Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

José Gómez Sandoval

POZOLE VERDE

*Estampas de Agualú / 1 de 2

Pleitos entre familia

Desde que los Rebujares se encargaron más llenamente de la política y los negocios se hicieron de terrenos, casas y comercios al por mayor. Tal vez fue cuando construyeron dos o tres puñados de bares y burdeles que empezaron a rodearse de pistoleros y a enseñar armas de alto poder… Tienen gente en la Policía Federal y en la de Caminos, y, aunque nadie lo dice, hasta en el Ejército hay personal bajo su nómina. Con el puño en la cintura Dimas y Onerosa fueron aislando y cercando al tío Eleazar. Le pelearon y le ganaron terrenos, pero pues –decía la gente– al modo de sobrinos irreverentes y pícaros. Jugando jugando los hermanitos se agenciaron los mejores cargos públicos, las representaciones estatales y federales, las delegaciones del partido y lo que se encontraban por ahí.
Eleazar se sintió liberado de un peso –histórico, ora sí–, según se desprende de las ganas que a partir de ahí le echó a las cosas del campo que le gustaban. Declaró que con sus cocos, sus plátanos, mangos y sandías, con sus cosechas de jamaica y sus “tres matitas de algodón” iba a ser muy feliz. Tenía años dedicado a la cruza de caballos árabes y una tarde invitó las cervezas en el billar para celebrar un potrillo parido, y al otro día la cría y otros tres animales de raza amanecieron tiesos –debido a una especie de moquillo vulgar que, como sabemos, puede adquirirse en cualquier puesto de tacos o, tratándose de equinos, en cualquier estornudo del aire, según dijeron los veterinarios, como para atajar cualquier sospecha.
Sólo un año exportó Eleazar sandía, mango, jamaica, cebollín y “colita de zorra” al vecino país del norte, y quién sabe qué tan cierto será que más de una delegación europea llegó a Los Limones Paridos a ofrecerle una millonadas por cada gramo de la diurética jamaica que pudieran llevarse a las Europas, donde el clima frío es capaz de inhibirle las ganas al meón más riñonudo. Ese año la jamaica salió con un copete de mugre y Eleazar mismo anduvo rematando en los mercados del DF la sandía, el mango, el cebollín y hasta la colita de zorra que ya no quisieron los gringos.
¿Qué siguió? ¿La captación de parientes cercanos y de amigos de Eleazar? Pregúntele a la gente y oirán lo mismo: no, no me acuerdo de ningún primer… asesinato, ¿dice usté?
El pleito entre su familia y los Rebujares vino con el tiempo, con la vida en común, con el cariño que un día se tuvieron, con las herencias intestadas, con los malentendidos, los abusos, los malhumores y los celos. Dicen las  leyendas populares que, junto con otras veinte o veinticinco familias, los Rebujares y los Melgarejos fundaron el pueblo de Agualú. Murió el Padre y la Madre del origen, murió Jacinto el Mayor, y su hermano Eleazar y su hijo Dimas (Onerosa a su lado) quedaron a la cabeza de los ranchos.
Nuestras familias vivían dispersas entre los cerros de Pueblo Chico, de Rancho Hueso, de Los Quelites… En el rabo del mundo, sin caminos, sin comercio, sin luz. Tierra arriba, barrancas, cerros y misterios adentro, se podía encontrar venado, pero como las compañías aserradoras –que pertenecían a funcionarios encumbrados– se estaban llevando –sepa la chintola a dónde que no fueran sus bolsillos– el estado de Guerrero a trozos, la cacería de los astados se hizo difícil y los que se aventaban tenían que ir a esperarlo hasta las lomas de las lomas de Terracota Roja, donde hace diez o quince años todavía bajaba uno que otro de esos animalitos de Dios reconocidos por la excelencia de sus filetes maravillosos. ¿Jabalí? No sólo jabalíes, ¡hasta tigres hubo!… Venados, onza y camello tropical. Panteras, leopardos y tigres de Bengala.
–¡Los tigres de Bengala se dan en la India, compa!…
Ta güeno. Había de todas las especies aéreas, acuíferas y animales habidas y quién sabe si por haber, porque ora sí que hablemos de lo que hablemos va resultando puritito decir…
–No se estará usté pasando de rosca, tío?…
–¡Nos estás choreando, pariente!…
El pariente manotea sobre los hombros descontrolados de sus sobrinos, sopesa, de paso, sus músculos juveniles, “la nueva generación de agualuceños”, dice con una cara de orgullo a la que nomás le falta la manzana de Eva y la serpiente de Adán en las narices para competir airosamente con los mascarones que hacen los artesanos de la Montaña. Reconoce que, en su humildad, la amplitud de su lengua costeña sobrepasaba con creces las normas del castellano peninsular en cantidad, gracejo y dobles sentidos, pero nunca ha entendido eso de “choro” que, junto con la “troca” y el “parqueo” llegó con los narcos norteños, y pos ya estaba muy cascado pal albur.
–¿Que no lo que les estoy diciendo es que desde que llegamos hasta lo que estamos pasando, nosotros mismos ya casi no somos más que puro decir?…
–¡Sírvanle de nuevo al pariente, por favor!…
Pa’ quitarle el sofoco de sus risadas.
De acuerdo. ¡Ta güeno, chingao!… No estamos cometiendo una irreverencia –meditaba–, ni planeando un crimen más… ¿no es cierto?
–De ninguna manera, compa.
–Cómo va usté a creer, paisano.
–Estamos comprendiendo los rencores, y de ahí no pasamos, ¿no es cierto?
–Sólo eso, tío.
–Pues entonces agárrense bien los güevos, para no hablar del corazón, y orita que podemos digamos salud.

El nacimiento del pueblo

Para inmortalidades, ¡las de los conejos!… Como si brincaran de la mano de un mago se reproducían a diecisiete por uno y con flores y zacatito como único sustento proseguían sus sempiternas correderas nocturnas en las humedades de Tres Perros y de ahí pal real. Cuestión de aluzar, para que la mancha blanca brinque y te asombre los ojos. Ningún tecnólogo conejero iba a enseñarnos cómo se caza o se cría un santo animalito de éstos. Hacia dentro, en Pueblo Chico y las Tierras de Nadie, se daba la jamaica, la papaya, el mango, el limón y algo de capulín.
El gobierno federal iba a inaugurar una carretera y varias veredas que unían las costas y todos los lugares con el puerto y el Distrito Federal. Una comisión de costeños encabezada por don Eleazar Rebujares Melgarejo y por su sobrino Dimas Rebujares –a quienes no se les separaba la guapa e impetuosa jovencita Onerosa Rebujares– se apersonó en la capital del estado, donde mostraron su interés por las facilidades que el gobierno ofrecía para emigrar hacia mejores… y menos aislados rumbos, y de ahí los mandaron a la ciudad de México, donde apenas pusieron un pie fuera del autobús ya los estaban apapachando como los primeros beneficiarios de la “promoción poblacional” más urgente e intensa que ha emprendido el gobierno de la república desde los tiempos de la guerra de castas, en que los hacendados de Yucatán se mudaron con todo y esclavos del océano Atlántico al Pacífico, o desde la época del general Cárdenas, cuando todo Torreón parecía un café de chinos.
Casi no oyeron la explicación que les dio algún funcionario sobre la necesidad de poblar ciertas regiones de ese estado tan sufrido y tan rico en su espléndida y versátil naturaleza, sin embargo, ahí donde la tierra sólo espera que le dejen caer la semilla para dar frutos, ahí donde es necesario establecer lazos étnicos, sociales y, sobre todo, productivos, ahí está trabajando el gobierno de la república. Esa es nuestra primera prioridad. La prioridad… menos prioritaria, como quien dice, resultó, también en forma natural, cuando se dieron cuenta de que en una carretera de cuatro carriles a los turistas que visitan el Bello Puerto y las costas del Pacífico se les iba a facilitar más el viaje. A Eleazar, a Dimas y Onerosa les valió gorro que, así como de la noche a la mañana iban a nacer, de la nada, unos pueblos, otros iban a desaparecer del mapa de la carretera, e incluso uno de ellos –la dama, la joven Onerosa, para ser exactos…– no tuvo empacho en asegurar que con el pueblo que iban a fundar no sólo se olvidarían los temores que de repente da circular por una carretera muy amplia y bonita, sí, pero polvosa y desértica, sino que, nomás que probaran los huevos con chorizo, el mole de conejo o la cecina de venado, se iban a quedar enamorados de su esfuerzo civilizador y de las serpientes coquetillas de sus memelas calientes.
Lo importante era que la tierra era buena, y daba. Eso regresaron a contar a Pueblo Chico y a sus parientes de El Quelite, Rancho Hueso, Mango Verde y demás ranchitos. Aquello tiene río y carretera nacional, además de los ramales que van a acercar a los turistas a las costas, a nadie se forzaba, el que se quiera subir al globo se subió, y el que se quedó se quedó.
Agarraron escuincles y papeles. Juntaron sus cosas, sus papeles, toda la ropa de los niños que cupo en sus cartones, los animales que, en ese primer viaje, se dejaron agarrar, los que tuvieron con quién dejaron encargadas casas y corrales y los que no nomás clavetearon sus puertas y vámonos que lo que vamos a hacer mañana ya lo hicimos hoy. Unos llorando. Otros –¡cómo que no!– cantando. Sobre las camionetas de redilas atestadas de triquis. En el trajinar del camino apenas esbozado entre la hierba y la polvareda, a ver si es cierta tanta esperanza de agua, a ver si, como dicen, es cierto que hasta nos van a echar la lú.
La Comisión de Electricidad, la Secretaría de Hacienda, la de Agricultura y Ganadería y las que falten, los exceptuaron de impuestos durante cinco años y les dieron crédito abierto y todas las facilidades posibles para no pagarlo.
–Con suerte, ¡hasta en los folletos para turistas vamos a salir!… –se escuchaba decir, no hace mucho, en el pueblo, a uno de los sobrevivientes no sólo de ese éxodo olvidado, sino de la revolución mexicana misma, don Brito Sevillas, un viejo más viejo que yo pero con el copete todavía negro y más brilloso que la cola de un cuervo… Ustedes lo conocen, platica con cualquiera que se deje, cuando le cuentan que la tele anda reporteando chingaderas del pueblo es el único que quiere ser entrevistado, aunque con trabajos hile dos sílabas sin tartamudear y los platinos se le hayan oxidado en la visión de cómo de repente tuvo que dejar sus vacas y a la mayoría de sus perros en Los Quelites, a la vuelta de Pueblo Chico, hace toda una vida.
–¡Que no se caiga el chivo, cabrones, agarren la bolsa del radio (que cada vez agarra más estaciones) y agarren a las gallinas de las pechugas… porque el camino es culebrero y todavía no tenemos para cuándo apearnos de las destartaladas camionetas!…
A menos de una hora de la carretera nacional, esquinados entre el río Lleno y los caminos que acortan la llegada a las costas. Junto al río Lleno. Cazadores de venado sí eran. ¿De armadillos, de iguana, de conejos? ¿Cazadores de onza, de gato montés? Cuando hubo tigres, fueron tigreros. El agua era otra forma de tierra. Ya aprenderían las mañas de los camarones y las mojarras. Ya se habían aventado y aprenderían a vivir otra vida, cómo-chingaus-nú!. ¡Tambache de esperanzas y sabores, cuñao!…
El paso de vehículos era más numeroso que el que habían pensado cuando abrieron las fondas. Los restoranes. Los viajeros se bajaban por un refresco y terminaban haciendo las tres comidas en una. Los restoranes se atiborraban de turistas que iban para el puerto, con tal de darse el lujo de probar el conejo, las mojarras, la cecina y la carne enchilada de Agualú, se desviaban los diecisiete kilómetros que hay de la carretera nacional al pueblo. La cecina la traían de Tierra Colorada. Eso de criar el conejo, de criarlo en conejeras, como si fuera un pollo, era cosa nueva, en los llanos de sus antiguas rancherías los conejos parecen peces locos en una pecera, cosa de rasar la luz de la lámpara bajo la noche para ver la brincadera que se traen –¡como de niños jugando!…
Ah, como había agua y lú de sobra, al pueblo se le quedó Agualú.

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