hizo arriba de un amate. Se vino una gran creciente y la esposa del albañil estaba atravesada de una horqueta y los niños lloraban. Era comandante de la policía preventiva Natividad Paco. Un Policía se aventó con una reata para hacer un puente del árbol hasta donde Champurro. Ayudado por otros amarró la reata de más arriba de la horqueta donde estaba la mujer. Después sentaron a la señora en una silla y la jalaron con otra cuerda. Así mismo pasaron a los chamacos. El viejo loco se quedó solo en el amate.
Cuando el huracán Tara no paró de llover en muchos días. Los arroyos bufaban, se oía nada más el estruendo de los árboles y las piedras que bajaba la fuerza de la corriente. Todas las huertas de la orilla del río estaban en el agua. La gente abandonaba las partes bajas y buscaba dónde guarecerse de tanta lluvia. Cayó una “culebra de agua” dijeron los viejitos. Los vientos soplaron todo el día, ese 12 de noviembre de 1961. Cuando pasó la tempestad, varios pueblitos habían desaparecido y los cerros quedaron como si una fiera gigantesca los hubiera arañado desde arriba. Desde lejos se veían los deslaves. En el río, donde hubo grandes pozas, después de El Tara únicamente quedaron playones donde el agua daba a los tobillos.
Los atoyaquenses siempre hemos visto hacia el río y las crecientes han marcado con su recuerdo a generaciones. Pedro Arzeta García escribió en 2007: “Recuerdo yo cuando era niño en épocas de lluvias el caudal del río de Atoyac eran tan enorme que arrasaba todo lo que encontraba a su paso, el agua que bajaba de los arroyos de la sierra hacía ver a este río imponente, imagínense que llegaba a dos cuadras del centro de esta ciudad y muchos nos apostábamos a sus orillas, otros desde las ventanas de sus casas a contemplar cómo esa agua chocolatosa pasaba y pasaba desbocada, sin que nada la detuviera”. Arzeta, en la presentación de un libro de este cronista, recordó que su abuelita María del Carmen Téllez Sánchez les contaba la leyenda que cuando el río crecía pasaba una serpiente gigante en la cara del agua cantando una tonada.
Otro aluvión fue el 31 de agosto del 2010. Ese día a la altura de donde vive Zohelio Jaimes, ya en la prolongación Miguel Hidalgo, el arroyo Cohetero se salió de su cauce y llenó de lodo la calle. También, ese día, el agua se llevó el vado que cruzaba el arroyo Ancho y que comunicaba a la colonia 18 de Mayo. Pasando la Canícula desde el 28 de agosto se vinieron las lluvias y una epidemia de conjuntivitis.
En los últimos años se ha dicho que el río se está muriendo y que languidece. Incluso en el año 2003 Arturo García Jiménez promovió la formación del Consejo Ciudadano para el rescate de la cuenca del río Atoyac, que hizo muchas actividades buscando hacer conciencia para cuidarlo porque en las temporadas de secas corre contaminado y amenaza con secarse.
“El río Atoyac tenía un agua muy cristalina, había muchos peces como el robalo, chiribiscales, güevinas, bobos, robalillos y sobre todo mucho camarón, pero ya no hay nada de eso, antes toda la gente traíamos agua del río para tomar, hubieras visto el gentío de cafetaleros que se bañaban cuando bajaban al pueblo a vender sus quintales de café, pero ese gran río se está muriendo poco a poco por tanto daño que le ha causado el hombre, respira únicamente por dos brazos de arroyo que bajan de un lugar que le llaman La Mata de Plátano y los Tres Pasos”, escribió Enrique Galeana Laurel.
Variedades de peces han ido desapareciendo. Cuando la carpa que es una especie depredadora llegó al río, acabó con todo. Se comió los bancos de blanquillitos, esos peces que con el sol reflejaban los colores del arcoíris. Ahora hay pocos pegas pegas, ese pez que se adhiere con sus ventosas a las piedras y es difícil de quitar. Se acabó la huevina. Aunque todavía hay truchas que se ven nadar junto a la carpas. En cantidad, reina el popoyote. Los bobos quedan pocos: ese pez feo parecido al cuatete que no se puede agarrar porque su piel es babosa y se desliza. El bobo es feo pero frito tiene su carne blanca, era nuestra cena, bien frito con arroz y salsa de jitomate asado.
Nuestro río a veces luce lánguido, pero despierta como un coloso que reclama los espacios que el hombre le ha quitado. Con la tormenta Manuel se llevó las cantinas que había en sus orillas y el bordo que en San Jerónimo habían construido para contenerlo.
Nuestros antepasados tenían formas de anticiparse a los desastres naturales observando a la naturaleza. Cuando las calandrias hacían sus nidos en ramas bajas de los árboles era sinónimo que ese año habría huracanes que azotarían la región. Cuando por la mañana se advertía un marrano cargando ramas sobre su cuerpo, habría una tempestad ese día, esta premonición se reforzaba cuando se veía venir el ganado del campo a las calles del pueblo, era segura la tempestad con vientos y rayos, como sucedió el 26 de diciembre de 1971. Cuando las hormigas negras mueven su huevera de lugar, lloverá por algunos días. Antes de Manuel pasaron muchos pichiches volando hacia el noroeste, los zopilotes emprendieron la retirada. Un día antes del Paulina había muchas gaviotas en la antena del Centro de Salud del pueblo de Chautipa en la sierra de Tecuanapa. Don Simón Hipólito Castro registró que un día antes de El Tara en los bosques de Los  Tres Pasos había muchas aves de la costa refugiándose entre las ramas. Cuando viene el llovedero se pueden ver muchas telas de araña arrastradas por el aire como sucedió unos días antes de Paulina.
Cuando los campesinos iban a sus milpas y en el camino veían una tarántula arriba de un poste, se regresaban porque de seguro ese día crecerían los arroyos. En el pasado se decía que el primero de agosto se sentaba Clara y Bocho. A mediados se ese mes se venían los Tapaquiagues, aguaceros que podían tardar hasta 15 días. Los padres decían a sus hijos “vayan a la leña porque se va a sentar Clara y Bocho”.
El cielo de  Los Valles tiene la particularidad de hacer zumbar la nube negra que se prepara para llover, el sonido es fuerte y hace que todos corran a meter la leña o a recoger la ropa que tienen en los tendederos. Después de que abrieron la carretera, cuando comienza a zumbar la nube negra los que llevan carro tienen que apresurarse a partir porque después de que llueve la cuesta colorada no deja salir a nadie. El barro se muestra pegajoso, los carros patinan y retroceden al intentar subir.
Recuerdo que la puerta de la casa de la abuela, era grande. Cuando mi abuelo Agustín todavía vivía y estaba lloviendo colocaba su catre frente a la puerta y de ahí se acostaba para ver llover. También le servía para ver cuando pasaran sus hijos corriendo a sus casas en medio de la tempestad, tenía tres hijos casados que no vivían en la casa, cuando tardaba lloviendo y no los veía pasar, de inmediato mandaba a uno de los hijos menores para que le fueran a preguntar a sus nueras, a dónde habían ido a trabajar.
Mi tío Celso que era el menor y siempre estaba en casa salía corriendo tapado con un nailon y venía con la novedad que ya habían llegado y si no le decía al abuelo para qué rumbo habían ido a  trabajar y comenzaban a organizar la búsqueda. Gracias a ese hábito del abuelo, se pudo rescatar a varios vecinos del pueblo que se encontraban detenidos del otro lado de los arroyos crecidos. A Benjamín lo rescataron una vez con reatas en medio de la tempestad. Es mismo día el tío Julio tuvo que tirar un gran pino con su hacha para poder cruzar el arroyo crecido. Se pasó a gatas sobre el tronco y el hacha la dejó escondida en el monte.
Dejamos de observar a la naturaleza por eso Manuel e Ingrid nos agarraron desprevenidos. Afortunadamente la creciente de nuestra desgracia también nos proveyó de leña y madera. La estación de radio del Ayuntamiento 90. 9 FM fue la única ventana que teníamos los ticuiseños con el mundo. Nunca fue más placentero escuchar la voz de Jorge Reynada, El Pollo, quien junto al cerebro de la estación, Norberto Encarnación Calixto, transmitían en todo momento las noticias. Así lográbamos saber lo que estaba pasando y en algunos lapsos se podía acceder a internet vía celular.

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