Periódico con noticias de Acapulco y Guerrero

Jesús Mendoza Zaragoza

¿Hasta cuándo?

“¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina, sin que vengas a salvarme?”. (Hab 1, 2). Citando estas palabras del profeta Habacuc, don Miguel Patiño Velázquez, obispo de Apatzingán hizo una valiente denuncia el pasado 15 de octubre, sobre las condiciones de violencia e inseguridad que se están dando en la región de la Tierra Caliente de Michoacán, que incluyen los desmanes excesivos de los grupos criminales y la inoperancia de las autoridades, al grado de hablar de un Estado fallido. ¿Hasta cuándo? Es la pregunta que muchos nos hacemos en medio de la zozobra que se mantiene en muchas regiones del país generada por la violencia que no cede. El estado de Michoacán está pasando tiempos críticos, de los que no estamos exentos quienes vivimos en Guerrero.
Invitado por la diócesis de Apatzingán, estuve hace dos meses acompañando un encuentro de reflexión que realizaban los sacerdotes de esa región con el tema “Evangelizar en tiempos de guerra”. Habían cancelado la asamblea diocesana de pastoral en la que participarían cientos de agentes de pastoral, precisamente por las condiciones de inseguridad, que representaban riesgos mayores en la geografía de dicha región. El clima que se respiraba era de una honda preocupación, dolor y búsqueda. El alto índice de víctimas de la violencia, la descomposición social y la colusión de las autoridades con el crimen organizado eran algunos de los grandes desafíos que tenían que ser asumidos desde la perspectiva pastoral y había que buscar los caminos.
En esa ocasión escuché comentarios sobre los planes de las autodefensas michoacanas para tomar Apatzingán, bastión de los Caballeros Templarios y sobre el impacto social que esto tendría si se llevaba a cabo. Y sucedió en días pasados, poniendo en ebullición no solo a la región de la Tierra Caliente sino a todo el estado por las implicaciones políticas que se derivan. Lo que resalta es la incapacidad de las autoridades para cumplir con su obligación de dar seguridad a la población hasta hablarse de un Estado fallido. Y, la verdad, no hay indicios para pensar que las cosas vayan a cambiar.
En Guerrero no cantamos tan mal las rancheras. Se mantienen violencias patentes y latentes en varias regiones del estado. Las autoridades mismas han hablado recurrentemente de la necesidad de “cambios de estrategias” para combatir al crimen organizado. Y supuestamente hacen estos cambios, que no dan resultados visibles. En realidad han mantenido la misma estrategia de siempre, apoyada en los cuerpos de seguridad y en los militares. Ya han demostrado, desde hace años, que no pueden ni podrán remontar a la violencia de las organizaciones criminales.
El viernes pasado el Comisionado?Nacional de Seguridad Pública, Manuel Mondragón y Kalb, habló en Acapulco de un “golpe de timón” en el tema de corrupción de la Policía Federal, a propósito de la detención de un grupo de agentes de su corporación involucrados en acciones criminales. Hay que felicitar al Comisionado por este buen deseo que, a mi juicio, es un tímido paso pero no garantiza nada a futuro en torno a la estrategia gubernamental porque la corrupción pública es el factor de la violencia que no se ha tocado y uno de los más decisivos. Y está enquistado en el poder público de arriba a abajo y no solo en las áreas de los cuerpos de seguridad. Está en los espacios en los que se toman las decisiones políticas en el país, en los estados y en los municipios.
La corrupción pública, vinculada al crimen organizado, como factor de la violencia permanece intacta, por razones obvias: el Estado no tiene capacidad para hacer limpieza en sus instituciones viciadas. Hay un reconocimiento público de este problema, pero no se atiende ni se integra a la famosa estrategia contra el crimen organizado. La clase política ha salido beneficiada desde hace muchos años en este sentido. Desde los gobiernos del PRI que dieron cobijo al desarrollo del narcotráfico en México, pasando por los gobiernos del PAN que no lo supieron afrontar y con la colaboración de los partidos políticos sin distinción de colores, se ha desarrollado una cultura política mafiosa que permanece la misma y no hay visos de que vaya a cambiarse.
En estas condiciones, ¿hasta cuándo hay que esperar para que la violencia se detenga y podamos contar con la tranquilidad social que requiere un sano desarrollo y una convivencia social tan necesaria? El tema de la construcción de la paz no está en las agendas de los gobiernos ni de manera implícita siquiera. El estilo de los gobiernos no abona a la paz. Lo vimos, de una manera muy clara en la atención a la emergencia causada por las lluvias pasadas. Ante los desastres mayúsculos que afectaron a familias y comunidades, la atención de una gran parte de la clase política estaba no en la ayuda humanitaria sino en el próximo proceso electoral. Tuvieron oportunidad para promoverse y sacarse la foto en entregas de despensas. Pero, en la práctica, han abandonado a los pueblos.
Las autoridades, que miden la violencia por el número de muertos, hacen cuentas alegres en Acapulco y menos alegres en el conjunto del estado de Guerrero. Lo cierto es que la violencia está incubada en la sociedad y la que no es patente está latente. El mal mayor que padecemos no se remedia con operativos que resultan ruidosos pero sin resultados reales.
Con una situación así, cómo no preguntarse ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo va a haber honestidad para reconocer los factores de la violencia y para atenderlos de manera eficaz? ¿Hasta cuándo las autoridades van a tomar en serio a los ciudadanos que quieren colaborar como adultos en acciones de seguridad y de construcción de la paz? ¿Hasta cuándo vamos a vivir con esa maldita resignación que nos convierte en víctimas sin futuro? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar mentiras y estrategias engañosas que solo administran la violencia? ¿Hasta cuándo?

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